TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

lunes, 14 de enero de 2008

GLADIADOR DE ÉBANO

Nota del autor: Quienes me conocen un poco saben que el tema que expongo en este relato (embellecido para la ocasión, pero del todo realista) es una de mis astillas clavadas. La fantasía y la ciencia-ficción son mis territorios naturales, pero a veces me gusta cambiar de aires y adentrarme en la denuncia social (ups, estoy diciendo demasiado). El tema en cuestión me revuelve las entrañas desde que tengo uso de razón. Sigo sin entender porqué en una sociedad que se autoproclama civilizada se permiten atrocidades como la que paso a narrar.

Disfrutad, pero sobre todo, recapacitad sobre lo expuesto.

Y por supusto comentad.


***



Salgo a la arena del abarrotado coliseo, buscando una salida, buscando la libertad a un cautiverio impuesto por aquellos que manejan los hilos de mi infausto destino. Cautivo, sí, mi vida está supeditada al capricho de quienes han hecho de mí lo que soy: un esclavo para calmar sus ansias de diversión, sus anhelos de héroes y gloria, sus afanes de diversión... su barbarie y su vergüenza.
Ya han decidido por mí cómo debo morir... y cuando.
Sin embargo, yo aún soy ignorante al respecto. Pobre de mí, que ingenuidad la mía, por otra parte inevitable. Desconcertado, confuso e irritado por la repentina luz del día- negada durante largas horas de ignominioso encierro en las sombras-, veo una posibilidad, una esperanza de supervivencia. Y entro en su juego. Lucho, por mi vida, creyendo que ha sido mi elección, y no la de otros.
Alguien entona mi nombre: “Ébano”, dice, y el gentío aplaude, un gesto carente de significado para mí. No, nada existe más que el ardor provocado por la sustancia con la que han embadurnado mis extremidades para que no deje de correr, y el insoportable escozor en mis ojos que me ciega en parte… nada existe más que mi enemigo.
Sus ropajes de gladiador resplandecen, en contraposición con mi negra piel. Me espera con gallardía, con una arrogancia quizás no deseada- o tal vez sí-, pero ciertamente manifiesta; y yo, inconsciente, le brindo lo que sin duda es su deseo y mi perdición. Me lanzo contra él con la impetuosidad de mi mayor fuerza, de mi corpulencia superior. Lo encaro con mis afiladas armas, no buscando su muerte por gusto, sino por puro instinto.
Pare eso nací. Para eso fui criado como tantos otros. Algunos dicen que no existiríamos de no ser por esta tradicional necesidad de héroes. Sea como fuere, tal vez la no existencia sería deseable al martirio con el que acababan nuestras vidas.
Llego hasta el héroe. Sin embargo, él posee dos armas que yo no conozco: la agilidad, y sobre todo, y en especial, la inteligencia. A pesar de las apariencias, es una batalla desigual, perdida de antemano, aun cuando yo sea dos veces más robusto que él, y mi fuerza pueda destrozarlo con sólo un impacto.
Si al menos fuera una lid justa…
Me sortea, echándose a un lado, y sabedor de su superioridad inicia un juego cuyas reglas yo no conozco. Una finta tras otra me engaña, me incita a atacarle para luego burlarse de mí. Así una y otra vez. Yo me canso, su esfuerzo en cambio es mínimo.
Un descanso, parece. Otro engaño, en realidad, pues sólo es tregua para mi enemigo. Aparece ante mí otro contrincante, un hombre con una lanza. Se parapeta sobre un muro andante, y mientras yo, poco sagaz, ataco con ahínco ese muro- otra pobre infeliz criatura, tan esclava como yo-, él me lesiona con su afilada hoja, me hiere más y más profundamente. Se abre en mi carne en un lacerante boquete, la sangre estalla sin remedio, y el dolor me obliga a la humillación total de no poder siquiera levantar la cabeza.
Más enemigos, siempre más enemigos. Otro hombre distinto a los demás está parado frente a mí. Me mira ceñudo, pero yo no comprendo sus intenciones. Alza sus armas, y sin previo aviso se lanza contra mí. Una vez más, me engañan; una vez más y no será la última. De nuevo me dejo llevar y le ataco yo también. Cuando a punto estoy de ensartarlo con mis armas, él se zafa y, ya expuesto e indefenso, no puedo evitar que me clave aquellas menudas lanzas por detrás, por la espalda.
Si conociera el orgullo me sentiría humillado.
