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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

domingo, 4 de noviembre de 2007

El Retorno a la Inocencia


Las manos de Omanba, ahora temblorosas por el hecho de apuntar a aquella pareja a la que le habían ordenado matar, no estaban hechas para sostener un fusil de asalto AK-47, aunque le habían acostumbrado bien a los cuatro quilos y medio del arma y a sus casi noventa centímetros de longitud; sus bracitos, aún delgados como espino a pesar de las semanas de instrucción, hubiesen sido más apropiados para jugar con una pelota. Sin embargo, su destino ya le había sido trazado.
Pero nadie había contado con sus deseos.
***
Omanba tenía doce años. En lejanos lugares, en países supuestamente civilizados, se le conocería como un “niño soldado”. No hacía ni un mes que una milicia de la NPFL- el Frente Nacional Patriótico de Liberia- lo había secuestrado en su “ciudad” natal, Ganta, en el condado de Nimba. La capital, devastada por la guerra, no tenía luz eléctrica, ni transporte o servicio alguno digno de llamarse como tal. La paupérrima paz que se creía respirar, propiciada por la anecdótica presencia de los Cascos Azules de Bangla Desh- anecdótica porque los soldados solían esconderse en sus cuarteles a la mínima confirmación de conflicto-, sabían todos que era un espejismo.
Omanba siempre había sabido que tarde o temprano algún grupo político armado se lo llevaría de su casa para servir como miliciano, porque era práctica común aquella, para horror de la mayoría de familias. Pero el chiquillo esperaba que ese momento no llegara hasta cumplir los quince, y por ello no se había unido todavía a los grupos de muchachos que se escondían por la noche en las colinas cercanas. Sin embargo, todo se truncó para Omanba antes de tiempo; los señores de la guerra de la NPFL debían andar necesitados de fuerzas para tomar a niños desnutridos que apenas podían aún sujetar un rifle.
A Omanba se lo llevaron de su propia casa a boca de cañón, ante la impotente mirada de sus padres, y con él a docenas de muchachos más, incluso niñas. Los cargaron en camiones sucios, como simple ganado, y durante un día viajaron en las malolientes partes traseras, sin que sus captores les dieran de comer o beber. Omanba vio cómo Zinna, una niña con la que había jugado en la calle, moría de sed ante sus aterrorizados ojos.
Pero lo peor estaba por llegar. Arribado el convoy a uno de los campos de instrucción, cercana la frontera con Côte D’Ivoire, los hacinaron en pordioseras barracas medio derruidas, y no mucho después comenzó el adoctrinamiento militar. Nada de lealtades a una ideología, a Omanba y sus compañeros los trataron con fuste: el miedo era la herramienta para aniquilar su inocencia, el abuso y la violencia destrozaron su entereza. Sus superiores no sólo les entregaban las tareas más duras del campamento, sino que los maltrataban físicamente con cada orden, ya estuviese bien o mal cumplida. Días después de llegar, al propio Omanba le rompieron a martillazos un dedo del pie derecho porque saludó a destiempo a un mando.
Pero si a Omanba le provocó horror algo fue lo que hicieron con las niñas. El chiquillo no comprendió el día de su llegada las miradas intensas que los milicianos dedicaron a las pequeñas- ninguna de las cuales superaba los doce años-, pero el entendimiento llegó con la primera noche. Sacaron a todos los chicos nuevos de los barracones, y también a las niñas. Los instructores hicieron un coro alrededor de las muchachas; dos de ellos tomaron a sendas niñas, y allí mismo comenzaron a violarlas, sin atender a los gritos de dolor de las pequeñas. Tan brutal fue el acto, tan salvaje la corrupción, que las dos niñas se desmayaron, pero eso no fue óbice para que los soldados terminaran su malsano disfrute. Las dos murieron aquella misma noche, desangradas.
Omanba volvió la cabeza, porque tanto espanto le provocó no pocas náuseas, pero uno de los soldados advirtió su gesto, y las lágrimas que corrían por sus mejillas, y de una bofetada lo tumbó en el fango.
-¡Aquí no queremos mocosos!- le dijo uno de los mandos- ¡Aquí queremos hombres!
Y lo alzó del suelo tomándolo del brazo, y lo echó al centro del círculo. Y luego hizo lo mismo con otra de las niñas, no sin antes desnudarla desgarrando sus ropas.
-¡Ya has visto cómo se hace!- le gritó uno de los instructores al chiquillo- ¡Ahora te toca a ti!
Así fue como, entre lágrimas, vómitos, sangre y dolores infernales, y en un charcal de fango, Omanba consumó su primera violación.
***
La instrucción continuó durante largos e interminables días, duras jornadas que acabaron con muchos de los niños. Las primeras noches su propio llanto y el de sus compañeros llenaron la cabeza de Omanba. El asco les inundaba, en especial a las niñas violadas, y la ansiedad era tan extrema que una de las niñas de la que aún no habían abusado, aterrorizada porque sabía que pronto llegaría su turno, se suicidó cortándose las venas de la muñeca con una piedra afilada. Algunos niños se volvieron locos y fueron fusilados.
