TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

jueves, 25 de septiembre de 2008

La ciudad de los monstruos (III)

Seguimos con este relato corto de acción negra. Pero antes, gracias a mis pocos pero fieles lectores (4nigami, Alu, Lyra, Víctor, y seguro que más que por un motivo u otro no dejáis constancia de vuestra visita- no importa, de veras-). Espero que la lectura no se os haga muy larga. Con estos tres capítulos que hoy incorporo, llegamos al ecuador de la historia, y remataremos esta etapa con una escena de acción de la que estoy muy satisfecho. Ya me contaréis vuestra opinión al respecto.

***


Falta poco para que salga el sol cuando el Reiker’s Hole cierra. Como las noches de antaño, los gorilas seguratas del local se emplean fuerte para desalojar a los últimos borrachos remolones. No son amables al hacerlo.
Yo me marcho por mi propio pie, pero no solo. La pequeña Ellen me pide que la acompañe hasta su casa- en una demanda que, por su tono, no da lugar a segundas lecturas-, y yo acepto sin dudarlo.
-Aún es peligroso para una chica caminar sola por estas calles. Lo es incluso de día- me dice.
Una gran verdad.
-Un hombre grande como tú hará que cualquier capullo se lo pienso dos veces antes de atracarme.
Caminamos tranquilamente, sin hablar mucho, por las solitarias calles. Y cuando me paro a pensar en la situación, ésta me sorprende. En circunstancias normales, acompañar a una mujer a su casa significaría tener expectativas de pasar la noche con ella, pero este caso es totalmente diferente. La menuda Ellen es, innegablemente, una belleza por la que cualquier hombre podría derretirse. Es preciosa y atractiva, y no puedo negar que, como hombre, me gusta, no entendería que fuera de otra forma.
Sin embargo en ningún momento se me pasa por la cabeza que ocurra algo entre los dos. Quizás sea porque su comportamiento es, a diferencia de cualquier mujer que yo haya conocido antes que ella, sincero y un tanto ingenuo. Quizás sea porque cuando me mira no me juzga, sino que me acepta. Sí, ya se que apenas hace unas horas que la conozco, pero de algún modo que escapa a mi comprensión entiendo que hemos congeniado. ¿De qué otro modo podría explicarse que ella confíe en mí para acompañarla a su casa? Esta no es la ciudad más apropiada para entregarse a la protección de un desconocido.
-Hemos llegado- dice Ellen, sacándome de mi ensoñación.
Nos detenemos en un viejo pero aceptable bloque de apartamentos, a tres manzanas del bar.
-Bueno, pues entonces te dejo. Tengo una sucia habitación en un hotelucho esperándome- le digo, bromeando sobre lo que no deja de ser una triste realidad.
Aún no tengo trabajo- y complicado será encontrar uno dentro de los límites de la ley, pues nadie honrado contrata a un antiguo preso-, por lo que la mísera pensión que tan generosamente el gobierno me otorgó al salir del trullo no me da para mucho más que un cuartucho lleno de cucarachas y un baño compartido con el resto de vecinos, un lugar que tendrías que ser generoso para considerarlo de tercera categoría.
-Oye, mi piso es muy pequeño, pero puedes quedarte en el sofá las noches que necesites- me dice ella, y lo hace sin vacilar, sin dudar.
O es una verdadera ingenua o es la criatura más generosa del planeta. O tal vez ambas cosas.
-Ellen… ¿Por qué tanta amabilidad conmigo?- le pregunto, porque realmente no lo entiendo- No sabes nada de mí, podría ser peligroso, podría ser un degenerado psicópata.
Me vuelve a sonreír, me vuelve a desarmar.
-Si lo fueras, no estarías diciéndome eso. Además, son tus ojos los que me revelan la verdad. No eres un criminal, Gregg. Quizás hayas hecho cosas inapropiadas e incluso crueles, quizás hayas cometido errores que te llevaron a la cárcel, pero no eres una mala persona.
Es increíble, siento que algo se retuerce en mi interior. Jamás lo había sentido, jamás. Yo, el tío más frío del mundo, siento de repente un calorcillo en algún lugar del pecho que no logro identificar. ¿Cómo puede haber una criatura tan buena en el mundo? Pero lo más desconcertante… ¿Cómo puede mirar en mi interior?
Es un ángel, no me cabe otra explicación.
-Eso sí, a cambio te toca a ti hacer el desayuno cada mañana- se ríe ella, y yo acompaño su broma con una revitalizadora carcajada.
Tras tantos años, había olvidado el sonido de mi propia risa.

