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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

domingo, 19 de octubre de 2008

La Ciudad de los Monstruos (Final)

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¡Al fin! Exclamaréis algunos al advertir que este es el capítulo final del relato largo. Ha sido un largo recorrido, aunque espero que no se os haya hecho muy pesado. Y espero asímismo que la conclusión sea de vuestro agrado y haya valido la pena toda la lectura anterior. Una vez más, gracias a los incondicionales que habéis seguido la historia.


Y ahora, sin más preambulos (sonido de trompetas y fanfarria diversa), el final de La Ciudad de los Monstruos.


PD: Espero poder anunciar pronto una pequeña buena noticia.
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RECORDATORIO: Gregg se había plantado en la mansión de Stockell para rescatar a Ellen de las intenciones de su padre. En la puerta del salón donde se halla reunida la plana mayor de la mafia de la ciudad, el antiguo policía decide que no hay mejor modo de entrar al lugar que llamando a la puerta.


***


Mi primera mirada es, lógicamente, para Ellen. A espaldas de su padre, atentamente vigilada por el gigante bestial que casi me mata, sus ojos habían pasado de chispear ante la esperanza de ser rescatada, al dolor de verme en manos de su padre.
El resto de presentes.... bueno, por sus caras anonadadas deben creerme un loco, y quizás lo sea. En aquella sala se encuentran reunidos diez de los más grandes capos de la mafia de la costa este. Algunos de ellos son delincuentes declarados, como El Santo- aunque jamás ningún juez ha tenido el valor de buscar pruebas contra él-, pero la mayoría pasan, a ojos de la sociedad, como respetables filántropos. Nadie podría creer que el respetable Douglas McHenzall, por ejemplo, empresario de la construcción volcado con la causa ecológica, esconde al segundo traficante de armas en ganancias. Sus pistolitas y fusiles siguen armando a movimientos terroristas y ejércitos insurgentes a lo largo y ancho del planeta; o el reverendo Bottom, que tanto se llena la boca, en público, defendiendo a las minorías étnicas. El plantel de personajes que me rodea es sin duda digno del mismísimo infierno.
Pero la rata más grande del nido no es otra que el propio Stockell, el paradigma del patriótico político comprometido con su país y su ciudad. En sus campañas promocionales alega una y otra vez su juramento de acabar con el crimen en la ciudad, en el país entero… todo mentira. La realidad es bien distinta a la del agradable tipo que se fotografía con adorables niños, siempre sonriente. Aquel hombre, de aspecto tan gallardo y absorbente, colabora con sus “socios en la sombra” en todos los asuntos sucios que uno puede imaginarse: tráfico de drogas y armas, prostitución, blanqueo de dinero, juego ilegal… su campañas están teñidas con el sufrimiento y la decadencia de muchos…
…con la sangre de muchos.
Ahora, sin embargo, no parece muy agradable a la vista. La rata se ha quitado el disfraz y, aunque sonriente a pesar del desconcierto de verme allí, con las manos en la nuca, rendido, se muestra tal y como es. Me mira con desprecio, mientras decenas de armas me apuntan, pero con la media sonrisa del que se cree ganador, cuando un segundo antes se creía perdedor. Basta un solo gesto por mi parte, un simple movimiento que puedan malinterpretar, y vaciarían sus cargadores sobre mí. Ya lo habrían hecho, pero el mismo Stockell los ha contenido. Quiere saber porqué, tras causar tal caos en su mansión, me he entregado pacíficamente.
-Señor Wingarth, sea bienvenido- se mofa-. Confieso que no esperaba verlo aquí. Y sin embargo, cuando han comenzado las explosiones, he imaginado que sólo un loco como usted podría causar todo esto. Lo que me sorprende es el modo que ha elegido para entrar.
-Bueno, usted y yo tenemos deudas pendientes, y me gusta pagar lo que debo.
La risa de Stockell resuena en la inmensa sala. Al fondo, sobre la chimenea, un retrato al óleo del político parece reírse al unísono.
-Pobre Wingarth… ¿De verdad creías que iría a por ti en cuanto salieras de la cárcel?- pregunta, continuando con la sorna- Amigo mío, no eres tan importante. Aunque la verdad es que sí que me habría divertido jodiéndote un poco más la vida, si no hubiera tenido otras preocupaciones.
No me pasa inadvertida la mirada fugaz que el cabrón dirige a Ellen. Pero la joven ni lo advierte. Sólo tiene ojos para mí, pero su mirada es un pozo de angustia y tristeza, como si creyera que pronto ya no volvería a verme con vida. Pero, en ese fugaz instante en que su padre deja de observarme, le hago un guiño. Sus ojos se agrandan, sus finas cejas acompañan el movimiento.
Chica lista. Ha comprendido que el juego no ha acabado.
-Sin embargo- continúa su padre-, estás aquí. De todos los perdedores con los que podía toparse esta hija mía desagradecida, ha tenido que dar contigo. Has entrado en mi propiedad y desatado un infierno. Has tratado de humillarme delante de mis socios, y eso me temo que no puedo permitírtelo.
Me apunta con su Smith & Wesson, una pistola que me da por el modo en que la sostiene que ya ha utilizado antes.
-En realidad, he venido a ofrecerte un trato- le digo, y consigo una vez más despertar su hilaridad… pero también su curiosidad.
-¿Un trato? ¿Y qué puede ofrecerme el aspirante a cadáver del día?
-Oh, algo muy sencillo. Mi trato es el siguiente: deja que me marche con Ellen, tranquilamente, por la puerta. Por supuesto, nadie nos seguirá. Sencillamente nos dejaréis en paz para siempre. A cambio, todos los que estáis aquí podréis seguir con vida.
La risa se extiende, contagiosa, a todos los presentes. Todos se carcajean, excepto Ellen. Incluso yo sonrío. Aunque mis motivos son bien distintos: sé lo que se avecina.
-Casi me da pena matarte, Wingarth. Has resultado ser un bufón de lo más entretenido- dice Stockell.
-Sí, un bufón… pero un bufón precavido.
Y entonces, les dejo ver al fin lo que porto en la mano derecha, y que había permanecido oculto gracias a mi cabeza. Un aparato que todos reconocen al instante.
-Esto, señores, es un transmisor, o mejor dicho, un detonador. Está accionado, en cuanto pulse el botón, estallarán las varias cargas de sem-tex que he alojado en ciertos puntos del edificio, aprovechando el caos que he causado. Y no temáis, no he escatimado en explosivos, hay suficientes para convertir toda la zona en un cráter como el de Arizona. Sabéis lo que significa… ¿verdad? Que incluso aunque me acribilléis a balazos tendré las fuerzas suficientes para hacer “clic”.
Sus rostros desencajados, el miedo reflejado en los ojos, todo me demostró que lo habían entendido.
-Sí, amigos, estáis a una simple decisión de saltar en pedazos. Así pues, Stockell… ¿qué será? ¿Por las buenas o por las malas?