El dolor del instante recorre todo mi cuerpo, como una corriente eléctrica devoradora; trato, con fuertes vaivenes de todo mi cuerpo, librarme de tan insidiosas armas, pero con cada uno de mis movimientos no sólo no consigo desprenderme de ellas, sino que éstas se anclan si cabe con más ahínco, al tiempo que las heridas se agravan más y más. Y con ellas, la terrible agonía. Pero soy fuerte, resisto, y quizás por ello transmito una falsa imagen de entereza a mis enemigos. Los muy necios creen que no sufro.
Su necedad y prepotencia es mi castigo.
Se retira quien me ha herido y retorna el héroe, fresco y entero. Más engaños, más juegos, en tanto yo poco a poco voy perdiendo fuerzas a través de la sangre que brota de mis heridas. Sin embargo, como no conozco la rendición, continúo la lucha, tozudo aunque consciente del dolor; tan exasperante éste que da paso a la rabia más irracional, a la pura desesperación. El héroe prolonga su juego, yo sigo respondiendo, sin saber que el momento de mi final está cerca. Mis fuerzas son escasas, pero aún me tengo en pie, aún albergo esperanzas.
Y entonces él se detiene, y como si hubiese sido hipnotizado, también yo lo hago. Alza la espada, y con ella me señala, erigiéndose como juez y verdugo, proclamando la que siempre había sido una inevitable sentencia, mientras sus ojos se funden con su objetivo. Me marca a fuego con su mirada. Por supuesto, no entiendo, pero como hasta el momento, me dejo llevar en la vorágine de acontecimientos orquestados por otros. Le contemplo mientras rebufo, inconsciente del momento sublime que para mi enemigo representa lo que está a punto de acontecer. Para él es el éxtasis, el ansiado orgasmo de placer, un fugaz pero sublime momento de inmortalidad.
Un instante que, según él y cuantos son como él, sólo se puede lograr con el sacrificio… de otro.
Jamás el propio.
Ahí llega el golpe mortal, precedido por el sepulcral silencio de todo espectador presente, por sus alientos contenidos en espera del anunciado pero no por ello menos deseado final. El mundo se detiene para todos, excepto para mí. No, yo siento claramente cómo el filo de la espada desgarra mi carne, siento el arma ya, definitivamente, formando parte de mí.
Enfervorizados, aplauden cuando me hunde el acero, aclaman a mi enemigo, su héroe; lo jalonan mientras caen rosas desde las gradas, pues acaso él representa cuanto quieren ser, cuanto jamás podrán ser. La gloria divina para el gladiador resplandeciente. Y, que no insistan en vestirlo de honor u orgullo, la degradación para el gladiador de ébano. Una humillación que poco me importa, porque estoy a punto de morir.
En realidad, si tuviera capacidad de tal, debería sentir lástima por mi enemigo, mi ingenuo enemigo. Sí, porque al cabo es tan esclavo como yo, un pelele de una tradición salvaje que, y esa es la diferencia con respecto a mí, está a su favor. Él le ofrece al público sangre y muerte, y éste lo aclama por ello, lo reverencian. Sin embargo, raras veces entregará la vida, raras veces será él quien yazca en la arena empapado en su propia sangre. Él siempre tendrá la posibilidad, y será alta, de vivir. Yo jamás, nunca tendré la esperanza de salir de la arena con vida.
¿Quién es la verdadera bestia?
No puedo más, fallan mis fuerzas. Mis extremidades se doblan atacadas ya al fin por la irrevocable debilidad. Ya perdidas las energías, mi resistencia, la misma que mantenía a raya momentáneamente el dolor, queda en nada. Y el sufrimiento se propaga por cada terminación nerviosa, la catarsis llega a mi cerebro como millones de agujas atacando cada célula de mi cuerpo. ¿Es que no ven cuanto es mi sufrimiento? ¿Es que son tan ciegos que no advierten el salvajismo de sus acciones, de sus horrendas y anticuadas tradiciones? ¿Cómo pueden tenerse por seres civilizados?
Resulta obvio que no son conscientes de nada de ello. Al menos aquellos que presencian mis últimos alientos.
Caigo, sobre el carmesí charco de mi sangre. El aliento se me va, y con él la visión del mundo.
Un último bramido, apenas un gemido. Y al fin, solo entonces, ya exánime como estoy, y luego de tan horrible tortura, alguien se apiada de mí.
Una punzada en la nuca, y así muero.
Tras veinte minutos de tormento.
Veinte minutos de gloria para el héroe llamado torero.
Veinte minutos de agonía para la bestia llamada toro.




© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”



Y como añadido, y aunque no soy devoto de este grupo, os dejo una canción de Ska-p que hace referencia al tema y con la que comulgo:



Entre el Atlántico y el mar Mediterráneo hay una tierra de mar y mucho sol

que desde antaño se viene practicando una asquerosa y sucia tradición

un individuo vestido de payaso tortura y martiriza hasta la muerte a un animal

y el graderío estalla de locura cuando el acero anuncia su final.

Banderilleros sedientos de violencia van torturando sin ninguna compasión

los picadores prosiguen la matanza acentuando punzadas de dolor

malherido embiste con bravura contra el frío del acero que destroza su interior

agonizando en un charco de sangre el puntillero remata la función.

FESTEJO CRIMINAL, VERGÜENZA

Torero, eres la vergüenza de una nación

Torero, eres la violencia en televisión

Torero, eres asesino por vocación

Torero, me produce asco tu profesión

Llamar cultura al sadismo organizado, a la violencia, a la muerte o al dolor

es un insulto a la propia inteligencia, al desarrollo de nuestra evolución.

Tu indiferencia les hace poderosos, manifiesta tu repulsa a la fiesta criminal

no colabores con un juego de dementes, taurinos al código penal.

domingo, 6 de enero de 2008

Fehu


1

Con sólo once años, el mundo es un espacio vasto y pleno de experiencias ilimitadas, era así incluso en las duras tierras del norte, en donde todo era duro, en donde nada era fácil.
Despreocupados corrían los tres muchachos, por tanto, obviando las gélidas temperaturas, internándose en la espesa arboleda de alisos de hojas aún nacaradas; las caritas pálidas, pero de mofletes no obstante sonrosados, sonrientes; los brillantes ojos, abiertos a ese mundo rebosante de vida.
Así debía ser. En un entorno en donde las circunstancias apenas permitían una verdadera infancia, en donde los niños dejaban de serlo en tan solo un suspiro, aquellos momentos debían y eran aprovechados al máximo. Los disfrutaban, simplemente porque sabían que por desgracia no persistirían en el tiempo. A no mucho tardar las obligaciones para con sus familias los alejarían de todo ápice de diversión infantil. Los muchachos devendrían en granjeros, navegantes o pescadores, llegado el momento en salvajes guerreros. Ellas, las niñas, se convertirían en tejedoras, y desempeñarían cuantas labores marcaba el cuidado del hogar, antes y una vez fueran desposadas.
-Parad un instante, chicos- dijo una chiquilla de cabello pardo y enmarañado, mientras detenía su carrera, en aras de un respiro.
Nubecillas revoltosas de vaho escaparon de su boca en tanto trataba de recuperar el aliento. Jora era su nombre, y tenía diez años, uno menos que sus amigos de aventuras. Como ellos, tenía el rostro sucio, lleno de pegotes de barro, de roña del estiércol de las vacas. Los habitantes nórdicos no tenían por costumbre la pulcritud, al menos en lo que se refería a su aspecto. Demasiadas cargas sobre sus hombros, mientras sacaban adelante una dura vida, como para preocuparse de menudencias tales.
-¡Para qué lavarnos, si luego volveremos a ensuciarnos!- solía decir el padre de Jora.
Sus dos compañeros de aventuras se detuvieron tras su aviso. Eran dos niños, uno enorme, tan grande que se alzaba muchos palmos por encima de la chica. Su robustez era inusitada incluso entre sus congéneres, ya de por sí corpulentos. El cabello oscuro, despreocupadamente descuidado, a excepción de varios trenzados, le caía más allá de los hombros, sin orden ni concierto.
El otro mozalbete era ostensiblemente más bajo, pero aún más alto que la muchachita. Su cabello era claro, también largo; unos penetrantes ojos verdes brillaban siempre con especial vivacidad; una mirada en donde se intuía una perspicacia nada usual en alguien de su edad, nada común incluso entre los adultos.
-Mira, Asgeir, ya te dije que Jora no aguantaría- dijo el mocetón fornido, con aire de refunfuño.
-Oh, venga, Harald, no seas tan dura con ella.
Jora sonrió a Asgeir. Los tres eran grandes amigos, hermanos podía decirse, pero la niña admiraba profundamente a Asgeir. Cuando lo miraba, no veía a un rudo muchachote de Viken; no veía a alguien preocupado por mostrar su hombría a base de mamporros, o de beber hidromiel hasta caer en redondo, para así parecerse a sus mayores. No, Asgeir era distinto. Era atento con ella y con Harald, y se hacía valer más de su sagacidad que de la violencia.
En definitiva, era su héroe.
Sin embargo, no todos eran del mismo sentir que Jora. En la aldea, muy pocos eran los que no miraban a Asgeir por encima del hombro. En tanto que los demás niños se peleaban entre ellos día sí, día también- alentados por el viejo dicho “quien no ha sido nunca herido lleva una existencia sin sentido”, el muchachito prefería evadirse de tales entretenimientos en la observación del río, o pasear entre el boscaje. En consecuencia, muchos se mofaban de él, o lo incordiaban, o ambas cosas a la vez. Asgeir fingía que nada le afectaba, pero Jora sabía muy bien el dolor que sentía por dentro, el dolor que no se atrevía a expresar por no ser tachado de melindroso. Ocurrió en una ocasión que, tras el último blot- Asgeir odiaba los sacrificios rituales de animales-, Jora lo encontró llorando en el bosque, preguntándose porqué no podía ser como los demás, porqué era tan diferente a los otros niños.
-Yo no quiero que seas como los otros- le dijo en aquella ocasión la niña, y alivió en parte el dolor de su amigo al estamparle un beso en la mejilla.
Pero acontecía que aquel que más increpaba al muchacho no era otro que el propio padre del niño, Asbjorn. El tosco leñador no cejaba de preguntarse a quién había salido su hijo, si bien la respuesta siempre era la misma: a su madre, Dalla. La única, junto con Jora y Harald, que lo trataba con respeto y cariño.
-Aquí parece un buen sitio- dijo Asgeir, mirando alrededor suyo, un claro bañado por unos tímidos rayos de luz, que se escapaban del cielo siempre tan encapotado.
-Está bien, yo seré Heimdall, el Dios Guardián del Puente Bifrost- comentó Harald.
-Pues yo haré de Balder, el Dios de la Esperanza- eligió Asgeir.
Aquello era un signo distintivo más del chico. En sus juegos, la mayoría de muchachos solían elegir al gran Thor, hijo predilecto de Odín y poderoso Dios del Trueno, portador del martillo Mjolnir; tanto que era habitual que se desataran peleas por encarnarlo. Y quienes perdían elegían entonces tomar el papel de Heimdall, el valiente centinela del Arco Iris Bifrost que unía Midgard con Asgard, el Reino de los Dioses. Mas he aquí que nadie, nadie se acordaba jamás de Balder, a pesar de ser un dios querido, pues se trataba de una deidad que no gustaba de la confrontación, pero que estaba a la altura de Thor si la necesidad lo requería.
Nadie lo elegía, excepto Asgeir.
Y debido a la elección de éste, también Jora asumía un personaje poco común. Entre las niñas obviamente la diosa predilecta era Sif, la esposa del Dios del Trueno.
-Yo seré Nanna, la Diosa del Amor Devoto- concluyó la chiquilla, con las mejillas aún más sonrojadas, esta vez no por el frío.
En Asgard, Nanna era la esposa de Balder.
-Pero vamos a necesitar un enemigo, alguien que haga del mentiroso Loki, o de un gigante- comentó Harald.
-Este árbol podría...
Asgeir no concluyó.
Un grito llegó hasta ellos. Un grito de auxilio.

