TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

lunes, 31 de diciembre de 2007

Como hadas guerreras

Relato leído en la edición 58 (29 de diciembre de 2007) del programa literario radiofónico BREUS



***
Para Sandra y su Otro Mundo
***




Extensos los terraplenes, hundidos entre ambas colinas, páramos medio áridos salvo por puñados de briznas dispersos al azar de un dios caprichoso; el sol caía ya en el lejano horizonte ondulado, y el viento recorría el campo de batalla con tozuda determinación, como si deseara extinguir de sus dominios barbarie tal. Mas las cartas estaban echadas, y ni las mismísimas moiras tejedoras poseían la potestad de salvar lo inevitable.
Allá en lo alto de la colina, frente a sus incontables legiones de Hadas Guerreras, se erguía una figura majestuosa, luz y perfección personificada; una mujer, más bella que el ardiente, sublime y poderoso mirar de una diosa; una mujer, de larga melena, llamas onduladas fluyendo cual verdadera hoguera danzando hacia un oscuro cielo estrellado, mas concentradas gran parte de dichas hebras en una poderosa y trabajada trenza; ciertamente ésta, que aparecía adornada con letales cuchillas, descendía hasta más allá de su firme cintura: un arma terrible para el enemigo, y asimismo fatídicamente infravalorada por éste. El temple de la hermosa guerrera era vigoroso, como el de un titán inmortal, su estampa no solo radiante, sino intimidante, tal que un imponente dragón rojo que hubiese bajado a tomar parte en los ínfimos asuntos de otras criaturas; había poder en sus ojos, poder en su cuerpo, y poder en su alma.
Aletheia era el nombre por el que respondía, y era mucho más que una mujer. Amada tanto como temida, deseada tanto como rechazada, Aletheia era Capitana Guerrera de la Luz, preferida por Titania, Señora de las Hadas. Su heraldo particular portaba un estandarte con el escudo personal de su señora: un nenúfar, una circunferencia con otras siete entrelazadas en su interior, formando en sus conjunciones una flor. La misma heráldica aparecía en un medallón que colgaba del cuello del hada.
Aletheia había llegado para la batalla. No por su propio ánimo, pues era criatura acaso traviesa en tiempos de paz, si bien jamás malvada, nunca malvada; pero al tiempo era de carácter encendido ante las injusticias cometidas con su pueblo y otras criaturas. Siendo así, y aunque como todas sus hermanas aborrecía arrebatar una vida ajena, por execrable que ésta fuera, Aletheia se había visto obligada a tomar las armas. Mucho mal había por erradicar, mucho por lo que luchar.
Y ante sus propios ojos se extendían aquellos que servían a tal maldad; un terrible ejército tan vasto como el suyo propio; soldados y soldados de magníficas pero oscuras armaduras tintineantes, de largas espadas y escudos de compacta madera y flamante acero. La resolución de tal ejército no era menor que el suyo propio, pero Aletheia sabía que la razón estaba, sólo, de su lado.
Sí, porque el reino al que servían aquellos hombres, proclamados por las hadas como la Oscuridad (quizás no todos malvados, pero acaso sí supeditados a una voluntad egoísta), había maltratado a su pueblo durante demasiados años ya; llegaron en tiempos desde el sur, y aunque las hadas les ofrecieron su amistad, ellos desearon propiedad; vilipendiaron y violaron a las mujeres, destrozaron bosques y campos en su terrible afán de conquistar, y bestias que habían sido siempre amigas de las hadas; no amaban la tierra, ni a sus criaturas, sólo pensaban en un mal entendido progreso, en extenderse como una plaga que arrasaba cuanto encontraba.
Al fin, obligada por tan penosas circunstancias, la Reina Titania decidió que ya no más, y nombró como Capitana de la Luz a Aletheia, y ésta formó un ejército como jamás nunca había sido reunido por el Pueblo Hermoso. Ninfas de todos los rincones del ancho mundo llegaron, delicadas criaturas que jamás habían tomado las armas, porque jamás se había hecho necesario.
Pero he aquí que la fatalidad forja maestros.
Y allí estaba ahora la firme Aletheia, mirando con seguridad a sus enemigos. Como acaso su vista era aguda- rasgo común entre las hadas, así como entre los elfos-, ya había identificado al Capitán de los Hombres, ya había identificado su objetivo. Las negociaciones escasos momentos antes habían languidecido, sólo quedaba ya tiempo para la guerra, la tan odiada guerra, la tan inevitable guerra.
Aletheia asintió con la cabeza. Su heraldo levantó el estandarte, lo ondeó en alto, y los corazones de sus guerreras se engrandecieron. Allá, enfrente, el Capitán de los Hombres hizo otro tanto.
Y los ejércitos avanzaron. Los hombres portaban lanceros en primer término, una poderosa falange, un muro de lanzas y escudos, impenetrables para las flechas de cristal de las Hadas. Una riada de muerte, pues el ejército de Aletheia no contaba con una respuesta natural contra tan avasalladora estrategia.
Ahora bien, había otra forma de desmoronar tal conglomerado. Aletheia silbó, el agudo sonido se alzó a los vientos, y de allende los cielos, más allá de las nubes, descendió una nube oscura; sólo que no era una nube, como pronto comprobaron aterrorizados los soldados del ejército de los hombres, sino una bandada de poderosos cuervos, aliados de las Hadas desde tiempos inmemoriales. Las bestias aladas atacaron desde las alturas, centraron sus ataques en la primera línea defensiva. Los lanceros, armados con largas y pesadas espigas de madera y acero, se vieron impotentes para repeler el fulminante ataque llegado de los cielos, y uno a uno fueron cayendo, con los ojos arrancados y los rostros desgarrados por garras y picos.
Los cuervos, cumplida su tarea (y también diezmados por las más efectivas espadas de la infantería), alzaron de nuevo el vuelo y se alejaron de la batalla.
Sabiéndose ya en igualdad de condiciones, Aletheia dio la orden definitiva a su ejército. Las Hadas Guerreras gritaron con la furia contenida de tantos años de abusos, de tantas muertes sin sentido; y la luz de sus ojos se extendió más allá. Un halo de poder rodeó entonces a Aletheia en primer término; un resplandor blanco aún más intenso que el de sus hermanas, que entremezclado con sus cabellos rojos produjo resplandecientes destellos encarnados; el poder de la magia feérica la envolvió, y fue entonces cuando reveló su auténtica naturaleza. De su espalda brotaron en un estallido sendas alas, magníficas, grandes, pero no de pluma, carne y hueso como sería común en un gran ave, sino de pura luz, de pura energía.
Y se la vio más bella que nunca, una imagen deslumbrante de hermosura más allá de medida alguna; una diosa, se diría, de los tiempos en que éstos caminaban por el mundo.
Y Aletheia desenvaino su espada de dorada empuñadura, Dark Edelweiss, y la blandió en alto. Y su poder se reflejó en la perlada hoja, y estalló en reflejos vidriosos, y el ánimo se alzó una vez más entre sus guerreras.
Aletheia hizo descender la espada; y a su señal su ejército cargó, con la determinación de su líder, con el valor de su Capitana…
A la batalla, fueron, a luchar y morir…
…como hadas guerreras.




© 2007 Javier Pellicer MoscardóRelato inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”

domingo, 16 de diciembre de 2007

Me Llamaba

Relato publicado en el número 29 (diciembre-enero 2007/2008) de la revista literaria REMOLINOS
http://es.geocities.com/revista_remolinos/index_p4.htm



Me llamaba, y fue verla y perderme. Allí estaba, en el lago: titilante piel de alabastro, del tono del fulgor de los destellos de la luna que sobre ella se vertían; cabellos de noche sin estrellas salpicando unos rasgos suaves, pulidos como la joven Maria en la Pietà de Miguel Ángel; sus labios de suntuoso amoratado, ojos de una azulada y brillante profundidad inacabable, un abismo en sí mismos en los que desear abandonarse.
Me llamaba, con el armonioso canto de un arroyo naciente rebosante de perlas diamantinas, tan alegre como triste. Su enmelada balada, en la que ella y yo éramos protagonistas absolutos de las fantasías más sugerentes y prohibidas, calentaba mi sangre y atrapaba toda voluntad de resistir. ¿Pero quién querría resistir? Yo no. No a aquel menudo y en apariencia frágil cuerpo desnudo, pálido pero deseable, de formas fatales, no exuberantes y carnosas, sino delicadas, elegantes, casi rayando la infantilidad: pechos diminutos pero tersos, caderas disimuladas y no obstante tentadoras, sexo despejado, aunque misterioso: una conquista a la que dedicar una vida…
…un alma.
Me llamaba, y a mí no me extrañó que supiera mi nombre, aun cuando jamás nos habíamos visto antes. Mi razón, ante su presencia dominadora, era ahora una bruma evanescente, sin peso o voz para decidir. Yo caminé hacia la promesa que ella me tendía, olvidando toda realidad de mi existencia salvo el deseo.
El deseo, siempre el deseo: ella estaba allí, me quería a su lado, nada más importaba.
Seguía llamándome cuando llegué a la orilla del lago. Me adentré ansioso, con vehemente anhelo, en busca de aquellos brazos finos que se extendían hacia mí desde la maravillosa silueta en el centro del perlado lago.
-Ven a mí, amor mío- susurró melodiosa ella-. Te he esperado durante mucho tiempo. Mis hermanas se fueron hace ya eones, pero yo no podía, no sin ti.
Era verdad, en mi corazón yo sentía como cierta tan dulce afirmación. Y de algún modo supe que yo también había estado esperándola, aún sin saber de ella. Mi llegada a la casita del lago no había sido una azarosa secuencia de casualidades, era mucho más que unas vacaciones para escapar del estrés de la ciudad. El destino me había llevado hasta allí para estar con mi amada.
-Te ansío tanto- balbuceé.
Me llamaba. El agua me cubrió hasta más allá del pecho, pero no me amilané. Seguí nadando, siempre sin dejar de mirar el beatífico resplandor que la envolvía, enfebrecido. La pasión agolpaba mi sangre en las venas, me entregaba una fuerza más allá de toda medida. Era tanta la avidez, que me parecía no avanzar nada. Era como si ella no fuera más que una fantasía inalcanzable, una quimera que se burlara de mí con cada una de mis brazadas. Pero no era así, lo leía en sus ojos, tan plenos de apetito como los míos, tan fervorosos como yo.
Me consumía en fuego y hielo.
-Ven a mí, seamos uno para siempre…- seguía cantándome ella, con la armonía propia de las sirenas- Seré tuya, tú serás mi dueño…
Me llamaba, pero yo no llegaba, nunca llegaba. Y más que el cansancio en mis miembros, a los que no atendía, me laceró la tortura de no poder alcanzarla. Aumentó más y más mi convicción, en realidad mi locura, erradicando todo juicio sensato. Saqué fuerzas de donde no las había, y seguí nadando, seguí perdiéndome.
Y su llamada proseguía, pero yo al cabo era de carne, y mis músculos fallaron; torpe como un niño chapoteé, buscando mantenerme a flote. Pero he aquí que incluso en momentos como aquellos, que debieran ser de total desesperación, aun sabiéndome hombre perdido, yo no podía más que pensar en ella, en mi amada Náyade, en aquella hermosa pero letal ninfa de las aguas dulces. Lloré incluso lágrimas de pena ante mi fracaso. Las aguas me cubrieron, y ni siquiera entonces sentí miedo, ni ansia de salvar mi vida. Sólo quería estar con ella.
El agua inundó mis pulmones, y morí.
Y entonces ella dejó de llamarme. Acudió a mí, aún mi alma encadenada en las ahora oscuras aguas del lago. Y su rostro era risueño, un ápice de picardía en su sonrisa, y por un momento creí de nuevo que se burlaba, pero no era así.
-¡Oh, mi amor! ¡Has hecho tu sacrificio por mí!- me dijo, pero no hablaba con palabras, sino en el lenguaje de los sentimientos, el idioma en el que los amantes se abandonan el uno al otro- ¡Ahora eres un espíritu del agua, por fin podremos estar juntos para toda la eternidad!
Una nueva vida me alcanzó, emociones sin forma danzaron en mi conciencia renovada. Al fin, nos tomamos, nos fundimos en un abrazo etéreo, y la racionalidad del tiempo se diluyó en la incongruencia de un imposible convertido en certeza; enlazamos nuestras esencias, hasta que no fuimos más que amor y pasión.
Tampoco menos.







© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”

jueves, 6 de diciembre de 2007

El Proyecto Prometeo


“Cuando Dios creó al Mundo, vio que era bueno. ¿Qué dirá ahora?”
George Bernard Shaw.
***

En ocasiones el hombre ha tratado de emular a Dios, y es en cada uno de tales eventos cuanto ha puesto de manifiesto su casi infinita soberbia. Yo, Timothy Drextton, fui testigo y sobre todo partícipe de la representación más escabrosa de la arrogancia del ser humano. Seguro que usted que esto lee no ha olvidado el suceso más importante que vivió la humanidad- en realidad, sería más justo hablar de crisis-, hace no tanto: el recuerdo del Día del Juicio, en el que nuestra raza estuvo a un paso de la extinción total, permanecerá en la memoria colectiva del mundo durante infinidad de siglos.
Es justo y necesario que así sea.
Pero he aquí que cuanto llevó a ese fatídico momento permanece en las poco claras aguas de la fantasía popular. Muchos libros han sido escritos, muchos autores han asegurado que sabían la verdad, que incluso habían participado en los acontecimientos, que conocían a los personajes involucrados. Farsantes en su mayoría, desalmados en busca de fama y dinero, adulterando un acontecimiento que por su gravedad debiera conducir a la reflexión.
Es por todas esas falacias que me decido a ordenar mi memoria, y compartirla con el mundo, quince años después del día en que el mundo se vio al borde del fin. Porque ese es el tiempo que he precisado para digerir- en parte- cuanto ocurrió.
***
Mi llegada al Proyecto Prometeo se produjo cuando éste ya había superado la primera fase de discusión ética. Por entonces yo contaba con unos ingenuos y despreocupados treinta y cinco años, recién cumplidos. De hecho, el uniformado militar que requirió mis acreditados servicios de genetista me abordó a la salida de la Universidad de Columbia, donde daba mis clases. La oferta que me brindó resultó ser irrechazable: quintuplicar mi ya de por sí generoso sueldo de profesor e investigador privado, y pagar todos mis gastos e investigaciones durante un período mínimo de cinco años. Sin embargo, lo que realmente avivó mi curiosidad fueron las palabras textuales que aquí reproduzco de aquel joven soldado: “la posibilidad de participar en el proyecto más importante de la historia de la humanidad”. Palabras proféticas, bien lo sabe Dios.
Un viaje en un avión del ejército me llevó hasta el alma del desierto de Mojave, la base Edwards, a ochenta millas al norte de Los Angeles. Allí fue donde, al fin, conocí al máximo responsable del ultra secreto proyecto científico- de tal envergadura que el gobierno había dejado en manos del Ejército su supervisión-, el general Troy Duch, un hombre que encarnaba el ideal del soldado comprometido con su país, un tipo sereno pero amedrentador. Y fue al saber de boca del general en qué consistía con exactitud el proyecto cuando comprendí la ambición de los responsables ideológicos de la idea.
En palabras de Duch, la misión del proyecto era ni más ni menos que conseguir forzar el próximo salto evolutivo del hombre, la creación de un individuo que estuviera por encima de toda debilidad del humano actual, el homo superioris, como había sido bautizado. Compréndase la envergadura del proyecto: adelantarse a lo que la naturaleza conseguiría en millones de años mediante los conocimientos científicos que nuestro intelecto nos había brindado. Jamás en la historia de la humanidad se enfrentó ésta a una tarea tan colosal: cambiarse a sí mismo nada más y nada menos, con el fin de lograr enfrentar los problemas surgidos de su casi descontrolada progresión tecnológica, las enfermedades surgidas de la rápida degeneración ambiental, así como la no menos extraordinaria labor de preparar una serie de individuos capaces de conquistar los rigores de los ya no tan lejanos viajes al espacio.
Y es que la superpoblación de la Tierra- y todo cuanto derivaba de tal problema-, había despertado ya las alarmas, al fin, de los gobernantes del mundo. A los firmes pero ya casi inútiles esfuerzos por “sanar” los males ocasionados a nuestro planeta se unieron los actos preventivos; los astrónomos no cejaban de peinar día y noche el firmamento estrellado en busca de un nuevo hogar, pero la única posibilidad de colonización terráquea seguía estando en la vecina Luna y en el no tan lejano Marte, lugares que nunca dejarían de ser inhóspitos para nuestra raza. Por si fuera poco, el viaje al planeta rojo aún era, físicamente, una quimera para el hombre: un viaje demasiado exigente para unos cuerpos no aptos para, por ejemplo, la ausencia prolongada de gravedad. Sí, se precisaba una fortaleza que no se hallaba en nuestros genes.
Todavía.
Sin embargo, todos estos fines altruistas quedaban empañados por la verdadera razón del Proyecto, la misma que siempre ha movido a los grandes gobiernos: la superioridad ante otros. El homo superioris nacería americano, y por tanto serviría a América. En otras palabras, sería el arma de América, en todos los sentidos en que hiciese falta. También en el militar.
Pero estoy divagando. Nada de esto resultaría ser importante, a la postre. Cuando accedí a Prometeo, me vi absorbido por el tan apetecible empeño, acaso mi papel en el proyecto sería fundamental. Ahorraré al lector toda jerga científica así como cualquier cuestión técnica difícil de comprender para el individuo común, pero diré que la primera parte teórica del proyecto fue larga pero sobre todo tediosa. Se prolongó durante cinco largos años de noches en vela estudiando algoritmos y secuencias sin fin de nucleótidos, aminoácidos, cadenas proteínicas y cromosomas, realizando hasta el más nimio cálculo con los ordenadores más avanzados del mundo. Llegada la parte práctica, se manipuló el ADN más sano que se pudo conseguir- atletas de élite en su mayoría- hasta erradicar cualquier anomalía con técnicas que al lector, aún hoy en día, podrían parecerle pura ciencia ficción. Sin embargo, tampoco el proceso es importante, sólo el resultado.
El Espécimen-05 fue concebido artificialmente el 7 de agosto del 2015. Nadie supo en realidad porqué fue el único óvulo de las cincuenta probetas que logró ser fertilizado. Fue una rareza desde su origen, y como ya veremos lo sería durante toda su vida.
A partir de entonces, se buscó tratar el asunto a largo plazo, hasta que el individuo desarrollara los avances biológicos de su condición. El bebé fue confinado en un entorno aislado y perfectamente controlado, un ambiente ideal que dejara fuera todo tipo de tensiones, físicas y emocionales. Así, durante doce años, el sujeto vivió en una realidad bucólica, aislado sin saberlo en una región creada por el ejército especialmente. Irwick no aparecía en los mapas, pero tenía todo lo que podía esperarse de un pueblo común de la América profunda. Los vecinos eran todos, y sin excepción, agentes del gobierno adiestrados para actuar como simples vecinos; yo mismo participé en la pantomima, caracterizado como el médico de familia del niño. Todo estaba planeado, hasta el más nimio detalle, nada se dejó a la improvisación.
Qué ilusos fuimos.
***
Todo marchó bien durante más de una década, Michael- así se llamó al niño-, se desarrolló como cualquier chiquillo, no obstante sin manifestar jamás enfermedad alguna, ni tan siquiera un leve resfriado. Su fortaleza y resistencia física estaba siempre por encima de la de cualquier niño de su edad.
Pero entonces llegó a la adolescencia. Esperábamos algún tipo de cambio para ese momento, ocurre en las personas comunes, y creíamos que también en Michael acontecería, pero… nunca esperamos lo que pasó. ¿Cómo fuimos tan estúpidos? Introducimos un factor desconocido en nuestro mundo, un factor que creímos poder controlar. ¿Pero cómo se puede controlar lo que no se conoce, lo que no se entiende? ¿Cómo se puede controlar lo que está por encima de nuestra capacidad de comprensión?
Michael siempre había sido muy sagaz, tremendamente inteligente, de hecho se salía de los gráficos en ese aspecto- en la vida real habría sido un superdotado de nivel insuperable-. Pero al cumplir los doce años el salto cualitativo de su mente llegó a cotas insospechadas. El funcionamiento de su cerebro entró en una nueva dinámica, el niño comenzó a manifestar fenómenos… inexplicables, y por supuesto más allá de cualquiera de nuestras previsiones.
No fue menos tranquilizador el hecho de que no lo descubriéramos hasta que él deseó que lo hiciéramos. Yo fui el primero en saberlo. Durante todos esos años, entre Michael y yo se creó una especie de vínculo no buscado por mi parte. Sí, lo reconozco, me encariñé con ese chico, rompí las normas al hacerlo. Pero el caso fue que Michael me veía más próximo que sus propios padres, y yo, por mi parte, comencé a verlo como una persona, no como un experimento.
Una mañana llegó a mi consulta, serio, pero decidido a contarme lo que ya era su secreto. Fue increíble, simplemente extendió la mano sobre mi ordenador de bolsillo, cerró los ojos… y lo hizo. El aparato comenzó a dar vueltas sobre sí mismo, como una peonza, pero sin que nada interactuara, al menos nada visible.
Y entonces el objeto levitó.
Puedo imaginar cual debió ser mi expresión: ojos desencajados, piel pálida, labios entreabiertos en una mueca de total desconcierto…
Aquel chico podía manipular la materia… la misma realidad.
-Dios…- balbuceé- ¿Cómo…?
-Simplemente me concentro, y lo hago- respondió lacónicamente Michael-. Doctor, creo que ha llegado la hora de decirme la verdad… ¿no cree?
-¿La verdad?- pregunté yo, nervioso- ¿A qué te refieres?
-No más engaños. El tono de su voz delata sus emociones. Soy especial, siempre lo he sido, aunque no sé el por qué. Pero sí sé que todo es muy extraño alrededor, hace algún tiempo que vengo advirtiéndolo. La gente del pueblo me trata muy bien... demasiado quizás. Y algunas cosas me han dado qué pensar… ¿por qué nunca se ve a ningún forastero? ¿Y por qué yo jamás he salido del pueblo? ¿Por qué en la televisión sólo ponen dibujos animados y películas culturales? ¿Qué hay en realidad más allá de Irwick?