***



-Es un farol. Quizás te sacrificarías a ti mismo, pero nunca permitirías que Ellen muriera de ese modo. Te conozco bien, Wingarth, eres un puto boy-scout- me dice Stockell, aparentando serenidad.
-Y yo conozco bien a Ellen. Sé que preferirá morir a ser vendida como una mercancía al hijo de un miserable mafioso gordo.
El Santo, realmente un saco de sebo andante, amaga un insulto, pero me hago oídos sordos. Lo he conseguido, los tengo a todos acojonados, y Stockell, aunque trata de simular seguridad ante sus socios, es quien más los tiene por corbata. Me conoce, sabe que lo haría.
Ellen me sonríe, me dice que sí con la cabeza, que lo haga sin dudarlo. Es el camino seguro. Un “clic” y me cargaría a la mayor concentración de delincuentes sarnosos de la historia de esta ciudad y quizás del país entero. Un “clic” y el mundo del crimen organizado quedaría convulsionado. A saber cuantas vidas salvaría, en el intervalo de tiempo que tardarían otros en ocupar el hueco de estos capullos.
Un “clic” y una muchacha no tendría que vivir una vida de esclavitud.
Levanto el brazo, lentamente. Todos lo ven. Estoy a punto de darle al botón.
-¡Espera!- grita entonces Stockell- ¡Tú ganas, maldita seas!
Con malos modos, aferra a Ellen, la aparta del gigante y de un empujón me la envía. Ella se abraza a mí, y aunque la sensación es inenarrable, mi vista sigue fija en Stockell. El muy cerdo no estaría tan calmado si no tuviera planeado jugármela.
-Dame el detonador- exige.
-¡No, te matará en cuanto lo hagas!- me dice Ellen.
-Lo sé- susurro, y vuelvo a guiñarle el ojo.
Lanzo el detonador por el aire, hacia Stockell. Ocupado en cogerlo- sabe que si cae en el suelo podría accionarse-, no grita la esperada orden de matarme que sabía que estaba dispuesto a dar en cuanto se supiera a salvo. No era tan imbécil como para creer que los matones de la sala no se me echarían encima a poco que él lo pidiera. No dispararían, claro, para no herir a Ellen, pero me caerían encima como una avalancha.
El detonador cae en su mano, mansamente. Y es entonces, al sentir lo liviano del objeto, cuando lo entiende. Después de todo, sí que era un farol.
O tal vez no del todo.
-Debiste registrarme las manos- y muestro otro pulsador en mi otra mano-. Las dos.
Y, ante la mirada desencajada de Stockell, lo acciono, al mismo tiempo que cierro mis ojos y me lanzo sobre Ellen con un abrazo protector. La obligo con mi peso a caer, mientras el cacharro de Michell, una minúscula bomba de cloroacetofenona camuflada dentro de la carcasa del supuesto detonador, estalla justo en la cara de Stockell. El placer de oírle gritar no tiene precio.
La confusión es total. Lo rápido e inesperado de mi acción, los aullidos de dolor de Stockell, pero sobre todo el gas lacrimógeno que pronto se extiende por gran parte de la sala, convierten la escena en un caos total. Desde el suelo, a salvo de la nube cegadora, tengo vía libre para actuar. O mejor dicho, el monstruo tiene vía libre.
La Taurus 9 mm, al estilo de aquella película en donde el prota se cargaba a todos los malos de un edificio, se desliza ligera desde mi espalda, donde los muy imbéciles no me han cacheado. Apunto, no necesito ver los cuerpos, me basta con atender las piernas de los matones que se muestran visibles por debajo de la nube. Cegados y lagrimeando, siguen sin saber cómo actuar. Un disparo, dos, tres… la pistola dicta su certera sentencia mientras regala pólvora y humo al son de sus gritos desgarrados; vacío el cargador, caen los suficientes matones para que esto sea una lucha más justa.
Pero el monstruo dentro de mí no quiere una lucha justa.
Y no la voy a tener.
El humo se disipa, veo a mis enemigos otra vez. Ya quedan pocos, pero suficientes para que todo se vaya al garete… si no fuera por el monstruo. Me refugio con Ellen tras un sofá de los torpes disparos de quienes se han recuperado lo suficiente para respirar. Pero siguen afectados por el gas lacrimógeno, o es que su puntería es lamentable. Idiotas gilipollas de gatillo fácil, disparan como si estuvieran en una serie de televisión barata.
Lo aprovecho, me dejo llevar ya definitivamente por el monstruo. Salto del refugio, cojo la mágnum de uno de los imbéciles que ya me he cargado. Disparo a uno de los gorilas de El Santo, y luego utilizo al mismísimo gordo henchido como escudo humano. Tal y como esperaba, se lo piensan dos veces antes de volver a disparar, justo el tiempo que necesito para cargarme a McHenzall y a otros tres más.
-¡Eres un demonio!- grita el “honrado” reverendo Bottom, y sale corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. No me extraña que mi expresión, rendida al monstruo, y la locura en mis ojos, le hagan pensar en el Señor de los Infiernos- ¡El Ángel de la Muerte!
Le dejo marchar, mi guerra es con Stockell. Junto a él ya sólo quedan dos, además de un Stockell con el rostro quemado y la mano rota en ampollas, dos tipos que por lo visto tienen más cerebro que el resto, pues tiran las armas y se dejan caer al suelo, casi pidiendo clemencia.
Y es ahí donde cometo el error.
Porque he olvidado al gigante. Surge con la furia de un oso salvaje, abalanzándose sobre mí con rapidez. Sé que nunca llegaré a saber de donde sacó Stockell a esta mole, poderosa como un titán pero a la vez ligera como un silbido al oído. Y no lo sabré porque uno de los dos morirá esta noche.
Un disparo no basta para detener su embestida, y no me da la oportunidad de un segundo. Sin atender a la seguridad de El Santo, me arrolla. Me quita el arma de la mano, me levanta de un puñetazo y en pleno vuelo me coge de la garganta. Me ahogo, pero sé que no moriré de ese modo. El gigante me romperá el cuello antes… o no.
Porque entonces llega la caballería. Sonido de cristales rotos y una figura estilizada y elegante se descuelga desde la enorme claraboya en el techo. Sally, la silenciosa Sally, se mueve con la destreza de una bailarina de ballet. No se entretiene con los otros matones, va directamente a por el gorila que me tiene a su merced. Una patada, una sola patada a la altura de la espalda del gigante y suena un crujido. Los ojos del gigante se desorbitan, por primera vez veo un signo de dolor en su rostro. Su presa se afloja, me deja libre mientras sus piernas, destrozada ahora su espalda, comienzan a doblarse al no poder soportar su propio peso. Cae al suelo, y a pesar del insufrible dolor, el tipo sigue sin decir nada, ni el más leve gemido. Sin embargo, me hace una súplica con la mirada. “Mátame”, leo en sus ojos. Y lo entiendo. Le hago el favor, a pesar de todo, una bala en la cabeza y le evito la tortura de toda una vida tumbado en una cama sin poder siquiera alimentarse por sí mismo.
¿Todo ha acabado? Por desgracia no. Suena un nuevo disparo. Sin duda, iba dirigido a mí, pero una veloz Sally, una heroica Sally, se interpone en el último momento. Pobre y hermosa Sally, la recojo en mis brazos, contemplo cómo la luz de sus ojos huye. Maldita sea, me maldigo una y mil veces en el tiempo en que tardo en dejar el cuerpo de la exánime Sally en el suelo.
Mi pobre Sally, esto es lo que pasa cuando uno se alía con un monstruo.
Cuando levanto la vista y ésta se pone sobre el asesino de Sally, ya no existe nada de Gregg Wingarth en mí. El monstruo ha enterrado toda conciencia del hombre que fui. Stockell lo sabe, sabe que estoy a punto de matarle. Me apunta con la zurda- la otra, echa un amasijo de carne quemada, sigue inútil-, pero su mano torpe tiembla ante el horror de la certeza de que ya no queda nada humano en mí, más allá de mi cuerpo.
-¡Detente! ¡Te mataré!- me grita.
No respondo, sigo avanzando. Un disparo, que me da en el hombro izquierdo. Sigo avanzando. Otro disparo, esta vez a la altura de la clavícula. Sigo avanzando. Stockell retrocede, y apunta esta vez a mi cabeza.
-¡Se acabó para ti!- aúlla.
Pero la pistola no le acompaña, salvo en el seco sonido del percutor al golpear con el vacío.
-Ha llegado tu momento, cerdo- le digo.
Saco una navaja extensible. Me regodearé con su muerte, le haré pagar la muerte de Sally, mis años en la cárcel, el dolor causado a Ellen… Sí, lo voy a disfrutar.
-¡Alto, Gregg!
No lo puedo creer. Tan anonadado estoy, que el monstruo desaparece por completo. Ellen, la dulce Ellen, mi hermoso ángel… apuntándome con una pistola. No, debe ser un error, una alucinación producida por esta locura que, tal y como temía, al fin me ha poseído. El monstruo convierte a todo el mundo en enemigos. Sólo quiere odiar, sólo quiere matar.
Pero, alucinación o no, Ellen está allí, al menos para mis ojos es así. ¿Cómo reaccionar ante aquello?
-N-no… no puedo dejar que lo hagas… a pesar de todo, es mi padre- me dice ella.
-¡Muy bien, hija mía!- sonríe entonces Stockell. Se le ha hecho la luz cuando ya se creía muerto- ¡Llevas mi sangre, y eso no puede obviarse!
-Ellen, por Dios…- pero no se me ocurre qué más decir.
Ya nada importa. Todo lo que he hecho, todo lo que he arriesgado, incluso la vida de mis amigos… nada importa si ella ya no me ama.
-No puedo dejar que lo hagas- me vuelve a decir-… porque debo hacerlo yo.
Stockell ni siquiera tiene tiempo de digerir aquella sentencia. Ellen dirige la pistola y al instante aprieta el gatillo. La bala es certera, directa a la cabeza. Quien lo iba a decir. La pequeña Ellen sabía manejar un arma, aunque aborreciera hacerlo.
-Esto es por mamá- le dice al cadáver-… Y puedes dar gracias, ella sufrió mucho más.
Todo odio que contuviera la muchacha desaparece al decir aquello, toda rabia contenida, todo miedo residente en lo más profundo de su alma, se desvanece junto con la vida de su padre.
Esta vez sí.
Todo ha acabado.