2

-¿Q-qué ha sido eso?- dijo amedrentada Jora.
-No lo sé, pero deberíamos averiguarlo- opinó Asgeir.
Era valiente, siempre lo había sido. El miedo no era ajeno en la sociedad a la que pertenecía, cierto, pero éste se fundamentaba más en la forma de supersticiones arcaicas, capaces de destrozar la voluntad de un arrojado guerrero con mayor efectividad que la batalla más sangrienta que pudiera imaginarse. No había rival en llanura, valle o montaña que lograra atemorizarlos, pero temblaban con solo nombrar al más insignificante de los demonios en los que creían. Los gigantes eran los más temidos, si bien jamás nadie había visto uno, pues se decía que vivían en Asgard, la Tierra de los Dioses.
Nada de eso atemorizaba a Asgeir. Creía en las criaturas y las divinidades malvadas, pero no entendía el miedo de sus congéneres, habida cuenta de que todos sabían que Odín y su hijo Thor impedían la entrada a Midgard de los demonios. ¿Porqué entonces sentir terror de algo que no representa una amenaza?
-¡Vamos pues!- dijo entusiasmado el temerario y en ocasiones inconsciente Harald.
-Jora, vuelve al poblado y avisa a la gente- comentó Asgeir, que no quería que la chiquilla corriera peligro.
-¡No, yo voy con vosotros!
Él sonrió y no insistió, pues sabía que no se apartaría de su lado.
Siendo así, los tres muchachos volvieron a la carrera, esta vez en dirección a los gritos que arreciaban. Sus pies embarrados sortearon raíces y matojos escarchados, y siguieron el caudaloso río que se adentraba serpenteando en el bosque, acompañados de su murmullo sordo.
Y lo vieron de repente, y del mismo modo se detuvieron, en seco. Un lobo enorme, de pelaje negro como el fondo de un pozo, sin embargo brillante. Aquella criatura era mucho más grande que cualquier fiera que jamás hubieran visto. Una vez unos cazadores de la aldea volvieron de su jornada trayendo consigo un gran lobo, el jefe de una manada según dijeron, y quedó expuesto en el centro del poblado hasta que sólo quedaron los huesos. Comparado con aquel, el cual a los niños les pareció terrorífico, éste era un titán, tan grande como un pony.
Apenas repararon en el sujeto al cual el lobo gigante se disponía a destrozar, un hombre anciano, de larga barba blanca, y ataviado sólo con un manto andrajoso. Algo similar a un parche tapaba su ojo izquierdo. A pesar de los gritos, y teniendo en cuenta que estaba a punto de convertirse en la comida de la bestia, el viejo no parecía especialmente espeluznado.
El monstruoso ser volvió la cabeza en cuanto los niños aparecieron en escena. De sus fauces escapaba no sólo un fétido olor a podredumbre, sino además un gruñido sordo pero delatador de su estado de ánimo. Largos chorretones de saliva pendían de la boca hasta llegar al suelo. Sus ojos, amarillentos y horripilantes, helaron la sangre a los chiquillos. Quedaron lívidos como si contemplaran directamente el rostro de Hela, la Diosa de la Muerte.
Quizá no distaban mucho de la realidad.
El lobo olvidó de pronto al anciano y se lanzó con furia salvaje e incontrolada contra los muchachos.
Directamente hacia Jora.
Para la chiquilla fue todo como si el tiempo se hubiera lentificado. Vio a la bestia saltar sobre ella, pero no pudo reaccionar, como si sus músculos se negaran a obedecerle. Su suerte estaba echada.
O quizás no. Porque algo, más bien alguien, la apartó de un empellón, salvándola en el último instante, pero quedando a merced del bárbaro animal. El lobo se llevó por delante sin dificultad alguna a Asgeir, ante la horrorizada mirada de sus amigos, que nada pudieron hacer.
Bestia y muchacho cayeron al río, desapareciendo pronto de la vista de Jora y Harald. Aún en el agua, empujados por la poderosa fuerza de la corriente, el lobo seguía lanzando dentelladas al chiquillo. Asgeir, lejos de amedrentarse, empujado por el propio instinto de supervivencia, braceó e intentó alejarse del animal. Lo logró, pero alto fue el precio. El lobo, antes de ser alejado por la corriente, le abrió una profunda herida en el abdomen con sus largas garras. Tan afiladas estaban que el niño ni sintió el corte.
No bien supo como, Asgeir logró aferrarse a la rama baja de un árbol que sobresalía de la orilla. Mal que bien pudo llegar a la ribera. No tuvo fuerzas para más, se desmayó de inmediato, su rostro contra el fango.
El cuerpo sobre su propia sangre.

