TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

viernes, 26 de diciembre de 2008

La Balada de Tuan Mac Cairrill

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Los escritores somos una especie extraña y, sin duda, estamos más allá de lo que es lógico la mayoría de las veces. O quizás sólo sea yo.
Me explico. Llevo 6 años escribiendo "en serio", de un modo concienzudo, y en este tiempo he terminado 5 novelas (en teoría, porque jamás una obra está concluida) contando la historia corta La Sombra de la Luna, que en estos momentos están pululando en busca de una oportunidad. Pero es que además tengo en proceso de "modificación" al menos otras 6 novelas (algunas continuaciones de otras y por tanto dependientes de sus predecesoras). Pero, y he aquí lo que me asombra, tengo otra media docena de proyectos iniciados, y hablo de proyectos sólidos que por falta de tiempo y motivación han quedado estancados. Es una cantidad de trabajo extraordinario si además contamos con todos los relatos que mi cabeza ha parido.
Y a pesar de todo, no tengo bastante. Sigo creando nuevos proyectos y retomando otros que estaban parados, como es la novela que se abre con el prólogo que incluyo en este post, y para el que os pido vuestra opinión sincera.
Se trata de algo que me hace mucha ilusión. Quienes más me conocéis ya sabéis de mi pasión por la mitología, en especial las leyendas irlandesas. Hace tiempo me rondó por la cabeza la apabullante idea de adaptar a nuestros tiempos nada más y nada menos que "El Libro de las Invasiones", donde se narra las mitológicas conquistas de que fue objeto la Irlanda antigua. El proyecto de novelización se inició y luego quedó aparcado un par de veces, pero de algún modo siempre vuelvo a él más pronto que tarde (quizás sea el destino), sobre todo cuando me falta inspiración para crear cosas nuevas.
Y es lo que me pasa desde hace unas semanas. El trabajo nuevo me tiene desorientado, y me absorbe demasiado tiempo, ánimo e inspiración. La imaginación parece agotada, tanto que una novela de ciencia-ficción que tenía iniciada ha quedado relegada hasta que me lleguen nuevos ánimos e ideas. Todo ello me ha acercado de nuevo a este viejo proyecto que tengo más macerado y que además se basa en algo ya construido (aunque la adaptación y el trabajo de documentación es suficiente esfuerzo, creedme). Veremos cuanto tiempo capta mi atención hasta que otra historia me requiera.
Ahí va por tanto el prólogo de "La Isla Esmeralda".
PD: El prólogo, así como ambos títulos están registrados en la propiedad intelectual.