***



La muerte de Stockell y los otros jefes de la mafia, portada en todos los periódicos y noticiarios del país, se atribuyó a una rencilla entre socios mal avenidos. El reverendo, el único de los peces gordos supervivientes de la matanza, pronto se ocupó de los negocios vacantes en la ciudad. Sin embargo, durante las semanas que tardó en dominar la nueva situación, las calles se convirtieron en una locura de proporciones casi bíblicas. Puede parecer increíble, pero con la desaparición de unos capos que los organizaran, los delincuentes se tornaron más osados, más temerarios. Hubo una auténtica guerra por ocupar los puestos de los muertos. Se derramó mucha sangre.
Al fin, todo volvió a la normalidad. Porque en una ciudad como aquella, la normalidad no era ni más ni menos que la corrupción controlada, la tormenta constante pero domeñada. Era mejor, para la policía, incluso para los ciudadanos comunes, mirar para otro lado que tratar de cambiar una costumbre por otras que los sumirían en un período de caos sin igual. Era preferible el mal menor que la incertidumbre de la anarquía. Aquella ciudad había permanecido tanto tiempo sumergida en la mierda, que no conocía, ni quería, otra forma de vida.
Ellen y yo no hemos vivido nada de eso, de hecho no hemos vuelto a hablar de la ciudad desde entonces. Nos marchamos, asqueados de tanta violencia, en cuanto enterramos a Sally. Ahora vivimos en el sur del país, anónimos individuos cualesquiera- bueno, excepto para Benett, a quien no se le puede esconder nada-. Aquí los días son soleados y no grises, y las noches claras y no sofocantes. Se ven las estrellas, se respira aire limpio... se vive en paz.
El monstruo ha desaparecido. Es la presencia de Ellen, ella lo ha desterrado. Junto a la muchacha no puede concebirse el odio, y sin odio el monstruo no puede alimentarse, y muere. Al fin, tengo una vida apacible, al fin soy una persona entera, y no fragmentada. He renacido.
El monstruo se quedó donde debía.
En una ciudad de monstruos.

jueves, 9 de octubre de 2008

La Ciudad de los Monstruos (V)