3

No había palabras que pudieran describir aquel lugar. O tal vez sí. Frío gélido, helador, destructor de vida, amante de la muerte.
Hel, Tierra de los Condenados, estéril lugar de debilidad y enfermedad. El infierno congelado.
Asgeir abrió los ojos, lentamente, acuciado por una impotencia desmedida. Con absoluta certeza sabía que iba a morir, pero jamás pensó que acabaría en semejante lugar. Aquella tierra era el hogar predestinado a todas las almas mortales pérfidas, de corazón corrupto. Él jamás se había considerado como tal, pero su sola presencia allí confirmaba que estaba equivocado.
O bien pudiera ser que hubiera algo más.
Frente a él la vio, hermosa como la promesa arrancada a un amante, tan letal sin embargo como una daga envenenada. La mitad derecha de su esbelto y deseable cuerpo estaba cubierto por una toga, no así el resto, que obligaba a no apartar la vista, a pesar de que no hacerlo significaba la condenación total. Una vez los ojos del moribundo se posaban en los de Ella, la salvación era inalcanzable.
Por pura fuerza de voluntad, nacida de lo más recóndito de su espíritu, Asgeir evitó sus oscuros ojos. Ella se sintió frustrada. Jamás nadie había rechazado su belleza. Colérica, descubrió la parte oculta de su cuerpo. El chiquillo creyó caer en un pozo de honda desesperación.
Su mitad izquierda era la de un cadáver andante, destilando podredumbre con cada movimiento. Arrugada la piel, plena de excrecencias y pústulas, de tono mortecino.
Pues Ella era Hela, Diosa de la Muerte y la Enfermedad. Y pretendía su alma. Y pocas cosas de las que ansiaba no conseguía.
-Eres mío, niño- dijo, con una voz que no podía calificarse más que como sibilina.
Algo se reveló en el interior de Asgeir. No quería morir, quería volver a ver a Harald y sobre todo a Jora, reír a su lado, crecer con ellos. Tenía muchos motivos para vivir, algunos incluso ni los conocía ni los comprendía. Tenía que sobrevivir, de algún modo que no llegaba a entender, sabía que mucho dependía de ello.
Gritó un nombre, con tanta fuerza que su voz se quebró y quedó ronca. Pero el llamamiento había sido hecho.
Hela rió a pleno pulmón, y de nuevo miró al muchachito, que seguía evitando su mirada.
-Él no tiene potestad para salvarte- fueron sus palabras-. Estás condenado.
Fugaz fue ese convencimiento para la Diosa de la Muerte, pues algo ocurrió a continuación. Algo inimaginable e inaudito.
La llamada fue contestada. El poder se manifestó frente al chiquillo, entre éste y Hela, cuyo asombro no tenía fin. Jamás en ninguna era había ocurrido algo así.
-¡No! ¡Tú no puedes estar aquí, tu poder no vale nada en mi reino!
-Puedo, Hela- dijo el recién llegado, que tomó con delicadeza al niño en sus fuertes brazos-. Puedo y lo haré. Sabes tan bien como yo que él no debe acabar aquí. Sólo ha venido para que un día tome conciencia. Ahora me lo llevaré, partiremos ambos.
-Nadie lo quiere en Midgard, es una rareza entre los suyos- dijo Hela.
El individuo levantó la mano, y una imagen apareció de la nada. En ella se veía a una niñita, junto a un cuerpo tendido en la orilla de un río. Asgeir reconoció a Jora. Y se reconoció a sí mismo.
-Mírala bien, Hela. Mira sus ojos. Llora. Llora porque lo quiere. Una sola lágrima es más que suficiente para salvarlo. Además, como bien sabes, hay otras consideraciones a tener en cuenta.
-¡Algún día será mío!
-No, nunca lo será, pero eso es algo que te demostrará él mismo día tras día.
Y todo dejó de existir alrededor de ambos. Asgeir miró a su salvador. Era enorme, en sus recios brazos era como un cachorro de perro recién nacido. Su rostro serio pero afable, tranquilizador, surcado por múltiples arrugas, estaba adornado con una larga barba blanca muy poblada, y cabellos igualmente albos, lacios. En su ojo izquierdo lucía un parche.
Y lo supo, supo quién era, y su alma brincó con el conocimiento contraído.
-Sí, hijo, yo soy. Pero ahora debes olvidar. Llegará el día en que lo comprendas todo. Mas no te abandonaré, estaré siempre velando contigo- le dijo, con un tono que a Asgeir le indujo una repentina somnolencia-. Duerme, pequeño. Espera tu destino.
Sus fornidos dedos trazaron un símbolo en la frente del chiquillo, ya dormido. Una línea, de cuya parte superior ascendían oblicuamente hacia la derecha dos trazos más.
Y Asgeir durmió, ya por siempre protegido.