***

Ha pasado toda una semana en la que, a pesar de mi insistencia, Ellen no me ha dejado marchar de su diminuto pero agradable pisito. La última vez casi se enfadó, así que he decidido no preocuparme más por ello.
Al final he encontrado un trabajillo en los muelles. Ayudo a descargar los contenedores que dejan los barcos mercantes. No es un mal trabajo, pagan relativamente bien. Te hacen sudar pero te deja la cabeza despejada para pensar en tus cosas y no se preocupan de donde has estado durante los últimos años. Por las noches estoy libre, así que acudo cada día al bar, hago compañía a Ellen, con la que cada vez me siento más a gusto. Sí, sé que algunos lo mirarían raro, una joven de dieciocho años amiga de un tío medio desfigurado, recién salido de la cárcel, y que casi le dobla la edad. De hecho, varios de los habituales del bar habían comenzado a bromear sobre el asunto. Ayer mismo estuve a punto de partirle la boca a un seboso borracho por insinuar que Ellen era mi puta personal. Se libró por la oportuna intervención de la propia muchacha.
-No hagas caso de esas tonterías, Gregg, o estarás todas las noches de bronca y ganándote enemigos- me dijo Ellen-. Además, sólo son palabras, no saben de lo que hablan.
Tenía razón, como siempre, así que me calmé, al menos en presencia de ella.
Es domingo, al fin Ellen y yo tenemos un día libre, así que, a insistencia de ella misma, lo pasamos juntos haciendo un picnic en el parque del barrio. Por las noches está lleno de vagabundos, borrachos durmiendo la mona y drogatas pinchándose, pero de día todo eso desaparece y se convierte en quizás el único lugar de paz de todo aquel condenado barrio.
-En todo este tiempo aún no me has preguntado nada de mi anterior vida, de porqué me encerraron- le suelto en un momento dado.
Estamos sentados sobre la hierba, ya por la tarde, tomándonos unos refrescos- las cervezas quedaban para la noche en el bar, y sólo un par, como mucho-. Ellen sonríe y, dulcemente, me acaricia la mejilla con su mano.
-Eso no me interesa, Gregg. Lo que hiciste no es importante, no para mí. Yo misma he dejado atrás mi propio pasado, he empezado de cero.
-Ya veo- le digo, y me quedo mirándola fijamente, tratando de imaginar de qué había huido aquella chiquilla.
Ella aún no ha apartado su mano de mi rostro, y no parece querer hacerlo.
De repente, el ligeramente nublado cielo se encapota del todo, se vuelve negro, y comienza a descargar una imprevista lluvia torrencial. Recogemos las cosas y, riendo mientras corremos, damos por finalizado el día y volvemos a su apartamento.