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Me despierta un terrible ardor, una volcánica fiebre cuyo origen no está en mí mismo. Abro los ojos, y aún medio obnubilado, me creo en el mismísimo infierno. Enormes llamas me rodean, abrasadoras, ampollan mi piel.
El muy hijo puta del troll ha incendiado el apartamento de Ellen, todavía puedo oler la gasolina. La maldita búsqueda de su hija conseguirá que Stockell no sólo acabe conmigo, sino con todo inquilino de aquel bloque.
Pero nada de eso me importa en estos momentos. Sólo cuenta la pura supervivencia, el escapar a una muerte segura para encontrar a Ellen, para salvarla del verdadero monstruo. Sin apenas fuerzas, más espoleado por la voluntad y el juicioso instinto de resistencia humano, me arrastro hacia la ventana, el único punto al que aún no han alcanzado las llamas, aparte de mí mismo. Y puedo darme con un canto en los dientes por haber estado inconsciente y tumbado. De otro modo, el humo que ahora se condensaba a no muchos centímetros de mi cabeza me habría asfixiado sin remedio.
Llego al alfeizar de la ventana, y cuando al fin he reunido las energías para dejarme caer por la escalera de incendios- que término más adecuado para las circunstancias-, un fogonazo me golpea en la espalda. Huelo a piel quemada, el dolor se propaga por todas mis terminaciones nerviosas. Completamente irracional, salto al vacío, gritando, pidiéndole a como se llame el jodido cabrón que maneja los hilos que todo termine ya mismo.
Pero aquel no es el final, cosa que sin duda agradeceré, en cuanto deje de sentir los latigazos de dolor de la piel quemada en mi espalda y el golpe contra el colchón mugriento y apestoso de un sin techo. De nuevo puedo dar gracias a que Ellen viva en un primer piso, pues de otro modo ahora no sería más que un cadáver sobre un charco de sangre.
Supongo que me he desmayado, porque me veo de repente en la habitación de un hospital, sobre una cama pero con no sé qué mierda de acople que evita que mi despellejada espalda entre en contacto con el colchón. Le doy al pulsador que hay a la altura de mi mano y al instante aparece una enfermera, que me cuenta qué demonios ha pasado. Por lo visto, los bomberos me encontraron tirado en el callejón, inconsciente y desnudo, durante las tareas de extinción del incendio en el edificio, hacía unas doce horas. Se habían visto en la tesitura de tener que desalojar todo el bloque de apartamentos, pero por suerte, y según le dijeron a la enfermera, no hubo nada más allá de alguna inhalación de humo excesiva pero no letal.
Nada de eso me tranquiliza. Me han sedado para calmar los estragos de las quemaduras, pero hacen falta muchas más drogas para que deje de pensar en lo único que a aquellas alturas me importa. Y a pesar de todo una parte de mí está tranquila. Sé que, al menos en su integridad física, Ellen está a salvo. Su padre la necesita entera, no la dañará.
La pregunta es de cuanto tiempo dispongo.
***
Escabullirme del hospital sin que nadie lo advierta es tarea relativamente sencilla. Luego de un par de días, mis heridas han sanado lo suficiente para que mi conciencia no me deje permanecer una hora más en aquella aséptica habitación. La preocupación puede más que el dolor… y quizás también más que la prudencia.
Busco un teléfono público y hago una llamada, no necesito más. Tengo claro desde el principio que no puedo salvar a Ellen yo sólo, que ni siquiera este odioso monstruo, que grita en mi interior pidiendo sangre, es lo bastante fuerte para enfrentarse, y vencer, a todo el maldito ejército de matones y guardias de gatillo fácil que sin duda Stockell tendrá apostados en su mansión.
Pero no me importa. Conozco a la gente adecuada para que me echen un cable.
-Reúne a los Chicos, Benett- le digo a la voz carrasposa que me contesta al otro lado del hilo telefónico-. Vamos a salir de marcha.
Una hora más tarde me encuentro con mis “mercenarios” en el reservado de un garito del Barrio Holandés. Han venido todos, como esperaba. Sabía que no me fallarían, me han demostrado su lealtad muchas veces en el pasado, incluso a pesar de que normalmente ellos estaban a un lado de la ley y yo, supuestamente, al otro. Sí, debe parecer extraño y traicionero que un poli tuviera tratos con delincuentes, pero en mis días de poli- supongo que no habrán cambiado mucho las cosas en ese aspecto- resultaba más plausible confiar en ladrones y estafadores que en tus compañeros de profesión. Y puedo decir con cierto orgullo que gracias a mi influencia esta gente dejó de nadar entre la mierda para sólo adentrarse en ella y tratar de limpiarla. A cambio de evitar la cárcel, los Chicos- como yo los llamaba-, me ayudaron a detener a docenas de asesinos gracias a sus contactos y sus habilidades.
Benett, el tipo flaco de rostro picado por la viruela, fue mi principal soplón. Este tipo insidioso y que siempre tiene un comentario hiriente para cada situación puede decirse que raya la clarividencia. Lo sabe todo, cada maldito chanchullo de la ciudad, y si no está enterado apenas necesita descolgar el teléfono y en lo que cualquiera tarda en tomarse un café ya ha averiguado qué ha desayunado el tipo al que buscas. Apenas unos minutos después de llamarle ya sabe que mañana por la noche se va a hacer oficial el compromiso entre Ellen y el hijo de El Santo, el más poderoso de los jefes mafiosos de la ciudad. Stockell, por lo visto, no quiere perder tiempo.
Benett es, además, quien organiza todos los cotarros, quien prepara la logística. Tiene contactos en cualquier lugar de la ciudad que se pueda imaginar, gente que le debe favores incluso en las altas esferas. Puede resultar increíble que un tipo como Benett, que sabe tanto de gente de la que es mejor no saber nada, siga vivo. Pero es precisamente gracias a cuanto tiene en su cabecita por lo que no lo han acribillado a balazos. Todo el mundo sabe que Benett es un hombre que se cubre las espaldas. Si muriera, automáticamente al día siguiente la ciudad se vería inundada, vía internet, con los secretos de cada chorizo, jerifalte de la mafia o político de dudosa reputación. Seguramente es el hombre más a salvo del mundo. Nadie apretaría un gatillo para matarle, pero en cambio todos se la jugarían por salvarle, por la cuenta que les trae.
Él, en cambio, sólo se la jugaría por una persona. Yo.
Sé que jamás me traicionará. Salvé a su hermana de ser asesinada por un demente psicópata que se pirraba por las jóvenes madres solteras que iban a recoger a sus hijos a la escuela. Desde entonces, Benett se siente en deuda conmigo. Para él, su hermana- la cual es una chica legal, fuera de aquel mundillo de suspicacias y asuntos turbios- es como un tesoro que debe proteger y mantener alejado de la corrupción a toda costa. Es la única persona del mundo que le importa, junto con su sobrino y yo mismo.
Junto a él veo al resto de los Chicos: Grild, por aspecto el típico joven empollón de biblioteca, pero en realidad un experto en explosivos, capaz de hacer estallar una cerradura con C-4 y que nadie se entere. Tuvo suerte de que fuese yo quien lo pillara antes de hacer volar en pedazos el club donde se reunían los abusones que le apaleaban todos los días en el instituto; Michell podría pasar por un anarquista revolucionario violento, con sus pintas descuidadas y sus decenas de piercings y tatuajes. Y de verdad era un anarquista, y un revolucionario… pero no violento, no al menos físicamente. Su especialidad era la informática, el muy cabrón pirateó dos veces la base de datos del FBI, desviando cuantiosos fondos a organizaciones como Greenpeace y Amnistía Internacional. Una jugada tan vieja como lo son los ordenadores. La diferencia con el resto de hackers que lo han intentado es que a Michel aún no lo han pillado, y no creo que jamás lo hagan, es demasiado bueno. Benett fue quien me lo consiguió para un caso, y desde entonces hemos trabajado juntos muchas veces; como con Sally, la aparentemente escuálida Sally Gonzáles. Nadie diría que aquella mujer muda es capaz de partirle el cuello a un hombre con una patada. Participaba en peleas callejeras de kapoeira, ilegales, por supuesto, hasta que la detuvieron. Gracias a las triquiñuelas de Benett, la saqué de la cárcel a cambio de que me ayudara a introducirme en el deprimido ambiente de Rockets Hills, la zona dominada por los clanes de origen hispano, durante la investigación de un caso.