4

El cuerpo moribundo de Asgeir seguía tendido en un camastro de paja, en el interior de una pequeña choza hecha de juncos y adobe. Así yacía desde que los hombres del pueblo, alertados por Harald tras encontrarlo varado en el río, lo habían traído a la aldea. Del anciano amenazado por el gigantesco lobo, nada se sabía. Simplemente, desapareció.
La estancia estaba repleta de gente. La gran mayoría de ellos no había sentido el más mínimo aprecio por Asgeir, pero sí en cambio por su familia. Además, era costumbre que todo el pueblo mostrara su pesar a los familiares del desahuciado. Las caras eran largas, pero no brotaron lágrimas de ningún ojo, pues la creencia popular era que el alma del fallecido se reuniría con los Dioses en el Valhalla, morada de divinidades, y que, sentado en el Gran Banquete, bebería la sublime cerveza en las copas de cuerno, junto a Odín y tantos otros grandes señores. Ese era el destino de todo aquel que en vida hubiera mostrado coraje y valentía. En el caso de Asgeir, su sacrificio por Jora, relatado por ambos niños, le había valido la admiración de toda la aldea, incluso de su padre, que por primera y única vez sintió orgullo por su vástago.
Empero sería faltar a la verdad decir que nadie dejó escapar el llanto. Harald lo hizo, hasta que su propio padre le cruzó la cara de una fuerte bofetada.
-Un hombre no puede llorar- le dijo-. Alégrate por él, pues ha ganado su inmortalidad. Hónrale a partir de ahora, pero jamás le llores. Eso es sólo para los débiles.
En cambio nadie le dijo nada a Jora. La niña estaba desconsolada, rota su alma por la pena. No se había separado en ningún momento del cuerpo de Asgeir, pero bien sabía que la posibilidad de que se recuperara era ínfima. La herida que cruzaba su pecho no había curandera que pudiera sanarla. Tanta era la sangre que había perdido que su piel era blanca como un manto de nieve, amoratados sus labios, su respiración casi imperceptible. Su corazón pronto perdería la batalla de la supervivencia.
Jora le tomaba la mano. Se preguntaba qué haría sin él, como saldría adelante. Cómo podría vivir sin su compañía.
Asgeir estaba desahuciado. La sanadora de la aldea, una vieja tan decrépita que nadie podía comprender cómo sus huesudas piernas lograban sostenerla, hacía horas que había dictado el destino del muchacho.
-Los Dioses reclaman su alma. Nada puede hacerse por él ya.
Y entonó el cántico funerario seguidamente:

Desde joven a ensangrentar el acero aprendido he.
La muerte nunca llorada debe ser.
Enviadas a mí por Padre, las Valkirias me llevan con ellas,
a beber la cerveza con los Dioses voy,
A morir riendo.

Se prepararon las exequias, el túmulo donde ardería el cadáver del niño. Su alma viajaría hasta Asgard flotando con el humo de su incineración. Ardería su espíritu, la inmortalidad lo abrazaría y abandonaría el mundo material para adentrarse en un reino superior.
Sería recordado como si de un valiente guerrero se tratará.
Teniendo en cuenta todo aquello, no debiera resultar extraño el revuelo que produjeron los acontecimientos posteriores. No había pasado un día aún desde que lo trajeron de vuelta al poblado, cuando lo imposible sucedió.
La herida se curó. Como por arte de hechicería. Donde antes una herida ya gangrenosa cubría todo el abdomen, la piel era ahora tersa y suave, sin rastro alguno de imperfección. Y de pronto, Asgeir abrió los ojos.
No le recibieron vítores ni aclamaciones, ni siquiera suspiros de alivio. No, en lugar de ello se encontró con las miradas plenas de miedo de cuantos había en la choza. Miedo y repulsa.
-No es natural- susurraban unos.
-Ha pactado con Hela, debiera estar muerto- murmuraban otros.
Sólo recibió el calor de Jora y Harald, mas no obstante ambos fueron apartados de él por sus padres, temerosos de aquella criatura maldita que sin duda se había aliado con la malvada Diosa de la Muerte.
Asgeir se dirigió a sus padres, buscando su apoyo, pues nada sabía de lo acontecido hasta el momento. Su madre tenía la cabeza hundida en su pecho, no quería ni mirarlo, aunque no percibió alevosía en su semblante. Muy al contrario que su padre.
-¡Maldito! ¡Estás maldecido por los Dioses!- gritó, echando saliva por la boca, como ido- ¡Te has convertido en un demonio! ¡Debes morir!
Tal era la vehemencia del hombre, que pronto todos se unieron a sus salvajes consignas. De nada sirvieron las palabras de Jora y Harald, silenciadas con las manos, ni las lágrimas del compungido Asgeir.
-¡Muerte! ¡Purifiquemos su alma!