En Dirección de Proyecto habíamos esperado la curiosidad del sujeto. Pero siempre creímos que lograríamos contenerla, calmarla. Sin embargo, ahí estaba Michael, esgrimiendo unas habilidades como poco sobrenaturales, y un razonamiento imposible para un niño de su edad.
-Quiero ver el mundo, doctor. Quiero dejar de ser un esclavo.
En ese momento tomé conciencia por primera vez de la locura que habíamos cometido.
***
Las opciones que nos dejó Michael fueron pocas. Se decidió que, por el bien de su salud mental, debía conocer el mundo en el que vivía, pero no se le revelaron los pormenores de Prometeo. Se fraguó la mentira de que él era el hijo de un genetista que experimentó consigo mismo sus teorías, traspasándole un ADN mejorado. Se le dijo asimismo que ambos, padre y madre, habían muerto al poco de nacer él, y que el Gobierno había conseguido su tutela, en aras de que su especial condición significara en un futuro una posible cura para multitud de enfermedades del hombre. En parte, no le mentimos, pero sólo en parte.
Se preparó una excursión a Nueva York, con la esperanza de que la exuberancia de la ciudad calmara todas sus ansias de conocer mundo. Yo lo acompañé, yo y una miríada de agentes secretos, camuflados como paisanos. Durante el vuelo y su estancia en Manhattan no estuvimos rodeados jamás por menos de quince agentes, aunque en ocasiones ni yo mismo podía distinguir quienes eran.
Yo no, pero Michael sí. Su percepción era increíble, lo intuía todo con sólo un vistazo y una ligerísima reflexión; y luego absorbía el conocimiento, y actuaba acorde con lo recién adquirido. Increíblemente, raras veces demostraba sus emociones al respecto- sus ojos eran dos pozos de soledad-, pero al llegar a la Gran Manzana su rostro se llenó de admiración al contemplar la grandeza de la ciudad: la inmensidad de las avenidas, la mastodóntica silueta de los rascacielos, las luces de Broadway… Quiso visitarlo todo, hasta el último rincón, pero por motivos de seguridad se evitó las zonas más deprimidas de Nueva York. Se le dejó ver sólo lo aceptable, la cara amable de la ciudad.
Pero Michael no tenía suficiente, y decidió hacer turismo en solitario. Se escapó nadie sabe cómo del hotel Carlyle, en Madison Avenue; la dirección del proyecto había alquilado todo el edificio, para evitar interferencias ajenas al programa y controlar a Michael, pero nada de eso bastó. Luego se descubriría que había utilizado sus habilidades paranormales para desbloquear la ventana y bajar al callejón trasero… ¡levitando!
Aquello comenzaba a escapársenos de las manos.
El equipo de seguridad se desplegó por toda la ciudad, pero fui yo quien lo encontró, en un callejón oscuro no muy lejos del hotel. Estaba de pié, pero con la cabeza hundida, el puño crispado. Frente a él tenía un grupo de vagabundos, apiñados en cajas de cartón, envueltos en periódicos, y vestidos con harapos, la mayoría de ellos borrachos. Y comprendí qué pasaba por la mente de Michael.
-¿Por qué esta gente sufre?- dijo él- ¿Por qué no tienen un hogar en el que refugiarse del frío?
No supe qué contestar. Había tanto que él no sabía, tanto que se le había ocultado para no afectar su aséptico crecimiento.
-¿Por qué nadie me habló de cómo era el mundo en realidad?
Y entonces me miró, directamente. Y ante aquellos ojos, tuve miedo, pues no supe identificar qué vi en ellos. Aún hoy en día no lo sé. Sea como fuera, había resentimiento en su voz.
Sólo se precisaba un detonante.
-Era complicado, Michael…
Llegaron entonces los agentes, pistola en mano. Obviamente, no para amenazar a Michael, pero él chico estaba tan ofuscado que no lo vio así.
-Esas armas…- el rostro se le deformó en un rictus enojado- Antes he visto cómo un hombre amenazaba a otro con una de esas armas. ¿Por qué se permite que esas cosas existan?
Levantó una mano, y todas las pistolas de los agentes volaron de sus manos, movidas sólo por la voluntad de Michael. Y allí mismo, mediante su pensamiento, las desmontó pieza a pieza.
-¡Ya basta de violencia y muerte!- gritó el muchacho, y tan enfurecido estaba que ese extraño poder suyo estalló, lanzándonos a todos de espaldas.
Me vi levantado del suelo como una simple muñeca de trapo, volé hacia atrás no pocos metros. El golpe fue duro, pero me rehice pronto, ante la evidencia del peligro que representaba Michael.
Y cuando volví a posar mis ojos sobre él, quedé traspuesto por el asombro. ¡Dios Santo, si es que aquel ya no era Michael! No era ya un muchacho, en un parpadeo su cuerpo se había desarrollado desde una primeriza adolescencia hasta una madura juventud. Y su cabeza parecía más grande de lo que era común para un hombre, ligeramente desproporcionada con el resto del cuerpo. Pero fueron sus ojos… nunca podré describir lo que vi en sus ojos… eran insondables, pero al tiempo había en ellos un poder que ninguna palabra podía hacer justicia.
¿Qué habíamos creado?
Ese nuevo Michael me miró, largo y tendido. Y lo sentí en mi mente, adentrarse en ella. Traté de evitarlo, quise escudar mis pensamientos, pero fue inútil. Como quien abre una lata de sardinas, Michael “abrió” mi cabeza y leyó cuanto en ella había.
Y así, lo supo todo sobre Prometeo. Todo. Y su mirada, ahora que tenía conocimiento de cada detalle, se preñó de un sentimiento que jamás había contemplado en Michael.
Odio.
Allí mismo hubiera podido matarme, le hubiera resultado tan sencillo como chasquear los dedos, más incluso. Sólo tenía que pensarlo.
En lugar de ello se elevó en el aire, lentamente al principio, y luego con velocidades superiores a la velocidad del sonido. Pero antes del estallido sónico, le escuché en mi mente. Jamás olvidaré aquellas palabras.
PREPARAOS PARA SER JUZGADOS.
***
Obviamente, se convocó un gabinete de crisis de inmediato en la misma Casa Blanca, al que asistieron el Presidente y sus consejeros, el Vicepresidente, además de toda la plana mayor del Proyecto, el general Duch y los máximos responsables, entre los que yo mismo me encontraba. Me resultó grotesco advertir el tema de la discusión, pues delataba bien a las claras que ninguno de los allí presentes, ni siquiera Duch, comprendían el alcance la situación.
-Me parece que la solución es obvia. Debemos localizar al sujeto y traerlo de vuelta- comentó el Vicepresidente McCahan-. Sólo es un hombre, manden a sus mejores agentes.
-Con todos los respetos, señor Vicepresidente, mis mejores hombres eran aquellos de quien tan fácilmente escapó- respondió Duch-. Pero no se preocupe, tenemos todos nuestros efectivos en movimiento. Lo localizaremos y lo neutralizaremos. Pero ahora nuestra mayor preocupación es que el secreto no se difunda.
Me reí, por supuesto con acritud. La carcajada me convirtió en el centro de atención, aunque no fui mirado con muy buenos ojos.
-¿Qué le hace tanta gracia, profesor Drextton?- preguntó el Presidente Graysson, claramente serio.
-En realidad, nada. En realidad estoy aterrado, como deberían estarlo ustedes- dije-. Señor Presidente… ¿de verdad cree que está ante un problema común? ¿No advierte a lo que se enfrenta el mundo?
-Para eso les tengo a ustedes, para que me informen- dijo.
-Señor, este problema supera todas las escalas de peligro. El Espécimen-05… no, perdón, Michael está descontrolado. Sabe que lo hemos manipulado desde siempre, sabe para qué fue creado, y además ha visto la miseria de que es capaz el hombre. Lo escuché en mi mente, me lo dijo: Prepárense para ser juzgados. Señor, si hay un día del Juicio Final, es sin duda éste.
-¿Qué sandeces son esas, Drextton?- gritó el General- Sólo es un hombre, que pueda mover objetos con la mente no le convierte en una amenaza que no podamos controlar…
-Siguen sin entenderlo. Michael ya no es humano, al menos no como nosotros lo entendemos. Ha excedido todos los pasos evolutivos. Es, ciertamente, el futuro del hombre, pero un futuro más allá de cualquiera que pueda tildarse de racional. Y su inteligencia, agudez mental y esa… telequinesia, todo eso es el resultado de una capacidad cerebral hiper-desarrollada, sólo la antesala de algo mucho mayor, algo inconcebible. Entiéndalo, señor Presidente. Michael es capaz de interactuar con la materia, es posible incluso que ya sea capaz de doblegar la misma realidad física. En todos los sentidos, es un dios.
-Santo…- Dios, iba a decir el Presidente, pero la analogía no le pareció correcta- Y todo esto… ¿qué representa en realidad para la población?
-Señor, Michael cree que la humanidad está corrompida, lo vi en su mente cuando se comunicó conmigo telepáticamente- dije yo-. En estos momentos está recorriendo el mundo, quizás sólo con su mente, y valorando… juzgando si lo prefieren, la especie humana. Si su veredicto definitivo es el de que somos culpables… no dudará en actuar, pues me temo que la moralidad no afecta ya su conciencia. En pocas palabras, extinguirá a toda la raza humana.
Acabada la frase, sí vi auténtico terror en los ojos de los presentes. La convicción de mi voz había sido tal que nadie dudó de mis palabras.
El sonido estridente del móvil del General rompió el mutismo. Entre temblores, Duch contestó. Cuando colgó, su faz estaba aún más blanca.
-S-señor Presidente…- la voz casi no le salió- el s-sujeto… los satélites de vigilancia lo han encontrado…
Esta vez, todos comprendieron.
-V-viene hacia Washington…
***
A partir de entonces, todo sucedió muy deprisa. Se trató de poner a salvo al Presidente encerrándolo en el búnker acorazado de los sótanos de la Casa Blanca, y se movilizó al Ejército. Una ingente cantidad de tropas se acumuló entonces en los jardines del edificio presidencial y en los alrededores. Sonaron las alarmas en toda la ciudad, se conminó a la gente a quedarse en sus casas. El temor, el pánico, se extendió por toda la capital.