Y por último estaba Matt. Resulta complicado describir a un hombre que incluso cuando sale al supermercado va armado hasta los dientes. En sendas sobaqueras porta otras tantas pistolas; en la espalda lleva siempre sujeta una metralleta Uci, una ristra de cuchillos debajo del jersey y varias granadas a resguardo en la parte interior de su gabardina, camufladas, por supuesto. El tío, de más o menos mi edad, fue soldado en la primera guerra del Golfo Pérsico. En aquellos días se le fue la olla, hasta el punto que hoy por hoy es un lunático que cree que en cualquier momento el país va a ser invadido, un día por los rusos, otro por Bin Laden. ¿Qué por qué motivo lo tengo en tan alta estima? Sencillo. Me salvó la vida en un oscuro callejón. La M-16 que portaba se cargó a media banda de los Adoradores de Satán que iban a por mí. Hubiese sido lo correcto que yo, un poli, lo detuviera, pero no me vi con valor tras salvarme el pellejo. En lugar de eso, lo “recluté” extraoficialmente, aunque siempre bajo la premisa de que no podía matar a nadie, o le llevaría al trullo. Sé que le costó mucho complacer esa exigencia, pero lo hizo.
Entre varias cervezas, les cuento mi plan. Nadie pone una pega, de hecho se les ve impacientes, ilusionados con volver a reunirse tras tantos años. Ni siquiera la idea de que vamos a enfrentarnos al hombre con más poder de la ciudad parece desagradarles.
-Oh, tío, cómo voy a disfrutar cargándome a ese mamón corrupto de Stockell- dice Michell, al tiempo que se frota las manos.
-¿Estás seguro de esto, Gregg?- me pregunta Benett, no con ademanes de ir a rajarse, pero sí más consciente que el resto de la envergadura de mi petición- Como ya te he dicho que he descubierto, allí van a estar todos los socios de Stockell, la flor y nata de la mafia. Esta movida es muy gorda, vamos a cargarnos a un congresista, y todo por una chiquilla de la que te has encaprichado. Incluso yo tendré dificultades para escondernos, una vez acabemos. Eso si salimos con vida.
-De lo único que estoy seguro es de que voy a hacerlo- le respondo-. Pero no voy a obligar a nadie a que me siga. Os pido ayuda, pero comprenderé y respetaré si preferís no meteros en este jaleo. De hecho, sería lo más recomendable para vuestros cuellos.
-Déjate de tonterías, Gregg- se ríe Grild-. Sabes que no vamos a darte la espalda, amigo. Además… ¿qué mejor público para uno de mis fuegos artificiales que todos los jefes de la mafia local? ¡Saldré en las noticias! ¡Voy a ser famoso!
Sally asintió para hacerme ver que también ella se unía a la fiesta. La confirmación de Matt, por otra parte innecesaria, vino en forma de suposición.
-Bueno, Gregg, imagino que sin muertes, como siempre- me dice.
Y entonces se lleva la sorpresa de su vida. El monstruo que hay en mí sonríe maliciosamente.
-Esta vez puedes desmelenarte, amigo. Yo voy a hacerlo.
***
Ahí está, la mansión Stockell, a un par de kilómetros de la ciudad, en pleno bosque. Debo reconocer que el hijo puta tiene buen gusto, un rasgo bastante común en todos estos capullos megalómanos que se creen por encima del resto. Aquí se esconde, como la rata que es. Se cree a salvo tras las verjas electrificadas, al amparo de su legión de guardas armados con rifles automáticos de asalto, que pululan incluso por los tejados del edificio principal. Este es su refugio, su castillo inexpugnable, donde hace y deshace sus negocios sucios, donde decide sobre el destino de otros. Aquí vienen sus socios, aquí se sienten seguros. De hecho, la sucesión de limusinas en la entrada me dan a entender que Benett, como era de esperar, no erraba: esta noche tiene montado la madre de todas las parrandas. Una subasta. Ese maldito hijo de puta va a vender al mejor postor a su propia hija.
Pero se ha olvidado de invitar a un monstruo.
El plan, de momento, ha salido a pedir de boca. A Benett no le supuso mucho esfuerzo enterarse del nombre de la empresa de suministros encargada de transportar los víveres para la comilona organizada por Stockell. Luego de eso, secuestrar una de las furgonetas de reparto y poner al mismo Benett como chofer fue coser y cantar.
En cuanto llegamos a lo que puede considerarse una distancia casi peligrosa de la mansión, ponemos en marcha la siguiente fase. Unos arneses adecuados me sirven para anclarme a la parte de debajo de la furgoneta, con lo que logro pasar oculto. Por fortuna, el cacharro es lo suficientemente alto para no despellejarme mi maltrecha espalda otra vez. Sonrío cuando Benett logra la autorización de los guardias para pasar la entrada. Hace bien su papel, podría ser actor. Cuando está a punto de llegar a la parte trasera del edificio que hace las veces de cocina, simula un oportuno alto para preguntar a un guardia cercano donde debía descargar. Tal y como habíamos acordado, me da con esa jugada la oportunidad de descolgarme, rodar por el suelo y esconderme tras dos frondosos setos, en donde espero pacientemente durante casi media hora.
Y entonces, con Benett fuera ya de la zona, entra en acción la magia de Michell. Dijo que podría hacerlo y vaya si lo hace. Los muchos focos y luces que alumbraban la mansión parpadean una sola vez y luego se apagan, al unísono. No sé cómo demonios lo ha hecho ese condenado hacker, pero ha logrado colarse en el sistema informático que controla el suministro de energía de la ciudad y anular la línea que alumbra la mansión Stockell. Y apuesto que lo hacía al mismo tiempo que se comía un bollo. Como si lo viera.
Sea como sea, es la señal de que comienza la movida. Me deslizo aprovechándome de las sombras hasta la zona donde se hallan aparcadas todas las limusinas de los capos. El revuelo es considerable, pero logro deslizarme por debajo de los vehículos y pegar unos cuantos de los juguetitos de Grild. Juguetitos de esos que hacen “bum”, se entiende. Me alejo lo suficiente y, con sonrisa de satisfacción, le doy al detonador.
El monstruo comienza a disfrutar.
Las cargas de C-4 estallan, formando el caos que tanto preciso. Mueren unos cuantos guardias cercanos a la explosión, pero no serán los últimos. Aprovechando la confusión reinante, un sigiloso francotirador escondido en la copa de un árbol, a doscientos metros de la mansión, hace su parte. El silenciador y el estruendo de las explosiones convierten los disparos de Matt en simples suspiros inaudibles. Caen, sin que nadie lo advierta, todos los guardias que vigilaban desde los tejados. Menos ojos para descubrirme.
Y ahora, la parte chunga. Eso es cosa mía. Mía y del monstruo. Lo siento rebullir en mi interior, como la bestia que es. Quiere salir, desea salir, y yo necesito que salga. ¡Ya basta entonces de contenerse! ¡Dejémosle pues libre!
Es mi momento, Stockell. Seguro que no te lo esperabas. ¿Cómo ibas a imaginar que hubiera alguien tan loco como para tratar de colarse en el lugar más impenetrable de la ciudad? No importa de cuantos ojos dispongas, Stockell, no lograrás detener a la bestia. No importa cuanto poder tengas, ni lo que me ocurra a mí. Hoy el monstruo saldrá de caza después de mucho tiempo encerrado en lo más hondo de mi ser, y no me imagino una mejor presa que el cabrón que jodió mi vida, y que ahora trata de jodérmela de nuevo. Te crees a salvo, pero todas tus costosas alarmas y tus gorilas no han conseguido detener al monstruo. Es más, te has dejado acorralar, y lo mejor de todo es que comienzas a intuirlo.
El monstruo va a por ti y no hay nada ni nadie que pueda salvarte.
Mantengo el sigilo tanto como puedo, escabulléndome entre las sombras, esquivando a los pocos guardias que aún permanecen en sus posiciones, despachando con la fría y suave hoja del machete a aquellos que no hay forma de evadir. Gracias al micrófono direccional que Benett consiguió sé donde tengo que buscar, oigo los gritos de desconcierto de las ratas apiñadas en el nido. Trepo por la pared trasera del edificio principal, me dirijo a la sala donde todos los socios mafiosos de Stockell, él mismo y Ellen, se hallan reunidos. Un maldito nido de víboras, sus guardaespaldas personales y sus armas.
Todo un suicidio.
Llego hasta el pasillo que da a la sala. Y aquí surge la pregunta. ¿Cómo se hace para entrar en un lugar en el que te esperan más de veinte tíos armados hasta los dientes?
Sólo hay una manera.
Llamando a la puerta.