5

Así acabó atado Asgeir en el centro de la aldea, ligado a un poste de madera. Permanecería en dicha situación hasta que la sed y el hambre acabaran con su vida. Así entendían aquellas gentes que purificaría su espíritu maldito.
No hubo muestras de compasión por parte de nadie, a excepción de los mencionados Harald y Jora. A ambos no obstante se les prohibió acercarse a su amigo. Cualquier otro que pasaba por delante del niño escupía en su cara, o le golpeaba con fuerza, o ambas cosas.
Hundido por los acontecimientos, el pobre muchacho había perdido todas las ansias de vivir. Ni llanto le quedaba ya. Repudiado, odiado y maldecido por sus congéneres, tan sólo le tocaba esperar su muerte.
Esta no iba a llegar, al menos no con tanta facilidad. Un día después de ser atado, el hambre era voraz, pero la sed resultaba insoportable. Su lengua parecía de esparto, sus labios estaban cuarteados como un terreno falto de humedad. Aferrándose instintivamente a lo imposible, en su mente apareció un nombre.
Lo increíble se hizo inevitable. El cielo se cubrió y llovió. Su sed fue calmada, y en cuanto así ocurrió, las nubes despejaron.
Pero he aquí que los aldeanos no iban a permitir que volviera a ocurrir. Construyeron un techo de tela sobre el condenado, y éste dejo de ver el cielo.
Pasó un día más. La noche había asomado ya, devorando la luz y haciéndose la dueña del mundo, al menos hasta que el sol reclamara de nuevo su derecho. Un guardia guardaba celosamente al niño, más como un ritual que porque alguien creyera que pudiera escapar.
A medianoche pasada, una figura vestida con ropajes grisáceos se acercó hasta la plaza. Por sus andares se veía que era una mujer, pero su rostro era un enigma, oculto por una capucha.
-Hidromiel para ti traigo, buen centinela- le dijo al guardián.
-Gracias, mujer.
Sin advertir la identidad de la aguadora, el vigilante bebió con avidez de la jarra que le había tendido, mojándose la barba pelirroja. Su único agradecimiento fue un sonoro eructo.
-Puedes marcharte ya, muj...
El sopor no le dejó concluir su frase. Cayó como un fardo sobre el suelo. Las hierbas habían hecho bien su trabajo, se dijo la mujer. Sin perder un segundo se acercó hasta Asgeir, que nada había advertido, encerrado en sí mismo como estaba. Al advertir el tacto de una mano grácil, levantó la vista, y el corazón le dio un vuelco.
Hubiera querido pronunciar la palabra “madre”, pero sus boca pastosa no le dejó hacerlo. Con todo, el abrazo de la mujer le llenó el maltrecho corazón.
-Tienes que escapar, hijo- le dijo ella, tras desatarlo-. Vete muy lejos. Cuando amanezca te perseguirán. No dudarán en darte muerte.
-¿Y tú, madre?- balbuceó imperceptiblemente el niño.
-Estaré bien, nadie me ha visto. Vete ya, por Odín. Cuídate, mi pequeño.
-Te quiero madre- de nuevo el llanto acudió a sus ojos-. Despídeme de Jora y Harald.
Ya la mujer corría a esconderse. Él decidió que debía hacer lo mismo, así que corrió, pero sus fuerzas eran escasas. Si quería escapar, antes necesitaba descansar.
Sabía del lugar idóneo.