Una vez más, sólo yo era consciente de la futilidad de tantos esfuerzos. Siendo así, ni siquiera me escondí con los mandamases, como se me ofreció.
No hubo tiempo para mucho más. El ser que no mucho antes había sido Michael apareció en el cielo, y descendió como un ángel vengador sobre la capital del país. Yo estaba allí, en los jardines, lo vi pronto a través de unos prismáticos, y ya no encontré rasgo alguno de humanidad en sus ojos, y apenas en su aspecto.
Cómo describirlo… me faltan las palabras. Su cuerpo era el de un hombre adulto, pero no contenía defecto alguno en lo físico: era el hombre universal de Da Vinci, proporcionado hasta la perfección. Sólo su cabeza parecía escapar de tal armonía, a no ser que fuera nuestro sentido de la perfección, el de los hombres comunes, el que fuera errado. Su cráneo aparecía ahora enormemente abultado, como si contuviera una masa encefálica desarrollada más allá de lo lógico. No tenía pelo, lo había perdido en aquella fulgurante evolución, así como los meñiques de sus manos.
Los cañones antiaéreos apuntaron, pero no llegaron a disparar, pues a Michael le bastó un simple pensamiento para que las enormes masas de acero se licuaran sobre sí mismas. Los helicópteros de combate que trataron de acercarse a él sencillamente quedaron congelados en el aire, como si el tiempo se hubiese detenido para ellos.
Michael se estabilizó a muy pocos metros del suelo, ya a vista desnuda. Me miró, a mí, directamente, pero sus palabras subsiguientes fueron una sentencia que resonó en las mentes de cada ser humano del planeta. A través de su poder, todo hombre, mujer y niño, no importara donde se hallara, fue testigo directo de aquel momento.
El Día del Juicio del Hombre. El fallo sería dictado por un dios.
Un parpadeo para nosotros, un simple pensamiento para Michael, y la Casa Blanca voló por los aires, el edificio completo se desmenuzó como si fuera absorbido por un terrible ciclón invisible. La demostración de poder me convulsionó, aquel ser era capaz de hacer lo imposible; las leyes de la física, las reglas de la naturaleza, no eran nada para él. El búnker en el que se hallaba parapetado el Presidente de los Estados Unidos quedó al descubierto, y Michael lo abrió con facilidad. El máximo representante del país, aterrado como cualquiera de nosotros, fue llevado a presencia del omnipotente ser que iba a juzgar al hombre.
Y así, Michael habló.
HE VISTO VUESTRO MUNDO, MORTALES, Y LO HE ENCONTRADO CULPABLE. HE VISTO INCONTABLES MUESTRAS DE CRUELDAD: GUERRAS, ENGAÑOS, ASESINATOS, MALTRATOS Y VIOLACIONES… HORROR POR DONDE HE OBSERVADO. LA BALANZA SE HA INCLINADO, DEFINITIVAMENTE, HACIA VUESTRA ERRADICACIÓN.
No sé de donde saqué las fuerzas para hablar, pero el caso es que lo hice. Grité con mi voz, le grité a aquella divinidad que a punto estaba de aniquilarnos. Busqué lo imposible, hallar un rastro de aquel niño que una vez fue, aquel del que llegué a encariñarme.
-¡Michael, no!
Entre millones y millones de seres conectados, él centró toda su atención en mí. Me sentí abrumado, tanto que creí desfallecer, pero con todo logré resistir, y volví a dirigirme a él.
-No lo hagas, Michael. Es un error.
LA DECISIÓN ESTÁ TOMADA. Y JUSTO ES QUE VUESTRA DESTRUCCIÓN SEA PROVOCADA POR VUESTRAS PROPIAS ARMAS MORTALES.
Lo sentí, todo el mundo lo sintió. Una oleada de poder surgió de Michael. Al instante supimos a través de él cómo llegaría nuestra destrucción. En distintos puntos del planeta, cientos de misiles nucleares habían sido activados; sus motores habían sido encendidos a distancia por la mente de Michael, y ya volaban hacia el cielo, desde donde caerían repartiendo muerte. Una extinción global, que irónicamente llegaría gracias a nuestro tan cacareado progreso tecnológico.
-¡Dios, Michael, no!- grité, desesperado- ¡Puedes detenerlo! ¡Tienes que detenerlo!
El ser me miró.
¿USTED, DOCTOR, MENTANDO A DIOS? PUES BIEN, QUIZÁS LO HAYA ENCONTRADO. ¿POR QUÉ HABRÍA DE DETENER TODO ESTO? NO VEO MOTIVOS EN EL HOMBRE PARA LA ESPERANZA. NO HAY POSIBILIDAD PARA EL CAMBIO.
Los misiles seguían su curso, habían alcanzado su cenit, en un par de minutos tocarían el suelo.
-¡No lo ves, Michael!- me aferré a mi último argumento, en un vano intento de llegar hasta aquel ser- ¡Con toda tu inteligencia no lo ves! ¡Sí podemos cambiar! ¡Tú mejor que nadie deberías saberlo!
¿YO? ¿POR QUÉ YO?
-¡Por que tú eres la culminación del ser humano! ¡Tú eres nuestro futuro!
Los enormes ojos de Michael se abrieron entonces. Por lo visto, ni siquiera los dioses estaban libres de errar, al menos durante sus primeros pasos. Porque, aunque con el naciente poder de la omnipotencia, su alma permanecía aún anclada en el filo de la mortalidad. Por el momento.
Y NO PUEDE HABER FUTURO SI DESTRUYO AL HOMBRE
-Así es, Michael. Cierto, hay maldad en el mundo, pero la venceremos, ahora lo sé, al verte a ti. Y esa victoria será la que nos permitirá, con el tiempo, llegar a ser como tú. Es nuestro destino. No nos lo arrebates.
Se escuchó entonces un estruendo en el cielo, y se vio un destello y una humareda, la estela de un cometa portador de muerte. Uno de los misiles, probablemente llegado desde Rusia, así como los nuestros estarían a punto de impactar con Rusia, se disponía a hacer impacto.
El fin.
Sinceramente, lo creí todo perdido. Bajé la cabeza, cerré los ojos, a la espera de lo inevitable. Pero no sucedió nada. Pasaron los segundos y seguía sintiéndome vivo. Volví a mirar, y comprobé no sin cierto espanto que el mundo entero había detenido su invariable girar. Todo estaba paralizado, la gente inmóvil, el tiempo se había detenido, también para los fatídicos misiles. Sólo yo podía moverme.
Y Michael.
Hizo un gesto, y sin más, las bombas nucleares en todo el mundo se convirtieron en polvo inofensivo. Como si nada, como el niño que sopla las velas y pide un deseo, sólo que en esta ocasión el deseo se cumplió.
Michael tomó suelo justo frente a mí, y yo, de nuevo, pero más intensamente, me sentí abrumado… no, no es la palabra adecuada… me sentí insignificante, irrelevante, no era nada ante la inmensidad de aquel ser.
Y sin embargo, yo lo había detenido.
TUS PALABRAS… NO CARECEN DE SENTIDO… ¿PERO ACASO PUEDO DEJAR QUE TANTOS MUERAN? ¿PUEDO DEJAR QUE LA CRUELDAD CAMPE A SUS ANCHAS POR ESTE MUNDO QUE UN DÍA FUE MÍO?
-Has…- tragué saliva, en busca de un valor que no sentía- has visto nuestras mentes, Michael… p-pero no nuestros corazones. Obsérvalos si tienes el poder de hacerlo, y comprueba que junto a la maldad hay también buenos sentimientos.
Michael, de nuevo, rumió; en apenas un segundo, tal vez menos, su mente casi perfecta razonó lo que ni generaciones de pensadores humanos podrían. Y entonces lo hizo. Yo mismo lo sentí, quedé conectado durante un instante eterno a una vasta red de almas, mi propio espíritu se fundió con todas y cada una de las esencias del planeta.
Y Michael nos sondeó entonces; y atisbé su inconmensurable poder, la gloria del futuro humano, la promesa de la perfección… un glorioso destino.
Pero más importante, mucho más, fue que el propio Michael se adentró en nuestros corazones; sintió nuestras alegrías, nuestros miedos y penas, la maldad de muchos… pero también la bondad, y el potencial para llegar a ser como él.
AHORA LO VEO. A PESAR DE TODA MI INTELIGENCIA, A PESAR DE TODA MI MANIFIESTA SUPERIORIDAD, HE ESTADO CIEGO. ME DEJÉ LLEVAR POR EL ODIO QUE VI EN ESTA SOCIEDAD, PERO OBVIÉ LA ESPERANZA QUE ANIDA EN VOSOTROS. PERO YA NO MÁS. CON LA COMPRENSIÓN DE ESTA VERDAD, LLEGA PARA VOSOTROS EL PERDÓN A TANTAS MALDADES. VIVIRÉIS, PARA PODER SER ALGÚN DÍA COMO YO.
No había falsedad en tal afirmación, lo supe, pues era el alma de Michael quien hablaba; además, aquel ser, en toda su existencia, no había anidado mentira propia.
La Tierra, la especie humana, estaba a salvo.
-Y… tú… ¿qué harás tú?- me atreví a plantear.
AUNQUE NO LO CREAS, HE PENSADO MUCHO EN ESO, DURANTE LO QUE PARA TI SON SEGUNDOS, PERO PARA MÍ SON MUCHO MÁS. CON CADA DESCARGA DE ENERGÍA, MI EVOLUCIÓN AVANZA. NI SIQUIERA YO SÉ HASTA DONDE ME LLEVARÁ, SIN EMBARGO ADVIERTO CON CERTEZA QUE YA NO HAY LUGAR PARA MÍ EN ESTE MUNDO. TARDE O TEMPRANO, VUESTRA LÓGICA IMPERFECCIÓN VOLVERÍA A AFECTARME.
Lo miré, de nuevo asombrado y aterrado a la par. Era cierto, su aspecto volvía a cambiar, su propia materia parecía ahora titilar, como un pulsar de energía. Volví a atisbar el futuro del hombre, ese era nuestro destino. Algún día, dentro de millones de años, si sobrevivíamos a nuestra propia mezquindad, seríamos como él: Mente, sólo energía mental.
ASÍ PUES, DEJARÉ ESTE MUNDO, MARCHARÉ A LAS ESTRELLAS, RECORRERÉ EL UNIVERSO BUSCANDO LA GRANDEZA TOTAL A LA QUE CADA VEZ ME ACERCO MÁS. PERO SABED QUE NO OLVIDARÉ MIS ORÍGENES, NO OLVIDARÉ ESTA BOLA DE FANGO DONDE UNA VEZ NACÍ.
Lentamente, convertido ya por entero en una criatura de energía, el ente que una vez fue Michael, el ser que surgió de nuestro intelecto, se elevó hacia los cielos. El mundo volvió a girar como siempre, y nadie, excepto yo, comprendió cómo se había salvado el mundo.
Y cuando ya había perdido de vista a Michael, una luz estalló en los cielos, como una supernova inofensiva en las capas altas de la atmósfera, un amanecer glorioso, la promesa de la perfección.
Michael había alcanzado un nuevo estado, y yo me pregunté si en verdad había contemplado el verdadero nacimiento de Dios.
***
Así ocurrió, esa es la verdad del momento más importante en la historia de la humanidad, y no otras falsedades que he escuchado. Habrá quien preguntará qué fue de Michael, una cuestión a la que no tengo respuesta. Marchó del mundo, sin duda, pero su destino escapa a cualquier entendimiento, pues acaso Él está ya fuera del orden natural de las cosas, por encima de cualquier concepto racional. Pero nos dejó un mensaje, a todos y cada uno de los habitantes del planeta, un mensaje que no debe ser olvidado.
OS ESTARÉ VIGILANDO.