sábado, 4 de octubre de 2008

La Ciudad de los Monstruos (IV)

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Nueva parte de "La ciudad de los monstruos", quizás la parte más tierna, y en donde al fin sabremos todo lo que hay que saber sobre uno de los dos personajes del relato.
Pero antes, un paréntesis para anunciar que, al fin, luego de dos meses largos, ya tengo en mi poder el libro "Cryptonomikon", la antología del certamen de relatos Cryptshow Festival. Para mi orgullo- ya se sabe, ese ego que, poco o mucho, todos los escritores albergamos-, es la primera vez que veo mi nombre en la portada de un libro (no cuenta mi autopublicado "A diez pies del suelo"), junto con el de los otros dos ganadores del concurso. En el interior del libro, además de los otros ganadores y los finalistas, se halla mi relato "El Gran Bibliotecario", I Premio Cryptshow Festival de Relato Fantástico. Mi primer premio con todas las de la ley. El libro se puede comprar en varias tiendas de Badalona, aunque a estas alturas, y al ser de tirada muy limitada, supuestamente no quedarán ejemplares. No se me ha dado más información al respecto (si alguien está interesado en adquirir un ejemplar, que se ponga en contacto conmigo, quizás haya suerte, tengo un buen puñado en mi poder).


Aquí os dejo la portada y una foto del libro (perdonad la calidad, la hice con el móvil)























La Ciudad de los Monstruos (IV)