***

Termina el día, regresa el lunes, y aquella rutina recién estrenada vuelve a comenzar; una rutina que no me molesta, porque supone más alicientes que todo un año en la cárcel.
Por la noche, como siempre, vuelvo al bar. Y también como siempre espero a que acabe la noche para volver con Ellen.
Los veo al acercarnos a su apartamento, mi sentido común y sobre todo ese instinto afilado en la cárcel captan al instante que algo no funciona. Dos coches en ristra, uno detrás del otro, en una calle en la que normalmente nadie aparca, porque saben que no les duraría el vehículo ni una hora. Dos coches, además, de potente cilindrada, demasiado buenos para que pertenezcan a cualquiera de los humildes vecinos. Dos coches, además, ocupados en su interior.
Hombres de Stockell, como si lo viera.
Ellen detecta al instante mi nerviosismo contenido. Un suspiro después, mi corazonada se convierte en certeza al bajar, al mismo tiempo, los ocupantes de los vehículos: cuatro, en total. Durante un fugaz instante cavilo todas las posibilidades, llego a la conclusión que resulta preferible que Ellen regrese al club, de donde tiene llave, y se refugie allí mientras yo averiguo de qué va esto. Obviamente, un plan estúpido, porque Ellen jamás consentiría dejarme sólo con esta chusma. Huir no está entre mis planes, pero en estas circunstancias lo haría, por Ellen. No me atrevo a enfrentarme a esos tipos sabiendo que puede haber una bala o un navajazo que se escape hacia mi amiga.
Entonces me vuelvo al oír un ruido y comprendo que ya no tengo elección. Por detrás se acercan tres individuos más, que nos rodean. Ahora ya son siete.
Ahora sólo queda el enfrentamiento.
Ellen se coge a mi cuerpo, instintivamente buscando una protección que no sé si podré brindarle. Si al menos tuviera un arma…
Reculo hacia un portal, consiguiendo con ello que los matones que se acercan queden enfrentados a mí y no tenga que preocuparme de mi espalda. Cubro con mi cuerpo a Ellen y me preparo para el espectáculo.
-Estoy listo para bailar, capullos- les digo, mostrando seguridad en mi voz.
Se ríen, y no me extraña. Un tipo sólo, desarmado, contra siete matones armados hasta los dientes con sus pistolas. Las veo en sus sobaqueras o simplemente metidas en los pantalones… Y sin embargo no muestran ninguna intención de sacarlas, y me pregunto el motivo. ¿Por qué molestarse en una pelea cuerpo a cuerpo, pudiendo solucionar esto con facilidad? Un disparo y se acabó, y luego podrían hacer lo que quisieran con Ellen.
De todos modos, la ventaja a su favor sigue siendo abrumadora, lo saben, todos lo sabemos. Dos de ellos deciden lanzarse hacia mí en primer lugar. Detengo el puñetazo del primero del modo más doloroso- para él- que puede existir: con el codo. El tío aúlla de dolor al destrozarse todos los huesos de la mano, y yo aprovecho la estupefacción del otro para reventarle el abdomen con una patada rápida.
Los otros cinco ya saben a lo que atenerse y me atacan en tromba. Esquivo el puñetazo de uno, pero no puedo con el siguiente, que me da en el rostro desde arriba, partiéndome el labio inferior. La sangre mancha el suelo, pero reniego del dolor y me recupero lo suficiente para golpear a uno de ellos en las costillas. Me quedan cuatro.
Demasiados.
Apenas logro interponer el brazo izquierdo ante el frío destello. Me salvo de ser apuñalado en el corazón, pero a cambio me encuentro con una navaja medio clavada en el antebrazo. Sin embargo, no tengo tiempo de gritar o gemir, no con Ellen aún tras de mí, observando aterrorizada la paliza que me están propinando. Nadie la toca, nadie trata de hacerle daño. Claro, vienen a por mí, no tienen nada contra ella.
Aquello me da un soplo de ánimo, el saber que, en principio, mi amiga está a salvo. Consigo así centrarme en lo que tengo delante, y al fin me lanzo despreocupado a la refriega. Cuatro contra uno, y yo además tullido. No deberían tener problemas para hacerme papilla, pero maldito sea si se lo pongo fácil. Rodillazo a los huevos al primero, el viejo truco, el que nunca falla; empujo al castrado contra los otros y gano el tiempo suficiente para quitarme la puta navaja aún clavada en mi brazo, sin que me importe el escandaloso chorro de sangre que causo en la herida.
Algo estalla en mi interior. Sí, ahora vais a saber lo que es ser implacable, idiotas. Si lo que queríais era desatar un infierno, acabáis de soltar al mismísimo diablo.
Ahora conoceréis en qué me ha convertido la escoria como vosotros.
Lanzo la navaja, que se clava en la garganta de uno de los matones. Tú sí que estás acabado, para siempre. Los dos que quedan en pie, más el que recibió el puñetazo en las costillas, que comienza a recuperarse a pesar del dolor, ya no están tan seguros de lo que hacen. Casi han perdido la ventaja que tenían, dudan ante aquel tipo que, incluso herido, demuestra ser todo un animal salvaje.
-Apuesto a que no imaginabais que os daría tantos problemas… ¿Verdad, chicos?- me burlo.
Cargo con todo, me echo sobre ellos, los abrumo, los lacero, casi poseído por una furia incontrolable, una ira nacida de la necesidad. La ira… sí, es eso, vuelve ha renacer… vuelvo a sentir el fuego en mi interior. Me lo repito una vez más: “para sobrevivir en un lugar repleto de monstruos, debes convertirte en uno”.
Y yo soy el peor.
Al fin se acaba. Todos yacen en el suelo, malheridos la mayoría, algunos de verdadera gravedad, uno de ellos muerto. No me arrepiento, nadie echará de menos a ese cabrón asesino- es posible incluso que haya salvado la vida a una futura víctima-. En la guerra uno no puede arrepentirse de matar a sus enemigos cuando se trata de conservar el pellejo.
Me vuelvo entonces hacia Ellen, esperando, esta vez sí, una mirada de asco, de silencioso reproche ante la recién desatada ira de la bestia. No la hubiera odiado por ello, me doy cuenta de que he estado a punto de perder el control del todo.
Y sin embargo no veo nada de eso. Dios, sigue sin juzgarme, a pesar de todo, a pesar de haber descubierto mi lado oscuro, una faceta que incluso a mí mismo me aterra. Ha visto al monstruo, y aún con todo me mira con esos maravillosos ojos azules, y no percibo en ellos más que cariño y preocupación.
Y entonces, la debilidad se ceba en mí, y todo se vuelve negro oscuro, mientras me desplomo yo también.