© 2007 Javier Pellicer MoscardóRelato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”

domingo, 2 de diciembre de 2007

La Calzada de los Gigantes

Basado en las antiguas leyendas irlandesas.



He aquí que hubo un tiempo en que el mundo era lugar indómito, de altas montañas, bosques vírgenes y tierras verdes; una edad en donde las leyendas no eran tales, sino realidades; días donde uno podía, si guardaba sigilo, contemplar desde la lejanía cómo las ninfas se bañaban en sus lagos, o acaso también observar a los dragones recorrer los cielos.
Y en aquella época, vivía el gigante Finn MacCool en la pequeña isla de Éireann, la más hermosa de todas las tierras del ancho mundo. Bien, se podría decir que no era tan menudo aquel país, no para un hombre, que tardaría muchos pasos en recorrerlo. Pero Finn era un gigante tan grande que bien podía recorrer la isla en escasos trancos, tan largas eran sus zancadas.
Sin embargo, Finn era, aunque orgulloso como ningún otro, un gigante muy remilgado. Odiaba salir de su gran palacio de roca- en donde vivía con su también gigantesca esposa Oonagh- cuando hacía frío, y no le gustaba nada ensuciarse o siquiera mojarse, siendo así que odiaba los baños, a no ser que fueran éstos con agua muy calentita.
Pero como era un gigante, y todos los gigantes eran fieros, vanidosos y altaneros, un día no pudo resistir un mensaje que hasta sus oídos llegó. Desde una lejana isla en el norte, éste sí un pedacito de tierra en comparación con el país de Finn, arribó a sus tierras la bravata de otro gigante, llamado Benandonner, que alardeaba de ser más fuerte, inteligente y bravo que el más poderoso de los gigantes de la bella Éireann.
Y como ya hemos dicho, Finn era de encendido orgullo, pues tomó aquella fanfarronada como una odiosa afrenta personal, ya que se consideraba él mismo como el mejor de los gigantes de Éireann. Y planeó la venganza, creyó él, con gran astucia, henchido su pecho por la ingeniosa idea que se le revelara luego de uno de sus opíparos almuerzos, en pleno letargo de mediodía.
-Atiende, esposa, a la sagacidad de tu gran marido- le dijo a Oonagh-. Mañana alzaré con mis inigualables manos, las mismas que derrotarán a ese engreído de Benandonner, un camino a la medida del magnánimo Señor de los Gigantes que soy, una calzada que llegará hasta el cubil de ese desgraciado. Y una vez allí, lo desafiaré, y lo derrotaré. ¡Jamás nadie volverá a reírse de Finn MacCool!
Oonagh, que en verdad sí era de gran inteligencia, advirtió la debilidad en el plan de su marido, pero conociendo el temperamento airado de éste, no dijo nada, so pena de provocar su furia.
Porque Oonagh sabía que la invención del camino no era más que una excusa de Finn para no mojarse los pies en el frío mar.

***

Así, Finn MacCool comenzó al día siguiente la construcción de la vereda que habría de llevarle hasta la lejana tierra de su enemigo. Y quizás los gigantes fueran dados a las jactancias, pero nadie en aquellos días sabía tratar las rocas como ellos. En pocas jornadas, maza en mano, y ante la mirada sorprendida de gaviotas, peces y sirenas, había el gigante creado una fabulosa escalera de peldaños con forma de panal de abejas; una maravillosa obra de arte insuperable por mano humana que salvaba las turbulentas aguas marinas desde su hogar hasta el de su enemigo.
Caminó y caminó con sus grandes trancos, y ya en territorio hostil, atendiendo con desgana los consejos que le diera su esposa- mujer gigante dada a las visiones-, Finn se presentó con gran sigilo en las tierras de Benandonner. Y, oculto tras una colina, observó desconcertado que su enemigo le sacaba dos cabezas de altura, y sus hombros eran el doble de anchos. Y lo vio precisamente enzarzado en una pelea con un dragón, al que mató con una gran porra. Y era algo así poco común, bien lo sabréis si habéis oído hablar de tan fieras criaturas aladas, pues incluso los gigantes temían al flamígero aliento de los dragones.
Y Finn, a pesar de su orgullo, tuvo miedo, así que decidió huir, diciéndose para calmar la conciencia que en la paz del hogar planearía el modo de vencer a aquel Gigante de Gigantes.
Pero he aquí que las bestias de las tierras de Benandonner advirtieron la presencia de Finn, que en su retirada fue descuidado. Las criaturas alertaron a su señor, y éste, pleno de rabia por la intrusión, se lanzó en persecución del invasor. Como Finn era más pequeño, también era más ágil, y conocía mejor la calzada que él mismo había construido, por lo que Benandonner- cuya vista para las largas distancias era escasa- no pudo más que iniciar la persecución desde la lejanía. Mas siguió las huellas de Finn en las oscuras rocas del camino sobre el mar, hasta que llegó a Éireann, tal y como Oonagh había temido que haría si descubría la vereda levantada por su marido.
Pero la misma Oonagh había sabido prepararse. Cuando regresó su marido, alarmado al saberse perseguido, la esposa lo escondió en una cuna, para desconcierto del gigante. Una cuna que había preparado durante la ausencia de su esposo.
No mucho después llegó Benandonner, y golpeando las puertas del palacio de Finn, clamó por la salida del señor del hogar, en su afán de ajustar cuentas.
-¡Sal, cobarde!- aullaba.
Oonagh, tan brava como miedoso había sido su marido, recibió entonces a Benandonner, mostrándose cordial.
-No hay necesidad de gritar, mi señor- dijo ella-. Os ruego decoro para no despertar a mi bebé. Pasad y os invitaré a una taza de té, que de seguro aplacará vuestras iras, mientras esperamos a mi esposo.
Ya hemos dicho que Oonagh era perspicaz, pero es que además era mujer que sabía manejar a los hombres gigantes, por muy volátil que fuera su carácter. Con palabras templadas y halagos casi empalagosos, supo ganarse la tranquilidad de Benandonner.
-Siento haber sido tan brusco, señora mía. Espero no haber turbado el reposo de vuestro hijo- se disculpó Benandonner.
-¡Oh, no! Mi pequeño es de sueño intenso. Vedlo si queréis- dijo intencionadamente la mujer.
Y he aquí que, al inclinarse Benandonner sobre la gigantesca cuna, quedó perplejo por el tamaño de la arropada criatura que allí dormía. Y su rostro normalmente fiero se demudó en auténtico terror, pues le resultaba pavoroso imaginar el inconcebible tamaño que debía tener el padre de aquella criatura, apenas ésta más pequeña que él mismo.
Y así fue, al fin, y también como ya había ideado la sagaz Oonagh, que Benandonner marchó del palacio de roca de Finn MacCool creyendo que éste era en verdad un titán con la estatura de un dios. No queriendo saber más nada de semejante enemigo, destruyó en su huída la Escalera del Mar- salvo en su tramo de inicio y destino- para que el coloso no siguiera sus pasos y causara su ruina y la de todo su país.
Nada más marchar acobardado Benandonner, Finn asumió la huída de su enemigo como un éxito de su superioridad y valor; pronto había olvidado el gigante su vergonzosa retirada desde el hogar de Benandonner.
Pero he aquí que, como el lector habrá ya comprobado, había sido la perspicacia de Oonagh la que había salvado a su marido, demostrando así con ello la gran verdad de que la astucia siempre se impone a la brutalidad de la fuerza.





© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo”