6

En su gruta secreta descansó unos minutos. Nadie conocía su existencia, excepto Jora y Harald. Los tres niños la habían encontrado el verano pasado, mientras jugaban por las cercanías. Se habían encargado de camuflarla con esmero, con lo que nadie que no la buscara a expresas podría encontrarla. Había un manantial en su interior, en el que Asgeir sació su sed, bebiendo hasta que creyó que iba a estallar. Masticó con avidez unas bayas que encontró por el camino, devorando también unas setas que crecían en la cueva.
Una vez medianamente saciado, la magnitud de su problema se hizo patente. Tenía once años, ¿dónde iba a ir? ¿cómo saldría adelante? No tenía nada, salvo la ropa que llevaba puesta, harapos que no le protegerían cuando cayera el frío. Eso absteniéndose de mencionar que sería pronto perseguido con ahínco, y no solo por los habitantes de su tribu. Cuando las nuevas llegaran a otras aldeas, sería un paria sin hogar, un maldito, considerado un demonio por cualquier habitante de las tierras del norte.
La desesperación una vez más le golpeó con fuerza. Más le valdría entregarse o suicidarse él mismo.
A punto estaba de darlo todo por perdido, cuando un sonido llegó a sus oídos. Creyendo que eran los habitantes de la aldea que ya venía a por él, la sensación de peligro despertó una vez más sus ansias de supervivencia. Se preparó para vender cara su piel.
No era un guerrero quien entró en la gruta. La pequeña figura escrutó la cueva, como para acostumbrarse a la oscuridad. Cuando Asgeir la reconoció, no pudo evitar un grito.
-¡Jora!
-¡Asgeir!
Ambos se encontraron en un emocionado abrazo, preñado de cariño. Se estremecieron, y no pudieron evitar que nuevas lágrimas salpicaran sus mejillas.
-¿Qué haces aquí?- le dijo él, una vez más tranquilo.
-Me escapé de casa. Quería rescatarte pero alguien se adelantó. Cuando llegué vi el guardia dormido y la estaca desierta. Imaginé que vendrías aquí.
Volvieron a abrazarse, tras lo cual ella sacó algo de su zurrón. Unas tiras de carne seca y unas pasas dulces.
-Pensé que estarías hambriento- dijo la niña.
Y cómo lo estaba. A pesar de recién haber comido las bayas y las setas, engulló el alimento en un santiamén. Luego la miró a los ojos y ella vio reflejada su tristeza.
-Yo no creo que seas un monstruo, Asgeir. Y sé que Harald tampoco.
-Lo se, pero los demás sí lo creen. Debo irme, Jora, debo huir si quiero vivir- comentó agriamente él.
-Me voy contigo- soltó la chiquilla.
-¿Qué?
-Ya lo has oído. No te dejaré solo.
La proposición de la jovencita llenó de gozo el alma del muchacho, pero pronto tuvo que rechazarla.
-No puedes hacerlo. Te perseguirán como a mí. También te matarán si nos encuentran.
-No me importa. Sólo quiero estar contigo- dijo ella, sincera, y firme en su decisión.
Solo tenía diez años, pero su voluntad era mayor que la del más enconado berseker. Se dijo una vez más que era una cabezota, pero la entendía perfectamente. Él haría lo mismo en su caso.
Asgeir la tomó instintivamente de las manos, acercándose hasta ella. Sin pensarlo siquiera, ambos se besaron en los labios. Fue un beso espontáneo, cándido, pero pleno de sentimiento, más expresivo que un millón de palabras.
Rojos como tomates ambos, Asgeir se centró en la huída.
-Necesitaríamos un mapa de los caminos- comentó.
-Mi padre tiene uno. Aún quedan cuatro horas para el amanecer, me daría tiempo de ir y recogerlo.
-Está bien, te esperaré aquí- dijo el muchacho, tomándola de la mano-. Ten cuidado.
Ella dibujó una enorme sonrisa que abarcó casi todo el rostro. Tras prometerle que volvería enseguida, se fue.
Pasados unos instantes, Asgeir siguió con el plan que había trazado tras el beso con Jora. El asunto del mapa no había sido más que un ardid para alejarla, pues sabía que el padre de la niña, mercader, debía disponer de planos de todos los caminos de la región. El motivo de toda la jugarreta era, por supuesto, irse sólo. No podía llevarla consigo, era consciente de que el peligro sería demasiado. Arriesgarla a ella era un precio que no estaba dispuesto a pagar.
La quería demasiado.
Con el corazón destrozado por la mentira, a sabiendas del sufrimiento que iba a provocarle, decidió ser fuerte. Partiría de la cueva, seguiría el río en dirección al sur. Ya vería lo que el mañana traía. Quizás con suerte, algún día pudiera volver a aquel lugar. Tal vez un día pudiera volver a por ella.
-Perdóname Jora- dijo, mientras depositaba algo en el suelo de la gruta.
Un pañuelo bordado, regalo de la niña hacía dos veranos.
-Volveré a buscarlo, te lo prometo.

7

Dos figuras invisibles contemplaban inmutables los pasos del chiquillo, mientras éste bordeaba la orilla del río. Ninguna criatura viva podía verlos si ellos no lo deseaban, mas ellos podían observar con total tranquilidad.
Uno, un hombre viejo, de larga barba blanca, no obstante de complexión poderosa. Con su único ojo nada escapaba a su control.
El otro era aún más corpulento, aparentemente más joven, taheño. En su mano aferraba un arma.
Un martillo.
-¿De verdad crees que será capaz de hacerlo?- le dijo el pelirrojo- Es sólo un niño.
-Lo hará, confía en él.
-Sigo pensando que hubiera sido más útil un guerrero experimentado.
-Para lo que se avecina necesitamos algo más que músculos- dijo el anciano-. Necesitamos inteligencia y sobre todo una voluntad férrea. Y no te preocupes, aprenderá a luchar. Aunque no le guste, lo hará, como aquel a quien representa.
El portador del Martillo miró a su acompañante.
-Espero que no te equivoques, Padre.
-No lo haré, Hijo, no lo haré.


©2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo- relatos de lo mundano y lo fantástico”

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"