Continuará...

sábado, 13 de septiembre de 2008

La ciudad de los monstruos (II)

Segunda parte de este relato largo. Disculpad por la espera, demasiadas cosas para tan poco tiempo. Espero que lo disfrutéis.



***

Reiker’s Hole no ha cambiado nada en aquellos catorce años, al menos en aspecto sigue siendo aquel tugurio inmundo y sin embargo con un particular encanto. Obviamente, sus bailarinas ya no son las mismas, habían sido renovadas por otras más jóvenes, más atractivas… y en algunos casos más predispuestas a según qué negocios.
Sin embargo, el local, embutido en un sucio callejón del aún más sórdido Hogar del Diablo- el peor de los barrios de la ciudad, que no es decir poco-, sigue igual, o al menos a mí me lo parece: una cueva oscura, cargada con el sofocante olor a tabaco y otras especias; un rincón de la ciudad en donde encontrar perdedores de la más variada calaña, con el suelo manchado por igual con la sangre de las peleas, la bebida derramada, los escupitajos, las colillas y el vómito de los que han mamado demasiado. La pista central sigue siendo la misma, no muy grande, con la habitual barra vertical que sirve a las bailarinas para hacer sus números calientes. Un buen puñado de sillas dan la vuelta al entablado, todas ocupadas por ávidos mirones, borrachos unos, simplemente calenturientos otros. Una despampanante pelirroja de curvas peligrosas y pechos al descubierto se mueve al son serpenteante de una melodía excitantemente absorbente. Su ritmo es irresistible, su cintura danza en un erótico y sugerente vaivén que hipnotiza a todos los presentes, consiguiendo que para éstos no exista más que aquella deseable diosa del baile.
Al entrar en el bar inhalo fuerte, absorbo el que otros considerarían un odioso hedor, y luego me dirijo a la barra. No hay muchos allí sentados, y los pocos que sí están igualmente ensimismados con Cycy, como descubrí más tarde que se llamaba la belleza del escenario.
Me siento sobre uno de los taburetes, pero a diferencia del resto me desentiendo del espectáculo. Y no porque no me guste éste- tras tantos años entre rejas, qué hombre no quedaría cautivado por una bailarina de streaptease-, sino más bien todo lo contrario, porque me gusta demasiado. Después del asunto de la zorra de Stockell, no estoy dispuesto a caer en la tentación de ser engañado por otra “profesional”.
Como si pudiera controlarlo.
La camarera que me atiende bien podría haber sido de ese tipo de mujeres, es más, habría sido lo habitual. En aquel barrio, prostituta y camarera son términos sinónimos en la mayoría de las ocasiones. Sin embargo me basta un vistazo para comprobar que no estoy ante la típica buscona con ganas de un sueldo extra.
-¿Qué te pongo, amigo?
Su voz aniñada está tan fuera de lugar en aquel sitio oscuro como su aspecto. Le calculo diecisiete años, dieciocho como mucho, pues aunque ya con evidentes formas de mujer- atractiva, aunque sin llegar a la acostumbrada exhuberancia de las bailarinas-, sus ojos aún brillan inocentes, tanto como podía serlo alguien en aquella basura de ciudad, en aquel hediondo barrio y en aquel tugurio de mala muerte. Su cabellera castaña enmarca unos rasgos delicados aún suaves y dulces, aún no embrutecidos por la dureza de la vida. No cabe negar que es hermosa, pero más bien como una tierna flor creciendo en un campo de malas hierbas.
Una rareza, sin duda.