Al resto les pudo el instinto de supervivencia. Mal que bien, aprendieron, porque en ello les iba la vida. Les enseñaron a cargar, apuntar y disparar un Kalashnikov; a formar, a combatir, a torturar, saquear y secuestrar; a espiar, a trabajar como avanzadilla, con la secreta intención por parte de sus superiores de utilizarlos para hacer estallar minas a su paso; las niñas, además de ser agredidas sexualmente casi cada noche, también aprendieron a luchar, pero normalmente, en el frente, serían las encargadas de transportar la munición.
La disciplina se conseguía a base de violencia, pero había otras técnicas, como las drogas. Cuando Omanba consumía los polvos de plantas que sus superiores le cedían, se creía poderoso y fuerte, realmente pensaba que era invencible y que nadie podría herirle. Pero cuando los efectos pasaban, Omanba sentía el ánimo destrozado, y siempre le atacaban las fiebres. Y en su delirio echaba de menos a sus padres, y quería más que nada volver a Ganta y a la escuela, tener de nuevo en los pies un balón de fútbol. Su sueño, que jamás se cumpliría, era llegar a ser un jugador tan bueno como su compatriota George Weah.
Para cuando la instrucción acabó, Omanba aprendió a odiar con toda su alma: odió a los que serían sus enemigos en el campo de batalla- aunque no conocía sus rostros-, sin atender a la razón: aquellos a los que tendría que matar a buen seguro serían niños como él. Pero a quien más odió fue a sus mandos. Los aborrecía tanto que se encontró con que no cesaba de imaginar cómo los torturaba, se retorcía de satisfacción al imaginar cuál de los métodos que le habían enseñado emplearía para vengarse. El indefinido conflicto interior lo enardecía, y el anhelo crecía y crecía, hasta que nada más ocupaba su corazón. Un abismo a la demencia en el que Omanba no quería caer, pero del que ya no podía escapar. Sin embargo, en última instancia el miedo a ellos siempre se imponía. Los odiaba, sí, pero los temía más aún, y quizás ello salvó su cordura en aquellos días.
Pero faltaba la última de las pruebas: el primer asesinato. Uno que debía ser especialmente significativo.
***
Así fue como Omanba volvió a Ganta, a la casa de su familia. Y ahora tenía frente a él a sus padres y a sus dos hermanas, de cuatro y cinco años. Y temblaba, porque las órdenes habían sido claras:
-Mátalos tú mismo, de un tiro cada uno. Será rápido, no sufrirán- le dijeron sus superiores-. Si no lo haces, las torturaremos hasta que sus gritos se oigan en toda la ciudad. Pero antes nos follaremos a tu madre y tus hermanas. Así que tú eliges.
¿Cómo se podía elegir entre tan horrendas opciones? ¿Cómo se podía elegir entre matar o dejar morir a tus propios padres? Omanba sólo quería derrumbarse, dejarse caer allí mismo; o peor aún, hacer lo impensable, volverse y disparar a sus superiores. Con suerte mataría a uno o dos antes de que lo abatieran. Pero… ¿y luego? La venganza caería sobre su familia, y sería terrible.
El rostro de Omanba aparecía anegado de lágrimas. Se mordió el labio hasta que se hizo sangre, miró a sus padres y a sus pequeñas hermanas. Ellas no parecían comprender nada, berreaban ante la imagen de su hermano mayor apuntándolas con aquella arma tan horrible. Sus padres, en cambio, sí entendían. También lloraban, pero a la vez asintieron, transmitiéndole un silencioso “hazlo, hijo mío”.
Conocían la alternativa, y no la deseaban para sus hijas.
Omanba cerró los ojos, y apretó el gatillo. Fue rápido, bastó con una ráfaga directa a sus cabezas. Tan cerca como estaba no podía fallar. El muchacho quedó salpicado de sangre, que casi podía decirse que era la suya. Mientras, al advertir lo que había hecho, un vacío se apoderó de su alma, hasta devorarla y tornarla en fría nada.
Pues Omanba había muerto, se había despeñado al fin por aquel precipicio que daba directamente a una locura sin fin. La caída significaba su destrucción como individuo; el sufrimiento desapareció porque no tenía ya un lugar en el que ubicarse, no en un corazón vacío. La estatua insensible que quedó después de aquello fue un terrible soldado, tan inhumano como sus mandos habían pretendido. Una bestia.
Al día siguiente lo llevaron al frente. Ni siquiera necesitó tomar drogas. Repartió muerte, asesinó indiscriminadamente, y durante los meses siguientes torturó y violó a decenas, sin piedad, sin remordimientos, más aún, deleitándose con sus atrocidades. Llegó incluso a beber la sangre de los enemigos abatidos, a comerse los corazones de los caídos, y pronto fue muy apreciado por sus mandos.
***
Omanba murió combatiendo, como no podía ser de otro modo, cuando las tropas de su destacamento cayeron ante una emboscada del Movimiento Unido de Liberación de Liberia para la Democracia- ULIMO-. En sus últimos momentos, mientras la sangre escapaba de la herida de bala en el estómago, sintió que el frío de su corazón desaparecía, y que esa alma perdida cuatro años atrás volvía brevemente antes de marchar para siempre. Y volvía a ser un niño, no más un soldado; había retornado a la inocencia, y jugaba a fútbol, y sus padres reían a su lado, y sus hermanas corrían con él, y sus amigos… y no había guerra, ni dolor, sólo…
…paz.
Omanba tenía dieciséis años.



©Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”
La imagen pertenece a un niño soldado en Uganda, y ha sido extraída del siguiente enlace:

1 comentario:

Eva dijo...

Sobrecogedora historia, Javi. Tan real, por desgracia...
Oye, me gusta mucho, mucho, mucho tu blog. Te ha quedado bien chulo :)
Un besote, guapo.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"