***


Lo siguiente en mi mente es que me hallo en la cama de Ellen. Nada más tomar conciencia de nuevo del mundo, el dolor se presenta como una corriente eléctrica que recorre cada rincón de mi cuerpo. Y sin embargo, tras el ardor producido por la paliza, predomina el cariño de unas reconfortantes caricias.
Ella está ahí, a mi lado. Con un paño húmedo limpia la herida de mi brazo mediante suaves y delicados roces. El terrible corte está cosido, ha debido hacerlo aprovechando que estaba fuera de combate. Seguramente es el dolor, que me tiene mareado, confuso y aturdido, pero me quedo mirándola sin que ella advierta que ya he despertado. Me atrapa la fascinación por su largo y sedoso cabello, una cascada de tono terroso derramándose sobre sus hombros, por sus facciones adolescentes, sus hermosos labios prominentes… es una visión etérea, un ángel sanador…mi ángel sanador… Me hundo una vez más en la inconsciencia a la par que escucho su tierna voz. Descansa, me dice, yo cuido ahora de ti.
Una caricia antes de volver a la negrura.
Una caricia de sus labios en los míos…
***
Despierto otra vez. El dolor sigue ahí, incluso lo siento mucho más intenso ahora que mis sentidos vuelven a estar a tope. Sin embargo, el sufrimiento físico nunca me ha preocupado en exceso.
-Ya era hora, dormilón- me dice Ellen al entrar en la habitación.
Me sonríe y yo me digo que el mundo, después de todo, no es tan malo cuando existe una criatura tan maravillosa como aquella. Se sienta a mi lado y examina el vendaje de mi brazo, luego el labio partido. Al hacerlo, acerca su rostro al mío, mucho. Siento su agradable aliento, ella el mío. Nuestros ojos se cruzan, y entonces ella se sonroja como una colegiala. Se aparta, sin embargo sonriendo tímidamente.
-¿Cuánto tiempo he dormido?- pregunto yo.
-Un día entero. Pero es normal, perdiste mucha sangre. Por suerte, la hoja del cuchillo no se había hundido apenas. Era más un corte que otra cosa.
-Buen vendaje- digo yo, mientras contemplo mi brazo-. ¿Dónde has aprendido a coser heridas?
-En ningún lugar…- balbucea ella- Es la primera vez que lo hago. Te subí como pude al apartamento, y cuando vi la herida y la sangre que perdías, me asusté mucho. No sabía qué hacer, estaba muerta de miedo. Pero logré serenarme y recordé cuando era pequeña, y mi madre y yo solíamos hacer bordados de tapices…
Veo cómo Ellen baja la cabeza entonces. Su mirada, que yo creía que jamás podría ver triste, comienza a titilar como si estuviese a punto de echarse a llorar. Aunque resiste la tentación, por primera vez veo una vulnerabilidad antes desconocida en ella. Intuyo un pasado oscuro- ¿Y quién no lo tiene, en esta asquerosa ciudad?-. Es la primera vez que me ha hablado de cómo era su vida antes de entrar en el club. La verdad, no es tanta la curiosidad para que me importe su pasado.
Lo único importantes es que está allí, conmigo, hoy.
***
Han pasado cuatro días, en los que Ellen se ha desvivido por mí como una madre por su hijo enfermo. Tanto ha sido así que incluso pidió unos días libres en el bar para ocuparse de mí. Aún sigo contusionado, pero la herida del brazo se ha cerrado casi por completo. Ese soy yo, un tipo que se recupera de los varapalos con tanta rapidez como suele meterse en ellos.
A falta de otra ocupación, he pensado mucho en estos días acerca de los dos intentos de agresión por parte de los matones de Stockell. Al principio no le di importancia, incluso los hubiera acogido con gusto para demostrarle a ese cabrón megalómano que no le tengo ningún miedo. Pero ahora las cosas han cambiado, y mucho. Lo que Stockell tenía pensado para mí ha salpicado a Ellen. Sin ser consciente la he puesto en peligro, algo que jamás quise, y que por supuesto no puedo permitir.
Mal que me pese, sólo hay un camino para dejarla al margen, y es alejarme de ella. Aún no es demasiado tarde. Stockell seguramente creerá que Ellen es sólo un rollo, una mera aventura de un capullo con ganas de sexo después de tantos años sin ver a una mujer. Pero si permanezco con ella, pronto sabrá que me importa. Y conociendo lo cabrón que es, sé a ciencia cierta que no dudará en utilizarla para llegar a mí.
Ese mismo día, durante una sencilla cena con Ellen en el salón de su apartamento, decido contarle cuanto pasa por mi cabeza.
-Ellen, tengo que decirte algo. Es sobre los tipos de la pelea. Me temo que alguien los envió, y que no va a darse por vencido.
-En eso tienes razón…- murmura ella.
¡Qué necio soy por no entender el trasfondo de aquel comentario!
-Los ha enviado Vincent Stockell, el que provocó que me encerraran. Quiere culminar su venganza matándome. No me importa lo que intente, pero no puedo soportar la idea de que tú estés en medio. Si te pasara algo…
-Créeme, no me pasará nada. Yo en cambio temo por ti- me dice, con una media sonrisa que en realidad esconde miedo, dolor y tristeza. No me mira, no se atreve a posar sus ojos en mí.
-¿Cómo que no te pasará nada? Ellen, ese Stockell no es precisamente alguien con remordimientos. Si advierte que gracias a ti puede hacerme sufrir, no dudará en involucrarte.
Y entonces Ellen deja los cubiertos sobre la mesa y, al fin, levanta la cabeza para traspasarme con una mirada húmeda y a un solo suspiro de las lágrimas.
-No lo entiendes, Gregg. Stockell quizás tenga motivos para acecharte, pero en este caso no va a por ti.
-¿Pero qué dices? ¿Y por qué entonces…?
Y en ese instante lo comprendo, al menos en parte. En un momento, todo cobra sentido, las piezas que antes parecían fuera de lugar en aquel puzzle encajan, sólo que no en los espacios que yo creía. Los tres tipos en el bar no me seguían a mí, y si me atacaron fue porque me vieron hablando con ella. Creyeron que era lo que al cabo soy, su protector. Del mismo modo, los matones frente al apartamento de Ellen no iban a por mí. Al fin entiendo el motivo por el cual no utilizaron las pistolas, el porqué se valieron de las manos.
No querían herir a Ellen.
-¿Va a por ti? ¿Es eso lo que pretendes decirme?- a pesar de las pequeñas señales, no puedo creerlo. No quiero creerlo- ¿Por qué? ¿Qué puede querer Stockell de una joven camarera?
Con las lágrimas ya resbalando por sus mejillas, Ellen me contesta, dinamitando los cimientos de mi entereza.
-Lo que él considera suyo. Vincent Stockell es mi padre.
***
La noticia me deja sin resuello. Al principio no puedo creerla, me niego a creerla. ¿Cómo aquel ángel generoso podría ser hija de un miserable como Stockell? ¿Cómo puede ser la hija de un tipo tan corrupto que utiliza los fondos que la mafia le cede del tráfico de armas y drogas para sufragar sus asuntos políticos? No, no puede ser, es una treta.
Y sin embargo dudo. En aquellas décimas de segundo llego incluso a plantearme que a Ellen la han enviado para martirizarme, que todo se trata de un meditado plan de Stockell por hacerme sufrir antes de matarme. ¿De qué otro modo se puede explicar que coincida, justamente, con la hija de mi peor enemigo? ¿Cuántas posibilidades hay de que un ex-presidiario se haga amigo de una casi adolescente camarera?
Pero me basta alzar la mirada para despejar las vacilaciones. Me basta con contemplar los llorosos ojos para saber sin asomo de dudas que nada de esto es premeditado. Además, me ha confesado su parentesco con ese cabrón. No lo hubiese hecho de haberse tratado de algún tipo de estratagema. Sencillamente, a veces ocurren los milagros, y Ellen es mi milagro.
-No planeé que nada de esto ocurriera, no sabía que tú tenías asuntos pendientes con Stockell, pero entiendo que estés enfadado, que creas que es algún tipo de treta.
No se me escapa que Ellen no lo llama padre, o papá. No ha debido darle muchos motivos para apreciarlo. Seguro que se le ocurren otros modos de nombrarlo, pero ninguno apropiado para una muchacha tan dulce.
-Debes saber también que, de imaginar que él me había encontrado, jamás hubiera permitido que te acercaras a mí. Por nada del mundo quería involucrarte en esto- me dice ella, tratando de alzar su voz por encima de la pena que la embarga, un dolor nacido de la inminencia de la propuesta que se dispone a hacer-. Por eso, te pido que te marches, que te alejes de mí. No me hará daño, no al menos físico, pero contigo no será clemente, y más con vuestros antecedentes personales.
Un nudo se me hace en la garganta. Me está pidiendo que la deje, justo lo que yo había estado a punto de proponerle hace un momento. Es la opción más sensata, la más cuerda, los dos lo sabemos. Y en otras circunstancias lo hubiera hecho con gusto, y sin el más mínimo remordimiento. No había salido de la cárcel con ganas de venganza, al menos no aquella parte de mí que aún permanecía cuerda, la que aún controla a esa parte animal alimentada en la fría celda.
Pero el caso es que la cosas han cambiado en apenas unos pocos minutos. Ahora no quiero marcharme. De repente no me importa una mierda el motivo por el cual Ellen huyó de su padre. De repente no me importa mi propia seguridad. De repente sólo me importa ella, el no dejarla sola, el no permitir que nadie la obligue a aquello que no quiere.
-¿Me estás pidiendo que me marche?- le pregunto- ¿Es lo que quieres?
-Sí.
La respuesta es seca, cortante, pero no logra engañarme. A pesar de esa fachada de frialdad que ha levantado, está asustada, lo veo en el brillar de las lágrimas en sus ojos, en el casi imperceptible temblar de sus labios. Me levanto, tomo la silla y me pongo frente a ella- la cena hace ya minutos que ha quedado olvidada en la mesa-. Le tomo las manos. Ella amaga la intención de apartarlas, pero no se lo permito. En lugar de ello la obligo a mirarme a los ojos.
-En ningún momento me has juzgado por mi pasado. Tampoco yo lo haré. No me voy a marchar, Ellen, me quedo aquí, voy a protegerte.
-Gregg, por favor… no me hagas esto… no soportaría que te mataran…
-¿Por qué no, Ellen?- ni siquiera me doy cuenta de que he ido acercando mi rostro al suyo, y de que ella no lo ha retirado- ¿Por qué no podrías soportarlo?
-Porque yo…- un largo suspiro, una profunda mirada en donde se libró los últimos compases de la batalla interior de Ellen: cabeza contra corazón. Ganó éste último- porque estoy enamorada de ti, Gregg.
Mi reacción es suficientemente esclarecedora. Con una ternura que nunca fui consciente de que poseyera, tomo su rostro con mi encallecida mano, limpio las lágrimas que mojan sus sonrosadas mejillas y la acaricio. Nos miramos largamente, intercambiamos todo lo que sentimos en aquel contacto visual. Ya no hay barreras, las hemos derrumbado. Ella me devuelve la caricia, recorre toda aquella fea cicatriz que desfigura en parte mi cara, y al hacerlo siento como si sanara la herida por completo. En aquel gesto tan pleno de emoción la muchacha me libera de todos mis demonios, de todo lo malo que alguna vez albergó dentro de mí.