Me observa fijamente, la azulada mirada directamente en mis ojos, otro rasgo propio que nunca había visto en otras mujeres del gremio- sólo las putas de más caché, las más seguras de ellas mismas, se permitirían el lujo de mirar a un posible cliente a los ojos-. Una azulada mirada que bien podría animar al ánimo del más vapuleado.
-Una cerveza…- le respondo yo.
Me sonríe medio pícaramente, y un instante después ya tengo el botellín frente a mí. Saboreo el primer trago como si en realidad fuera el último… Después de tantos años sin probar una sola gota de alcohol, aquella cerveza se me antoja el paraíso. Sé que no debería, que volver a beber no es una buena idea, pero qué cojones. Me digo que me merezco el gustazo. Mañana será otro día.
Y mientras, la joven no deja de observarme.
-Déjame que lo adivine… acabas de salir de la trena- no lo pregunta, lo afirma con seguridad.
-¿Tanto se me nota?- digo yo.
-Bueno, no te he visto nunca por aquí antes, así que tenía sólo dos opciones, forastero o ex-convicto- razona ella-. Si fueras forastero no te habrías adentrado en este tugurio tú solo, ni te sentirías tan complacido de saborear una cerveza barata. Así que la deducción era clara.
Me permito el lujo de sonreír. Al igual que la propia cerveza, la primera sonrisa en años.
-O tú muy inteligente- le comento.
-Gracias por el cumplido- ríe ella.
-Bien, ya que estamos jugando a las deducciones, te diré cuales son las mías en cuanto a ti- decido lanzarme al juego sin apenas considerarlo-. Eres una estudiante que se gana unos billetes trabajando como camarera, y sólo como camarera.
Ella entiende a la perfección.
-Has acertado. El primer año de universidad es el más chungo…
Dieciocho años, entonces.
-Lo suponía, pareces fuera de lugar en este bar…
-¿En qué sentido?- y me mira simulando algo parecido a enojo, pero a la vez conteniendo una sonrisa- ¿No me crees capaz de hacer lo que hace Cycy?
-No he dicho eso. Sencillamente es que eso que ella hace es un papel, un artificio. Tú en cambio rebosas naturalidad.
Se echa a reír sonoramente, un sonido que, de nuevo, consigue que los labios de mi fea cara se curven hacia arriba.
-Por aquí nunca me han faltado los piropos, la mayoría groseros. Sin embargo, eso es lo más bonito que me han dicho nunca. ¿Cómo te llamas, vaquero?- me pregunta entonces.
Estoy a punto de responderle como lo hago con todo el mundo… “Wingarth”. Pero en el último instante un impulso me hace cambiar de idea.
-Gregg.
-Pues encantada, Gregg- y situa una nueva cerveza al alcance de mi mano-. A esta invito yo.
Y se gira, y se marcha para atender a otro cliente que la demanda. Pero antes, vuelve la cabeza y, guiñándome un ojo, me habla.
-Por cierto, yo soy Ellen.
***
A partir de ese momento, entre uno y otro cliente, Ellen, por algún motivo que no llego a comprender, decide dedicarme más tiempo que a cualquier otro. Charlamos, de cosas banales, nos reímos. Me siento reacio a marcharme, así que pienso en quedarme hasta que el local cierre las puertas.
En un momento dado, mientras Ellen atiende a uno de los muchos borrachos apoltronados en la barra, advierto por el rabillo del ojo a tres tipos fornidos que acaban de entrar al local. Los veo sentarse en el reservado que hay justo al lado de la puerta, el lugar perfecto para observar la barra. Aunque no estoy seguro de que sus miradas me busquen- hay poca luz, y no puedo verles los ojos-, su aspecto es tan delator que ni lo dudo. Llevan escrita en la frente la palabra “matón”, y sospecho para quien trabajan.