lunes, 26 de noviembre de 2007

sábado, 17 de noviembre de 2007

LA NINFA DE LOS VIENTOS



***
Para Sandra
***


-Dama mía, permitid a este aprendiz de bardo que os narre una maravillosa fábula llegada a mi corazón durante la calma de la noche- dijo el joven juglar de ojos verdes, y se encontró con la mirada ilusionada de aquella hermosa mujer de rojizos cabellos de fogosa intensidad.
-Siempre es un placer escuchar vuestras historias, amigo Taliesin, pues siempre encuentro alivio en ellas. Y alivio preciso, en estos días de trance amargo. Decidme, entonces… ¿de qué trata vuestra balada?
-Es un cuento como los de antaño, mi señora, triste pero a la postre esperanzador. Así espero al menos que lo entendáis.
-Comenzad, pues…
El bardo aclaró su garganta, pulsó las primeras notas en su laúd, y comenzó el relato…
***
Aunque ahora poco queda de aquello, hubo un tiempo en el que el mundo estuvo plagado de maravillas sin igual: eran días en los que el hombre aún no había sido presentado a la luz de la vida, en el que los majestuosos dragones paseaban esplendorosos a cielo vista, los enanos horadaban la tierra con ahínco en busca de piedras preciosas que hoy no tendrían precio, y los elfos, duendes y faunos aún no se habían escondido en las profundidades de los bosques.
Pero he aquí que la más bella de todas aquellas criaturas, tan maravillosa como el primer amanecer del mundo, acaso más, era una traviesa pero a la vez inocente ninfa de los vientos. Cloris o Flora la llamaron los hombres con posterioridad, y era amiga de todas las otras hadas, ya fueran de agua, fuego o tierra. Y ciertamente así debe ser… ¿acaso el viento no aviva el fuego, no bambolea las hojas de los árboles? ¿No es acaso el viento el que mece las olas del mar?
Y amaba a todas las criaturas, salvajes o con conciencia viva. Aún así, ella misma reconocía que en ocasiones era de genio volátil, un pequeño ciclón desbocado cuando alguna crueldad se cometía, si bien por entonces la maldad era parte sólo de los grupos de infestos trolls; pero quienes la conocían sabían que su corazón era generoso, que jamás rechazaba ofrecer ayuda, que daba más de cuanto pedía.
Flora era también juguetona, pícara pero sin ápice alguno de perversidad. Le encantaba jugar a susurrarle cosas al oído a otras criaturas, y cuando salía la luz de la luna, le cantaba a la noche entre melodiosos susurros; y cuando lo hacía, el mismo mundo se conmovía, y regalaba al hada una preciosa lluvia de estrellas fugaces.
Mas ocurrió que llegó el día en que dejó de cantar al firmamento, pues conoció a Céfiro, el Viento del Oeste, el más poderoso entre los cuatro Señores de los Vientos. Cuando se encontró con él, le pareció que era impetuoso y que no atendía a nada más que a sí mismo, pues a su paso solía levantar tempestades que arrollaban árboles y mataban a las bestias amigas de la ninfa. Céfiro, por supuesto, no contenía maldad en sí mismo, pero sus acciones pasaban desapercibidas para sus sentidos, así como los hombres no atendemos a los insectos que, sin advertirlo, pisamos.
Sin embargo, Flora, aunque de apariencia inocente, tenía el alma de una auténtica guerrera latiendo en su interior, y no se amedrentó en nada ante el tumultuoso Señor de los Vientos del Oeste. Se plantó ante él, decidida y firme, para evitar que aquel se adentrara más en las tierras en las que ella gustaba de disfrutar de la calma. No deseaba que dicha paz se viese truncada por tan desbocado vendaval.
Pero… ¡ay! La valiente Flora no contó con quedar encandilada por Céfiro, mas eso mismo aconteció. Y fue mutuo. La pasión nació entre ambos, y el deseo primigenio pasó a convertirse en poderoso e invencible amor. Tan fuerte fue cuanto sintieron, que Céfiro incluso llegó a sacrificar todo su carácter impulsivo, y de huracán pasó a brisa, de vendaval a susurro, sólo por estar con la hermosa hada.
Y disfrutaron juntos, durante un tiempo al menos, y se amaron como sólo pueden quererse quienes no conocen el engaño, sin reservas. Una vez desposados, Céfiro nombró a su amada Reina de las Flores, y así desde entonces el hada animó el abrir de los capullos en primavera con su sola sonrisa.
Pero al cabo Céfiro era viento, su naturaleza era vagar sin descanso, sin detenerse, lo contrario era… la muerte. Por Flora se había negado a sí mismo, pero el Señor de los Vientos del Oeste sabía bien que aquella calma no podía perpetuarse, que se estaba desvaneciendo, que pronto acabaría su existencia.
Así que, con el alma rota, Céfiro habló a Flora.
-Lo siento, vida mía, debo marchar, o acabaré desapareciendo, perdiéndome en el olvido- ella quiso llorar, pero Céfiro contuvo las lágrimas de la ninfa un momento-. Mas te amo tanto que no puedo quedarme en este mundo, volvería a ti y todo se perdería. No me asusta dejar de ser, pero si aconteciese, tu luz se extinguiría de puro dolor, y no deseo ser causante de que el mundo pierda a su más bella criatura. Así que me iré donde no hay montañas que detengan mi paso, donde puedo esperar el momento en que nos volvamos a encontrar, en otra vida quizás, pero aún nosotros.
-Será como si murieras- sollozó Flora, y sus lágrimas eran como las estrellas fugaces que tanto le habían agradado en el pasado.
-Lo parecerá, pero no será así. Te prometo, amor de mi alma, que volveremos a yacer juntos…
La ninfa no tuvo valor para contrariarle. Céfiro, débil, se fue alejando, poco a poco, con la fuerza del batir de alas de un pequeño gorrioncillo.
Se fue, se fue, dejando solo pena en el corazón del hada.
-Lo siento, amor mío- le susurró antes de desaparecer.
***
La Dama Aletheia contuvo un sollozo, pues la historia del bardo la había conmovido más de lo que creyera posible. Quizás el joven Taliesin fuera aún inexperto en el arte del narrar, quizás fueran precarias sus composiciones, pero en todo cuanto hacía implicaba el alma y el corazón, y tal virtud prevalecía sobre sus muchos otros defectos, que tal vez el tiempo puliría.
Pero de todos modos, el motivo de su repentina tristeza se debía a mucho más que la intensidad del bardo. ¿Por qué? Se preguntó. ¿Por qué aquella historia le había llegado tan adentro.
-¿No me preguntáis por el destino de la ninfa de los vientos, mi señora?- intervino Taliesin.
Aletheia asintió, pero de su garganta no salió palabra alguna, tan acongojada estaba.
-La hermosa hada Flora, o Cloris como la llamaron los regios romanos y los sabios griegos eras más tarde, vagó pálida y sin gracia y rumbo durante mucho- comentó el bardo-. Amargada, creyó que desfallecería, que no podría superar tan honda tristeza. Pero su alma era vida, toda su esencia pertenecía a la vida, y su corazón contenía una fuerza como no había otra en el mundo. Asumió su congoja, y se aupó por encima de cualquier desolación, no obstante sin jamás olvidar a Céfiro, su amor eterno. La ninfa aseguró una y mil veces que, en ocasiones, veía mecerse las ramas de los árboles cercanos, y sabía que era su amado, que estaba allí, observándola, quizás protegiéndola. Sin embargo, ese vientecillo no llegaba nunca a la pobre criatura. Y sí, Flora quiso a otros con sinceridad y no poco amor, pero el Señor del Viento del Oeste siempre ostentó el trono en su corazón, un puesto que jamás nadie pudo disputarle.
>>Y, llegada la hora, después de muchos años, Flora se hizo una con el mundo, como acontecía con todas las ninfas. Pero he aquí que el espíritu de las hadas, como el de muchos otros seres, nunca muere del todo, sino que vuelve a surgir, en una nueva forma, para cumplir un destino inacabado. Flora, entre otras encarnaciones, fue sirena de los Bravos Mares del Oeste, Princesa Guerrera en Troya, y Reina tanto en Esparta como en la mítica tierra de Camelot.
Y entonces Taliesin detuvo su plática un instante, y miró con sus ojos verdes y profundos a la bella Aletheia, y ésta comenzó a comprender.
-Hoy, Flora es una dama tan hermosa como lo fue antaño siendo ninfa.
Aletheia derramó nuevas lágrimas. El bardo, heredero del linaje de los antiguos druidas, aquellos con el don de ver en lo oculto, había tenido su primera Visión Verdadera. El Awen[1] se había manifestado al fin.
-¿Y… y qué pasó con Céfiro…?- sollozó la joven- Decídmelo, amigo Taliesin…
-Cumplió su promesa, mi señora. Volvió a su amada en tantas encarnaciones como ella: Orfeo, Aquiles, Leónidas, Arturo…
-…John…- susurró para sí Aletheia, recordando su propio dolor, aunque Taliesin bien que la escuchó.
Pero entonces, de repente, la joven levantó el rostro; y éste se veía bañado de grandes ríos de lágrimas, cierto, pero ya no era llanto de impotencia, nunca más de impotencia; ahora lucía una gran y ancha sonrisa, sincera, alegre…
…esperanzada.
-Pero volverán a encontrarse- dijo ella.
Taliesin, el Bardo Errante, sonrió también, y asintió sin decir ya más. Acarició con cariño el rostro de la mujer, aunque ella ya no necesitaba consuelo, y se quedó entre los dedos una lágrima suya. Ésta se convirtió en una titilante estrella fugaz con forma de diamante, que él guardó como un tesoro.
Luego, bastón en mano, en la otra el fiel laúd, abandonó la sala, contento por la ilusión renovada de su amiga, para seguir vagando por el mundo sin rumbo alguno ni destino final.





© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”
[1] Estado de trance en el que se sumían los druidas celtas.

sábado, 10 de noviembre de 2007

El día que cambió el mundo

1913, VIENA

Desde su primera adolescencia supo sin asomo de duda que el destino del mundo estaría, algún día, en sus manos. Su certeza era una convicción propia nacida en el seno de su alma: sencillamente, lo sabía, acontecería tarde o temprano, llegaría el momento en que la fuerza de su espíritu liberaría a su pueblo de la mediocridad, para llevarlo a la supremacía.
Era un elegido.
Poco le importaba al joven su propia situación actual: apenas un vagabundo, un pintor de acuarelas que recorría los parques de Viena, que vendía sus esbozos para pagarse siquiera un mendrugo de pan y un pordiosero tugurio en la calle Mariahilf, donde refugiarse por la noche del cortante frío. Nada de eso importaba, prosperaría, sería un conquistador, el hombre que cambiaría el mundo.
Mientras vagaba, en espera de ese mañana que sabía seguro.
El primer atisbo de tal día llegó al cabo, el inicio del verdadero cambio, el instante primordial; el helador invierno obligó al joven ex estudiante de arte a refugiarse en el museo del palacio Hofburg, la Casa del Tesoro de los Habsburgo. Mientras deambulaba por los corredores, contemplaba toda la riqueza amasada por aquella dinastía. Tanta opulencia no hizo sino despertar la repugnancia y el odio del joven pintor; de vergonzosa ostentación la calificaba, de malsano alarde, más proviniendo de una casa de nobles traidora a la raza germánica que él tanto admiraba.
Su mal humor se engrandecía con cada paso, pero he aquí que, de repente, todo desapareció, sustituido por un arrebato más allá de lo emocional.
El hombre iba a cambiar, el mundo pronto lo haría.
Allí, sobre un lecho de terciopelo, en el interior de una caja de cuero, protegido todo por una urna de cristal, estaba el objeto de su fascinación: una hoja de lanza, de hierro maltrecho por la inevitable oxidación; apenas dos palmos, rematada la pieza en una punta delgada, el filo ahuecado para admitir un clavo, sujeto éste con hilo de oro; la hoja aparecía quebrada, sin embargo una vaina de plata mantenía ambas partes unidas; cerca de la unión con un inexistente fuste, habían sido incrustadas dos cruces de oro.
El enjuto joven tembló, se revolvió tanto en cuerpo como en espíritu. Sintió el destino sobre él, era aquel el lugar y el momento de asumir, de alzarse, de iniciar el lento pero imparable ascenso. No importaba que aquella reliquia perteneciera a una religión que aborrecía, tal menudencia era irrelevante. Era aquel un objeto de poder, podía sentirlo, emanando hasta él como un susurro transportado por el viento. Y sobrevinieron visiones de otros tiempos a su mente. ¿Acaso él no había sostenido ya tan poderosa arma? ¿Acaso él no se había alzado como superior de grandes huestes? Creyó que así había sido, que en siglos pasados otros que eran él empuñaron la lanza, que ésta les otorgó el éxito al que estaban apocados: Carlomagno, Heinrich el Cazador, Federico Barbarroja, Constantino, Otón el Grande… Todos ellos fueron elegidos en su día.
Ahora él había sido llamado.
Y respondería.
Entretanto, permaneció en el museo hasta que éste cerró sus puertas.
Conquistando ya, y pronto no sólo en sus sueños.
***
30 DE ABRIL DE 1945, NÜREMBERG

El teniente William Horn, al mando de la Compañía C del Tercer Regimiento del Ejército de los Estados Unidos, se adentró poco a poco, y fusil en mano, en la cámara subterránea. La oscuridad del búnker era total, y la luz que se filtraba por encima de su cabeza, a través del boquete abierto por un proyectil, resultaba insuficiente nada más salvar unos pasos. Sin embargo, él y sus hombres portaban linternas, cuyas luces no tardaron en horadar el polvo que se había levantado.
Horn no tardó mucho en encontrar lo que buscaba, pues todo en aquel almacén de tesoros giraba en torno a un objeto, sólo uno. O tal vez fuese la innegable atracción que desprendía la reliquia en cuestión. Con paso vacilante, el teniente se acercó al lecho de terciopelo rojo desvencijado, y apartó ligeramente el trapo. Tomó la hoja en sus manos, sintiendo su fuerza como una sacudida eléctrica.
La Lanza del Destino, la hoja que traspasó el costado de Cristo, el arma que cambió el mundo cuantas veces había sido empuñada, fue una vez más reconquistada, en esta ocasión en nombre de los Estados Unidos de América.
En ese mismo momento, a cientos de kilómetros de distancia, en un búnker de Berlín, un hombre que había puesto en jaque al mundo entero, pero que ahora era sólo un ser mediocre y derrotado, tomó una pistola, y se quitó la vida.
El Destino le había dado la espalda.



© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo”

jueves, 8 de noviembre de 2007

No sólo los perros lamen


Relato semifinalista en el Certamen Anual GrupoBúho 2007


Rasguños descosiendo la oscuridad, leves susurros en la noche, entremezclados con silencio, macerados en incógnita, en angustia.
Natalia tiene miedo; su pequeño cuerpecito, el de una niña de nueve años, se pone a temblar. El sonido es lejano, distante del mundo, pero tan presente que la menuda se estremece de pies a cabeza: la piel tiritando, en carne de gallina, las sábanas cubriéndola en un inocente ademán por protegerse. Trata de ignorarlo, recuerda las palabras de su madre. Son sólo sueños, cariño, le dice siempre que la pequeña la despierta para que la reconforte.
Así, hoy decide comenzar a ser mayor, no levantarse en busca de mamá y papá, decide hacer frente sola al pavor.
O casi sola. Junto a su cama está Justin, su fiel Golden retriever, el más leal de sus amigos. Se tranquiliza un poco al comprender que el perro nunca dejaría que nadie le hiciera daño.
-Tú me defenderás…- le susurra en la oscuridad.
Pero desliza la manita fuera de las sábanas, la deja colgar de la cama, buscando la caricia del amigo protector.
Aunque no percibe el calor del aliento de Justin, siente un lametón. Sí, ahí está, el amigo que nunca le abandonaría.
Y la noche pasa, y llega la luz del amanecer, pero ésta no trae la paz de un nuevo día.
Trae el grito demente de una niña…
…el terror en el rostro de unos padres…
…horror…
…locura.
***
-Dios, esto es esperpéntico- dijo el agente de la guardia civil.
-Lo sé. Estoy a punto de vomitar- le responde su compañero, en tanto observa, tembloroso, la leyenda escrita con sangre en el espejo.
En la pared de enfrente, esperando también la inspección de la policía científica, una visión aterradora, el cuerpo de un perro de raza grande, crucificado, empalado a la pared con cinco cuchillos de cocina.
La sangre, ahora seca, empapaba todo el suelo.
-Ni una ventana abierta, la llave echada por dentro y nada forzado… ¿cómo ha podido suceder esto?- comentó uno de los guardias civiles.
-Alguno de los padres, por supuesto- quiso sentenciar el otro.
-No, no puede ser- le cortó el primero.
-¿Por qué?
-Los padres y la niña… se los han llevado a un centro psiquiátrico. Los encontramos medio muertos, totalmente idos, locos por completo. La niña no hacía más que repetir lo que hay escrito en el espejo.
El agente señaló el reflectante cristal, el otro leyó en voz alta, pero vacilante.
-NO SÓLO LOS PERROS LAMEN.


© 2007 Javier Pellicer Moscardó

martes, 6 de noviembre de 2007

No quiero ver el final

Premio especial al relato más votado por los usuarios en el Certamen Anual 2007 GrupoBúho





Podría mentirme a mí mismo, sería sencillo decir que esto es sólo un bache, que existe una solución. Podría sonreír, poner al mal tiempo buena cara, y hacer como si nada. Mucha gente lo hace, muchos prefieren vivir en la ignorancia consentida, aferrarse a la monotonía.
El problema es que yo no soy así, y siempre creí que tú tampoco lo eras. De hecho, no hace tanto de aquel maravilloso día en el que prometimos que la rutina jamás tendría cabida en nuestra relación; aquel día en el que juramos que caminaríamos alzándonos sobre la mediocridad. ¿Han quedado tan sentidas palabras en el olvido? No quiero creerlo, pero las evidencias son claras. Ahora nos arrastramos agónicamente como dos perros en sus últimos momentos de vida.
Y la cuestión es que te veo ahí, echada sobre la cama, en apariencia dormida con placidez, y no puedo decirme más que aún te quiero. Y no es un alivio el saber que tú también a mí. ¿Acaso no me llamas todas las noches, en sueños? ¿Acaso no susurras mi nombre, entre gimoteos, y buscas mi lado de la cama? Me dices que me necesitas, pero sin embargo, yo nunca estoy allí. ¿Por qué nunca estoy allí?
Luego están los días. Te muestras como un témpano, distante, una frialdad con la que cargas durante toda la jornada, y allá donde vas. ¿Tanto daño te estoy haciendo? No me diriges nunca ni una sola mirada, como si yo no estuviera ante ti, como si ya no perteneciese a tu vida. Por supuesto, también han acabado las palabras entre nosotros, ya nunca más un “te quiero, Edu”. Te levantas sin darme los buenos días con un beso, sin despedirte cuando te vas a trabajar, como antes siempre hacías. Ni una sonrisa, pero sí llantos, cuando te quedas observando la foto de nuestra boda que, no sé bien porqué, aún conservas en tu mesilla de noche. ¿Por qué nunca me acerco a ti y te abrazo, cuando es lo que más deseo?
¿Cuánto hace que dura esto? Un año, creo. Un año en el que todo ha cambiado, en el que la proximidad, el roce, la pasión y el entendimiento han acabado. Un año huyendo el uno del otro. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Y yo ya no puedo más, Verónica, este sin sentido me está consumiendo. He tratado de hablarlo, pero tú obvias mis intentos, nunca quieres escucharme, me ignoras sencillamente. Sea pues, ahora comprendo que nuestra historia ha acabado, quizás no sepa el porqué, pero ha acabado. Ya lo he aceptado.
Pero no me quedaré a ver el final. En lugar de ello me iré, antes de que pasemos de la fría indiferencia entre ambos a la odiosa discusión. No deseo eso, jamás, porque yo aún te quiero.
Sí, Verónica, me voy. Tengo un lugar esperándome, lejos de ti, lo presiento. Te lo digo, no sé si me escuchas, si te importa, o si es lo que realmente deseabas, pero me voy. Lo siento, siento que todo haya acabado así. Yo por mi parte atesoraré los buenos momentos, esos que aún me hacen sonreír. Siempre recordaré con ternura aquel día en las fiestas de tu barrio, cuando te torciste el tobillo y yo te llevé en brazos hasta la clínica, aun cuando no te conocía de nada. Aquella noche acabó con un beso, esta acabará con un adiós.
Adiós, Verónica, te quiero y te querré siempre.
***
Cuando Verónica abrió los ojos aquella mañana, justo cuando se colaban los primeros rayos de sol por la entreabierta ventana, le pareció que el día iba a ser, de algún modo, distinto. Lo era, estaba claro, pero fue más bien una sensación. Su vida, un camino bloqueado durante el último año, de repente le pareció despejado. Era como si se sintiera, al fin, capaz de seguir adelante.
Se irguió, aunque permaneció un rato sentada en el borde de la cama. Miró, como cada mañana, la foto sobre la mesilla, la foto en la que posaba junto a Edu el día de su boda: ella con el típico pero hermoso vestido blanco, él con el también habitual traje negro. Estaba guapísimo, pensó la mujer. Se sorprendió al advertir que este último pensamiento no había llegado acompañado de la esperada angustia, ni de tristeza alguna.
Todo eso había desaparecido, de la noche a la mañana.
Cogió su móvil, y llamó. Casi al instante, una voz respondió.
-Hola, cariño… ¿cómo estás hoy?
-Bien, mamá. Sabes qué día es hoy… ¿verdad?- dijo Verónica.
-Sí, hoy hace un año.
-¿Me acompañarás al cementerio?- preguntó la joven.
-Por supuesto, mi amor.
Verónica lloró aquel día frente a la lápida de Edu. Sin embargo, fueron lágrimas tanto de amor como de alivio. Ahora ya no lo recordaba agonizando sobre la camilla de la ambulancia, tras el accidente de tráfico. Ahora lo recordaba como fue en vida.
Ahora sentía que podía seguir adelante.





© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El Retorno a la Inocencia


Las manos de Omanba, ahora temblorosas por el hecho de apuntar a aquella pareja a la que le habían ordenado matar, no estaban hechas para sostener un fusil de asalto AK-47, aunque le habían acostumbrado bien a los cuatro quilos y medio del arma y a sus casi noventa centímetros de longitud; sus bracitos, aún delgados como espino a pesar de las semanas de instrucción, hubiesen sido más apropiados para jugar con una pelota. Sin embargo, su destino ya le había sido trazado.
Pero nadie había contado con sus deseos.
***
Omanba tenía doce años. En lejanos lugares, en países supuestamente civilizados, se le conocería como un “niño soldado”. No hacía ni un mes que una milicia de la NPFL- el Frente Nacional Patriótico de Liberia- lo había secuestrado en su “ciudad” natal, Ganta, en el condado de Nimba. La capital, devastada por la guerra, no tenía luz eléctrica, ni transporte o servicio alguno digno de llamarse como tal. La paupérrima paz que se creía respirar, propiciada por la anecdótica presencia de los Cascos Azules de Bangla Desh- anecdótica porque los soldados solían esconderse en sus cuarteles a la mínima confirmación de conflicto-, sabían todos que era un espejismo.
Omanba siempre había sabido que tarde o temprano algún grupo político armado se lo llevaría de su casa para servir como miliciano, porque era práctica común aquella, para horror de la mayoría de familias. Pero el chiquillo esperaba que ese momento no llegara hasta cumplir los quince, y por ello no se había unido todavía a los grupos de muchachos que se escondían por la noche en las colinas cercanas. Sin embargo, todo se truncó para Omanba antes de tiempo; los señores de la guerra de la NPFL debían andar necesitados de fuerzas para tomar a niños desnutridos que apenas podían aún sujetar un rifle.
A Omanba se lo llevaron de su propia casa a boca de cañón, ante la impotente mirada de sus padres, y con él a docenas de muchachos más, incluso niñas. Los cargaron en camiones sucios, como simple ganado, y durante un día viajaron en las malolientes partes traseras, sin que sus captores les dieran de comer o beber. Omanba vio cómo Zinna, una niña con la que había jugado en la calle, moría de sed ante sus aterrorizados ojos.
Pero lo peor estaba por llegar. Arribado el convoy a uno de los campos de instrucción, cercana la frontera con Côte D’Ivoire, los hacinaron en pordioseras barracas medio derruidas, y no mucho después comenzó el adoctrinamiento militar. Nada de lealtades a una ideología, a Omanba y sus compañeros los trataron con fuste: el miedo era la herramienta para aniquilar su inocencia, el abuso y la violencia destrozaron su entereza. Sus superiores no sólo les entregaban las tareas más duras del campamento, sino que los maltrataban físicamente con cada orden, ya estuviese bien o mal cumplida. Días después de llegar, al propio Omanba le rompieron a martillazos un dedo del pie derecho porque saludó a destiempo a un mando.
Pero si a Omanba le provocó horror algo fue lo que hicieron con las niñas. El chiquillo no comprendió el día de su llegada las miradas intensas que los milicianos dedicaron a las pequeñas- ninguna de las cuales superaba los doce años-, pero el entendimiento llegó con la primera noche. Sacaron a todos los chicos nuevos de los barracones, y también a las niñas. Los instructores hicieron un coro alrededor de las muchachas; dos de ellos tomaron a sendas niñas, y allí mismo comenzaron a violarlas, sin atender a los gritos de dolor de las pequeñas. Tan brutal fue el acto, tan salvaje la corrupción, que las dos niñas se desmayaron, pero eso no fue óbice para que los soldados terminaran su malsano disfrute. Las dos murieron aquella misma noche, desangradas.
Omanba volvió la cabeza, porque tanto espanto le provocó no pocas náuseas, pero uno de los soldados advirtió su gesto, y las lágrimas que corrían por sus mejillas, y de una bofetada lo tumbó en el fango.
-¡Aquí no queremos mocosos!- le dijo uno de los mandos- ¡Aquí queremos hombres!
Y lo alzó del suelo tomándolo del brazo, y lo echó al centro del círculo. Y luego hizo lo mismo con otra de las niñas, no sin antes desnudarla desgarrando sus ropas.
-¡Ya has visto cómo se hace!- le gritó uno de los instructores al chiquillo- ¡Ahora te toca a ti!
Así fue como, entre lágrimas, vómitos, sangre y dolores infernales, y en un charcal de fango, Omanba consumó su primera violación.
***
La instrucción continuó durante largos e interminables días, duras jornadas que acabaron con muchos de los niños. Las primeras noches su propio llanto y el de sus compañeros llenaron la cabeza de Omanba. El asco les inundaba, en especial a las niñas violadas, y la ansiedad era tan extrema que una de las niñas de la que aún no habían abusado, aterrorizada porque sabía que pronto llegaría su turno, se suicidó cortándose las venas de la muñeca con una piedra afilada. Algunos niños se volvieron locos y fueron fusilados.
Al resto les pudo el instinto de supervivencia. Mal que bien, aprendieron, porque en ello les iba la vida. Les enseñaron a cargar, apuntar y disparar un Kalashnikov; a formar, a combatir, a torturar, saquear y secuestrar; a espiar, a trabajar como avanzadilla, con la secreta intención por parte de sus superiores de utilizarlos para hacer estallar minas a su paso; las niñas, además de ser agredidas sexualmente casi cada noche, también aprendieron a luchar, pero normalmente, en el frente, serían las encargadas de transportar la munición.
La disciplina se conseguía a base de violencia, pero había otras técnicas, como las drogas. Cuando Omanba consumía los polvos de plantas que sus superiores le cedían, se creía poderoso y fuerte, realmente pensaba que era invencible y que nadie podría herirle. Pero cuando los efectos pasaban, Omanba sentía el ánimo destrozado, y siempre le atacaban las fiebres. Y en su delirio echaba de menos a sus padres, y quería más que nada volver a Ganta y a la escuela, tener de nuevo en los pies un balón de fútbol. Su sueño, que jamás se cumpliría, era llegar a ser un jugador tan bueno como su compatriota George Weah.
Para cuando la instrucción acabó, Omanba aprendió a odiar con toda su alma: odió a los que serían sus enemigos en el campo de batalla- aunque no conocía sus rostros-, sin atender a la razón: aquellos a los que tendría que matar a buen seguro serían niños como él. Pero a quien más odió fue a sus mandos. Los aborrecía tanto que se encontró con que no cesaba de imaginar cómo los torturaba, se retorcía de satisfacción al imaginar cuál de los métodos que le habían enseñado emplearía para vengarse. El indefinido conflicto interior lo enardecía, y el anhelo crecía y crecía, hasta que nada más ocupaba su corazón. Un abismo a la demencia en el que Omanba no quería caer, pero del que ya no podía escapar. Sin embargo, en última instancia el miedo a ellos siempre se imponía. Los odiaba, sí, pero los temía más aún, y quizás ello salvó su cordura en aquellos días.
Pero faltaba la última de las pruebas: el primer asesinato. Uno que debía ser especialmente significativo.
***
Así fue como Omanba volvió a Ganta, a la casa de su familia. Y ahora tenía frente a él a sus padres y a sus dos hermanas, de cuatro y cinco años. Y temblaba, porque las órdenes habían sido claras:
-Mátalos tú mismo, de un tiro cada uno. Será rápido, no sufrirán- le dijeron sus superiores-. Si no lo haces, las torturaremos hasta que sus gritos se oigan en toda la ciudad. Pero antes nos follaremos a tu madre y tus hermanas. Así que tú eliges.
¿Cómo se podía elegir entre tan horrendas opciones? ¿Cómo se podía elegir entre matar o dejar morir a tus propios padres? Omanba sólo quería derrumbarse, dejarse caer allí mismo; o peor aún, hacer lo impensable, volverse y disparar a sus superiores. Con suerte mataría a uno o dos antes de que lo abatieran. Pero… ¿y luego? La venganza caería sobre su familia, y sería terrible.
El rostro de Omanba aparecía anegado de lágrimas. Se mordió el labio hasta que se hizo sangre, miró a sus padres y a sus pequeñas hermanas. Ellas no parecían comprender nada, berreaban ante la imagen de su hermano mayor apuntándolas con aquella arma tan horrible. Sus padres, en cambio, sí entendían. También lloraban, pero a la vez asintieron, transmitiéndole un silencioso “hazlo, hijo mío”.
Conocían la alternativa, y no la deseaban para sus hijas.
Omanba cerró los ojos, y apretó el gatillo. Fue rápido, bastó con una ráfaga directa a sus cabezas. Tan cerca como estaba no podía fallar. El muchacho quedó salpicado de sangre, que casi podía decirse que era la suya. Mientras, al advertir lo que había hecho, un vacío se apoderó de su alma, hasta devorarla y tornarla en fría nada.
Pues Omanba había muerto, se había despeñado al fin por aquel precipicio que daba directamente a una locura sin fin. La caída significaba su destrucción como individuo; el sufrimiento desapareció porque no tenía ya un lugar en el que ubicarse, no en un corazón vacío. La estatua insensible que quedó después de aquello fue un terrible soldado, tan inhumano como sus mandos habían pretendido. Una bestia.
Al día siguiente lo llevaron al frente. Ni siquiera necesitó tomar drogas. Repartió muerte, asesinó indiscriminadamente, y durante los meses siguientes torturó y violó a decenas, sin piedad, sin remordimientos, más aún, deleitándose con sus atrocidades. Llegó incluso a beber la sangre de los enemigos abatidos, a comerse los corazones de los caídos, y pronto fue muy apreciado por sus mandos.
***
Omanba murió combatiendo, como no podía ser de otro modo, cuando las tropas de su destacamento cayeron ante una emboscada del Movimiento Unido de Liberación de Liberia para la Democracia- ULIMO-. En sus últimos momentos, mientras la sangre escapaba de la herida de bala en el estómago, sintió que el frío de su corazón desaparecía, y que esa alma perdida cuatro años atrás volvía brevemente antes de marchar para siempre. Y volvía a ser un niño, no más un soldado; había retornado a la inocencia, y jugaba a fútbol, y sus padres reían a su lado, y sus hermanas corrían con él, y sus amigos… y no había guerra, ni dolor, sólo…
…paz.
Omanba tenía dieciséis años.



©Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”
La imagen pertenece a un niño soldado en Uganda, y ha sido extraída del siguiente enlace:

La Pasión del Bardo


El arte de narrar, un ansia del alma, pasión jamás satisfecha, amante siempre hambrienta, nunca saciada; bendita obsesión incontrolada, que nace en las entrañas del bardo cuando éste aún no sabe que lo es; ora llega en su niñez, ora ya en plena madurez, pero siempre inesperada, aun cuando hubiese estado latente en algún rincón escondido del corazón.
Llega el día en que el bardo comprende su inquietud, en que por fin vuelca tantos y tantos sueños mediante la palabra escrita. Es entonces cuando, en verdad, el bardo toma conciencia de sí mismo, y aparece ante él un camino de sombras y luces, de dudas y satisfacciones, de carga y recompensa. Nacen historias, surgen leyendas, amores, batallas, intrigas y poesía, y la pasión se desboca, se convierte en necesidad, en alimento para el voraz espíritu. Algunos relatos jamás serán más que abortos, unos en su mente, otros en su pluma; y los habrá también que prosperarán.
De todos ellos el bardo aprende.
Y crece en virtud. Y ocurre no pocas veces que la historia se adueña de su voluntad, y toma ésta senderos propios, ajenos a su creador, del mismo modo que una imperiosa riada rugiente abre cauces allá donde antes no los había. Llegado el momento, la criatura supera al dios.
Es precisamente en tales instantes cuando el bardo olvida el mundo, la misma realidad, para sumergirse en las, en ocasiones, tumultuosas y por tanto traicioneras aguas del relato; se deja llevar, mar adentro, donde no hay salvación posible ni mucho menos deseable; y el transcurrir del tiempo pierde todo significado, y su influencia se torna evanescente, difusa… insignificante. Y ya queda sólo seguir adelante, cual infeliz marinero cautivado por el bello pero letal canto de la sirena. Así, como un amante al vaciarse, el bardo pierde un poco de su alma en cada párrafo, en cada página, en cada historia; entrega cuanto es gustoso a cambio de una finalización a la que ansía llegar pero que al tiempo tanto teme alcanzar.
Y la conclusión, aunque no siempre, llega. Y el bardo entra en éxtasis, pero apenas durante un fugaz momento de placentero disfrute; luego de ello, el vacío se apodera del alma del bardo, criatura eternamente insatisfecha, siempre buscando una perfección que jamás hallará, pues ésta, en un mundo por fuerza imperfecto, se muestra eternamente esquiva.
Pero he aquí que el bardo se mueve por pasiones e impulsos, sentimientos que siempre renacen cual mítica ave fénix. Pronto llega nueva inspiración, pronto la imaginación despierta una vez más; en la mente del bardo se forjan nuevas historias, algunas de las cuales su corazón hará suyas: relatos de mundos olvidados en tiempos arcaicos, héroes amargados, doncellas en apuros, villanos a los que odiar, lágrimas que derramar…
Y así se renueva el ciclo, eterno, devorador y dador de vida, siempre demandando lo más precioso del bardo.
Sus sueños.




© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”

Un nuevo mundo por explorar


Ante mí se abren unas nuevas tierras, vírgenes, inexploradas. Huelen a hierba húmeda, a encina y roble vetusto, a vida... y magia. El hermoso cantar de los riachuelos y las aves estremece mi corazón y llena mi alma.
Estoy en casa.
Mi nombre es Taliesin, el Bardo Errante, y en estos parajes recién descubiertos volcaré mis sueños y mis fantasías a partir de este día, en espera de que otros encuentren solaz en éstos los pequeños mundos que nacen de mi ser constantemente.
Dejadme, pues, viajeros, compartir mi pasión con vosotros.
Bienvenidos a la Tierra de los Bardos.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"