El animal retrocede ante la belleza, asustado, derrotado.
Me devuelve mi humanidad.
Nuestros labios se encuentran, y esta vez soy consciente. No es un beso desgarrador, lujurioso, sino suave, pleno de algo que no creí saborear jamás. No volveré a burlarme del amor. La dulzura de su boca me abruma de buen principio, y la humedad de su lengua despierta en mí sentimientos a medio camino entre lo físico y lo puramente sentimental.
Es preciosa, mi hermoso ángel, mi deleite, el amor de mi vida, ya no lo dudo. Pierdo la noción de la realidad, los dos lo hacemos. No existe el tiempo, ni el espacio, sólo nosotros.
Sólo nosotros.
***
Falta poco para el amanecer, pronto los primeros ruidos de la ciudad volverán a torturar nuestros oídos un día más. Pero de momento aún nos queda un poco de silencio e intimidad.
Me despierto antes que Ellen, y durante largo rato permanezco mirándola, mientras ella duerme entre mis brazos, con su larga melena desparramada, libre y feliz como la propia muchacha. Compararla con un ángel es poco. Es pura dulzura, una mezcla entre una niña que aún no ha perdido la inocencia y una mujer adulta que sabe bien lo que quiere. El sentimiento al mirarla es tan fuerte, tan intenso, que incluso me duele el corazón, que incluso me arrebata el aliento. Es ahora, al contemplarla, al pensar en la maravillosa noche que nos hemos regalado el uno al otro, cuando entiendo que no puedo vivir sin ella, que no quiero hacerlo.
Que, por primera vez en mi vida, me he enamorado.
Ellen despierta pero no abre los ojos aún. Se acurruca más y más en mi pecho, quiere fundirse en mí como durante la noche.
-Me fugué de casa de Stockell hace un año, Gregg- me dice ella de repente-. No podía soportar más a ese cabrón.
Aparto un mechón que, rebelde, cae sobre su mejilla.
-No te he pedido cuentas, Ellen- le digo-. No tienes que contarme nada, sólo me importas tú, no de quien eres hija.
-Pero yo quiero contártelo. Necesito hacerlo. Me lo he callado ya mucho tiempo.
Le doy un beso y le digo que continúe, si así lo quiere.
-Me hubiera marchado antes, mucho antes, pero algo me retenía. No podía dejar a mi madre sola con ese monstruo- la chiquilla se estremecía entre mis brazos-. Ella me defendió en todas las ocasiones, ella se interpuso en cada ocasión que aquel salido cabrón quiso hacer conmigo lo mismo que con sus putas. Ella se llevó todos los insultos, los golpes y las violaciones. Me mantuvo a salvo, pero le costó la vida.
Llora. La dejo desahogarse mientras trato de reconfortarla con mi calor y mis caricias. Sus lágrimas se prolongan bastante. Tantos años reprimiendo lo que sentía, tantos años escondiéndose del sufrimiento para que éste no lo devorara… tanto dolor en una muchacha tan vulnerable…
-Leucemia, dijeron que fue, pero yo sé que realmente fue pudriéndose por dentro por culpa de las vejaciones de ese malnacido- continúa, en cuanto recupera un poco la compostura-. Si resistió durante tanto tiempo fue sólo, como siempre, por protegerme.
>>No lo dudé ni un minuto. El mismo día en que mi madre falleció, y tal y como le había prometido, me fui. Aquel ángel me ayudó incluso después de muerta, pues había ahorrado, a escondidas de mi padre, una buena cantidad de dinero para que yo pudiera comenzar una nueva vida lejos de las inmundicias de su marido. Mi madre era muy lista, me dijo cómo debía actuar para escapar de Stockell. Dejé pistas falsas que apuntaban a que me había marchado bien lejos, a la otra punta del país, como de hecho hubiese sido lo más lógico. Pero en lugar de eso me quedé aquí, en la ciudad, donde no podía ni imaginarse que estaría. Por desgracia, Stockell no tolera perder lo que considera suyo.
-Qué me vas a contar a mí…
-Por lo visto ha descubierto que sigo en la ciudad. Y ahora no va a detenerse para conseguir que vuelva, porque soy más importante para él de lo que imaginas- y sonríe, burlonamente, con una pizca de satisfacción por el mal ajeno que no creí que pudiera tener en su interior. Pero claro, tiene todo el derecho-. Te contaré el secreto mejor guardado de ese hijo de puta. Al poco de nacer yo, Stockell sufrió una enfermedad vírica que lo dejó durante varias semanas postrado en la cama y, lo que es más importante, tuvo efectos secundarios. Se quedó estéril, aunque por desgracia no impotente, el muy cabrón. Sea como sea, él lo asoció a mi nacimiento. La desilusión por haber tenido una niña y no un varón que continuara su apellido se convirtió en un resentimiento sin sentido al comprender que no tendría una segunda oportunidad. Su mente maquiavélica encontró de todos modos una salida: me emparejaría con el hijo de alguno de sus socios de trapicheos, esos que le ayudaron a sufragar su campaña política, para tener un nieto que perpetuara su linaje y consolidara su imperio. Imagínate su frustración y enfado al perder la pieza principal del plan.
-Debe estar echando chispas- me río yo.
-Sí, y por eso es tan peligroso. Ha logrado esconder a sus socios mi desaparición para no parecer débil a sus ojos, pero por lo visto se le acaba el tiempo y está impacientándose. No se va a detener ante nada.
-Sssss… tranquila, mi amor- la consuelo antes de que su ansiedad se convierta otra vez en llanto-. No te preocupes. No dejaré que te haga nada. En cuanto amanezca cogeremos lo indispensable y nos iremos de la ciudad. Tú y yo.
-Tú y yo…- y me mira con sus enormes ojos, y con su sonrisa me indica que la idea le gusta- Nadie más… suena bien.
-Suena perfecto…
Me besa, nos besamos, me pierdo en su aroma y en la suavidad de su piel de terciopelo… me despisto…
…bajo la guardia…
Grave error.
***
Tan hipnotizado estoy por su hermosura que pierdo toda noción del mundo. Y es en ese mismo instante cuando esa sensación tan jodidamente familiar en la nuca, ese hielo recorriendo mis tripas como un gusano carroñero, ese instinto que tantas veces me ha salvado el culo- literalmente- en la cárcel, me eriza los vellos del cuello, al tiempo que una expresión de horror en el rostro de Ellen me alerta de que algo no marcha bien a mis espaldas.
Antes de que pueda girar la cabeza, algo me levanta en vilo como si yo no fuera más que una muñeca de trapo. Y me lanza con la misma facilidad contra el armario de la habitación. Siento las astillas clavándose en mi espalda, el dolor recorriendo toda mi espina dorsal, las heridas apenas cerradas abriéndose de nuevo… pero nada de eso me mantiene mucho tiempo noqueado. La seguridad de Ellen es suficiente aliciente para hacerme reaccionar.
Veo a mi atacante mientras el grito de la muchacha se extiende por la habitación. Me tranquiliza que el matón- porque no dudo que es otro sicario de Stockell- se desentienda de Ellen. La pobrecita está acurrucada en una esquina de la cama, cubriendo su desnudez con la sábana, pero no corre peligro inmediato.
El tipo es un gigante, un verdadero armario ropero de más de dos metros de altura y la espalda de un mulo. El maldito bastardo podía pasar por el típico gorila hipermusculado y torpe, pero algo en él no me encaja. Ese tipo de matones no suelen ser buenos en el sigilo, pero aquel troll gigantesco ha logrado no sé cómo escurrirse en silencio hasta la habitación y pillarme por sorpresa. Y digo troll porque el tío es verdaderamente feo, tanto que a su lado a mí me elegirían como guaperas del año. Además de un rostro marcado por cicatrices y manchado con varias quemaduras, tiene la mandíbula desplazada a un lado, y su nariz aparece hundida hacia adentro. Resulta obvio que dichas anormalidades son producto de una buena paliza mal curada, pero como no imagino quien pudiera enfrentarse a una mole como esa, imagino que la infancia del troll no ha debido ser muy feliz.
Me yergo y trato de anular las decenas de espasmos de dolor que me golpean los músculos. Sí, la sorpresa ha pasado, amigo. Ahora estoy dispuesto. Le prometiste a ella que la protegerías. ¡Cumple con tu palabra, maldito seas!
Me lanzo al ataque contra aquel enorme goliat de músculo. Giro a mi derecha y me inclino para esquivar su defensa, y entonces golpeo, justo en su estómago. Soy un hombre fuerte, relativamente fuerte, y me manejo más que bien con los puños. Un directo como ese podría doblar a cualquier matón de gimnasio, no importa cuanto hubiese entrenado su abdomen. Y sin embargo, aquel tipo se inmuta menos que un saco de arena.
La futilidad de mi ataque me coge tan desprevenido que durante un momento bajo la guardia- otra vez-, menospreciando la agilidad de mi rival. Es entonces cuando una estela fugaz me atropella, un ariete con la fuerza de la dinamita estallando en mi rostro. El muy cabrón casi me arranca la cabeza de un simple manotazo de soslayo que me tira hacia atrás. Un par de mis dientes vuelan a la otra punta de la habitación, y con ellos un chorro de sangre que mancha toda la moqueta. Si en lugar de darme con la mano abierta hubiese utilizado el puño cerrado, a estas horas no sería más que un cuerpo decapitado.
Apenas puedo ya ni sostenerme de pié. Débil aún por mis heridas recientes, y superado en fuerza por aquel mastodonte imparable, lo único que me separa de la inconsciencia es la imagen de Ellen. No, no la dejaré a merced de su padre. Lucharé hasta que no me tenga en pié, y aun después seguiré haciéndolo.
Ruedo por el suelo hacia delante, ahora soy yo el que toma desprevenido al gorila. Inútil intento, la patada en las criadillas que le endilgo no hace más que agitarlo un poco, más por la sorpresa que por verdadero daño. Un nuevo puñetazo, hacia abajo, apenas logro desviar la cabeza, pero aun con todo me deja medio inconsciente en el suelo, indefenso. Me coge del brazo, me alza, y en un movimiento rápido me veo rodeado por sus enormes brazos, pero no con cariño. Me estruja, y yo grito totalmente loco de dolor al sentir cómo mis articulaciones empiezan a crujir. La presión aumenta y aumenta, pronto comenzarán a romperse todos mis huesos, y luego, en un mar de dolor, me asfixiará. Después ya no sentiré nada.
Un grito, la voz de una mujer. Su voz. El troll relaja su presa, algo le ha golpeado en la cabeza. Caigo al suelo, sin fuerzas para nada más que ver cómo Ellen, mi valiente Ellen, esa inocente y vulnerable chiquilla, luchaba por el hombre que amaba con el único concurso de unas tijeras. Buena chica, se las has hundido a modo de puñal en la espalda. Pero me temo que no es suficiente.
El tipo se olvida de mí. Tiene buenos motivos para hacerlo, no puedo ni mover un dedo mientras contemplo, con un pié en la pérdida de conciencia, cómo aquel maldito matón se lleva a la muchacha. Sus gritos son lo último que escucho antes de, al fin, desmayarme.
Lo siento, mi querido ángel, no he podido protegerte. Lo siento.
Te he fallado.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"