Así que Stockell no ha perdido el tiempo, me digo para mis adentros. El mismo día en que sueltan a quien se jodió a su fulana pone en marcha a sus perros para que culminen la venganza de una vez por todas.
Sea. Les daré el placer.
O me lo daré a mí mismo.
Le digo a Ellen que voy a mear a la calle. Me susurra al oído, muy cariñosa, que no tarde, que al menos conmigo puede tener una conversación entretenida y que no derive en un “vamos a follar tú y yo”. Le prometo que en menos de cinco minutos estaré de nuevo en la barra.
Me levanto y camino hasta la puerta. Sigo sin verles los ojos, pero advierto que los tipos vuelven la cabeza hacia mí. Abro la puerta y salgo, pero antes de hacerlo veo de pasada que sólo dos de ellos se levantan. Aquello me extraña, pero decido seguir adelante. Llego hasta un cercano contenedor lleno hasta los topes de basura, y en el rincón que forma con el muro me la saco y meo.
Aun no he llegado a la mitad de la meada y ya los dos tipos están a mis espaldas. No me inmuto, sigo con lo que estoy haciendo, pero a la vez les hablo.
-Os envía Stockell… ¿no?
-Vaya, que listo eres…- dice uno con cara de rata y cuerpo de oso.
No necesito saber más, entre otras cosas porque si me lo han dicho es por un solo motivo: estoy en su lista negra. Antes de que continúe la frase, me la sacudo y la guardo. En un movimiento fugaz, inesperado para ambos tipos, giro sobre mis talones. No llevo pistola o navaja, nada. Pero eso no me importa lo más mínimo.
El monstruo no necesita armas para cargarse a dos capullos como aquellos.
A uno le doy un brutal puñetazo en el estómago- al menos corpulento de los dos-, y lo dejo momentáneamente fuera de combate. El otro trata de reaccionar, pero no sabe que se las está viendo con un tipo que ha aprendido a sobrevivir en un lugar como la cárcel con el único concurso de sus manos, un lugar donde uno tiene que ser rápido, impasible y con los reflejos siempre afinados.
Así, me adelanto a su navajazo dándole con el codo en el rostro. Le rompo la nariz- ¡Ah, que bien suena su tabique nasal al crujir!-, al instante un estallido de sangre brota de ésta.
Pero ya tengo al otro encima otra vez. Sin problema. Una fuerte patada en la espinilla, con su consecuente reventar de huesos, me bastan para dejarlo retorciéndose de dolor en el suelo. Al otro lo cojo de la cabeza y lo estampo contra el contenedor. Cae a plomo, totalmente inconsciente.
Debo decir que me ha gustado. Sienta bien romperle la crisma a esta gentuza, con ellos uno puede despacharse a gusto sin tener remordimientos de ningún tipo. Son la mejor de las terapias contra la ira contenida. Y eso que he controlado al monstruo.
Me enciendo un cigarro y espero un momento, no mucho. Al poco sale desde el garito el tercer individuo, lógicamente alarmado al comprobar que sus compañeros no regresaban al interior del bar. Lo cojo por sorpresa- a estas alturas poco me importa ya atacar por la espalda-, saltando desde la oscuridad del rincón donde he meado. Dos derechazos lo dejan aturdido, y yo aprovecho para darle mi mensaje.
-Dile a Stockell que esto es lo que haré a cada uno de los capullos que envíe a matar a Gregg Wingarth.
-P-pero… nosotros…
No le dejo hablar más. Un nuevo impacto de mi puño lo deja tan inerte como sus compañeros.
Contemplo mi obra, me atuso la gabardina y vuelvo al bar.
Como si nada.

(Continuará)

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"