La Balada de Tuan Mac Cairrill
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Fuerte caía la lluvia sobre mí, dagas maledicientes que golpeaban mi hábito poco dispuestas a concederme piedad alguna. Mis ropajes, así como los de mis discípulos, eran tela empapada, el fango nos llegaba hasta las rodillas.
La tormenta había llegado de súbito, sin anuncio. Tal hecho no era en verdad desconcertante en las siempre húmedas tierras de nuestra amada Ierne, pues gran parte de los días estaban teñidos por grises nubes y prolongados aguaceros, que no obstante eran los hacedores de la verde belleza de nuestros prados y colinas. Así, incluso en las malas circunstancias, un temporal no era despreciado por completo.
—Deberíamos buscar refugio, padre McFinnen —dijo Oin, mi siempre fiel asistente—. Si no recuerdo mal, no muy lejos de nuestra posición, al oeste, se alza la fortaleza de un señor.
—Ciertamente llevas razón, hijo. Llévame pues a ese refugio, y demandemos la hospitalidad de ese hijo de Dios —convine yo.
Leí entonces en los ojos de Oin un azoramiento.
—Padre, quizá deberíais saber que ese hombre es un pagano, según tengo entendido.
Sonreí.
—Motivo de más para que nos acerquemos. El viaje no será totalmente una pérdida si rescatamos el alma de esta oveja descarriada.
Viendo mi asentimiento, el que hacía las veces de guía nos llevó por los enfangados caminos hasta que, no mucho después, llegamos a un terraplén donde se alzaba un caserío de roca y troncos, una poderosa construcción, poco ostentosa no obstante, aun cuando resultaba evidente que su dueño debía ser un hombre adinerado. Era una fortaleza en sí misma, pues estaba rodeada por una empalizada al modo que era común en aquellos tiempos. El portón principal se hallaba abierto pero custodiado por un guardia de aspecto rudo.
Cuando llegamos hasta su altura, el buen Oin tomó la palabra. El muchacho, acogido por mí en su más tierna infancia, mostró siempre una absoluta dedicación hacia mi figura. Era lo más cercano a un hijo verdadero que yo, un hombre dedicado por entero a la causa de Nuestro Señor, podía tener. Siempre velaba por mi comodidad hasta más allá de lo que yo mismo encontraba adecuado a mi común humildad.
—Solicito la hospitalidad de vuestro señor en nombre del padre McFinnen, abate del monasterio de Mag-bile.
El centinela no pareció para nada asombrado por la teatralidad de Oin, a juzgar por la mirada agria que nos dedicó. No obstante, se mostró cortés en palabra.
—Advertiré a mi señor de vuestra petición —dijo tan sólo.
Luego lanzó un silbido y un chico con el rostro sucio apareció casi al instante. Tras atender las instrucciones del guardia, el mozalbete se lanzó a la carrera hacia el caserío principal. No tuvimos que esperar mucho bajo el cubierto donde se guarecía el centinela, pues el mismo chiquillo desaliñado retornó en poco tiempo, trayendo consigo el permiso del señor de la finca a nuestro acceso.
Así, poco después nos hallábamos en el cálido refugio de una sala animada por el alegre fuego de un hogar repleto de leña. Un sirviente nos condujo hasta dicha estancia, maravillosamente decorada con murales que, a pesar de sus claras referencias paganas, no podía negar que eran trabajos hermosos. Mostraban épicas batallas, héroes enfrentados a grandes desafíos, criaturas extravagantes fuera de toda razón —llamadas mágicas por sus creyentes—, sin duda personajes adorados por quienes en su ignorancia aún no se habían dejado abrazar por la Fe de Dios.
La sala estaba regida por una alargada mesa, cercana al fuego. Sentado a la presidencia de ésta había un hombre. Su aspecto no daba lugar al error. Incluso un hombre de paz como yo —quizás más por tal motivo— sabía reconocer a un auténtico guerrero. Sin embargo, hubo mucho de éste hombre que, ya desde aquel primer instante, me desconcertó. Su aspecto era amplio, grande, de brazos gruesos y pecho ancho; aunque pulcramente ataviado, lucía una larga melena de rabioso carmesí y una barba no menos poblada, no podía por ello negar su origen.
Pero eran sus ojos los que maravillaban, tan hondos como el más hondo de los pozos. Aquella mirada, lo supe entonces aun sin ser consciente de la auténtica verdad, era la de alguien que había visto mucho, que había experimentado mucho… que había sufrido mucho.
El hombre se alzó para darnos la bienvenida. Quizás fuera un pagano, pero no cabía duda que sus modales eran exquisitos, y su trato agradable.
—Sed bienvenido a mi morada, padre, así como aquellos que os acompañan. Me disponía a tomar un ágape, confío en que consentiréis mostrarme el placer de vuestra compañía.
—Nuestro es el honor ante tu hospitalidad. Sin duda el Buen Señor te lo agradecerá mejor de lo que nosotros somos capaces —respondí yo.
El hombre sonrió, un tinte de sarcasmo tal vez, ante la mención de Dios, pero sin ápice de malicia.
—Mi nombre es Tuan Mac Cairrill[1]. Mi padre era así mismo hijo de Muredach Munderc.
Aquel noble fue generoso con nosotros. Sacó no pocas viandas, y habló y rió con alegría, como si aquella fuera una ocasión especial. Luego supimos que no tenía por costumbre recibir muchas visitas.
En un momento dado de la velada pidió que le hablara de «mi dios», tal y como él lo llamó, y una vez más no sentí burla en tal petición, sino un sincero interés, un anhelo por saber. Durante una larga si bien amena tertulia hablé mucho acerca de las magnificencias de Nuestro Señor Dios, de Sus Enseñanzas, de Su Amor por el Hombre, y Tuan escuchó con atención, absorbiendo cada una de mis palabras y, en especial, el sentir de mi arenga. Al fin, cuando poco me quedaba que decir, el noble tomó la palabra.
—La figura de ese Jesús, el Cristo, es sin duda digna de admiración, si tales cosas que narráis, buen padre, son ciertas.
—Mi señor, un siervo de Dios jamás miente —comenté.
—Ni por asomo pretendía dar a entender algo así. No creáis que no han llegado hasta mí las excelencias de esa nueva religión. No estoy tan aislado, al cabo. Sin embargo, jamás antes había escuchado tanta pasión y fervor hacia un dios. Y creedme cuando digo que he vivido muchos más años de los que imagináis, y conocido también varios dioses.
Aquella afirmación me sorprendió, pues mis ojos me mostraban a un hombre de mediana edad, si bien aún joven para cargar con la experiencia que Tuan aseguraba poseer. Sin embargo, cada vez que contemplaba su mirada me parecía advertir, ciertamente, la sabiduría de quien ha visto innumerables amaneceres. ¿Cómo podía explicarse aquello?
—Tu dios no es como aquellos que yo conozco. Me gustaría saber más —dijo entonces Tuan.
—Acompañadme a mi monasterio, y allí os daré a conocer todo Su Esplendor.
—Así lo haré, padre.

***

Llegó la mañana siguiente, y tal y como prometió, Tuan volvió con nuestro séquito. Cuando arribamos al fin a Mag-bile, y luego de un descanso, celebramos el oficio del domingo: la salmodia, la predicación y la misa. Frente a la Cruz de Cristo Nuestro Señor, los ojos de Tuan titilaron. No dijo nada durante toda la ceremonia, pero bebió de cada una de mis palabras, de cada uno de los rezos.
Luego de la celebración el salón de la misa quedó vacío, excepto por Tuan y yo mismo. Fue entonces cuando, iluminado por los cirios a la vera de la cruz de madera, vislumbre que aquel hombre era mucho más de lo que aparentaba.
—¿A quien servís vos, noble Tuan? —pregunté, sin pensar, pues era una cuestión grosera en tales circunstancias.
—Un hombre sabio no pregunta a otro tal cosa, padre —dijo él con una sonrisa.
—Perdonadme, ha sido una falta de respeto por mi parte. La sabiduría no está entre mis virtudes, ciertamente.
—Quizás haya algo más valioso que la sabiduría —comentó él—. La bondad, por ejemplo, y vos sois un hombre bueno.
Me complació que aquel hombre me tomara como tal.
—Pero sin duda vos sois sabio, lo veo en vuestros ojos —dije.
—¡Ah, padre McFinnen! —rió él— Veo que sois más certero de lo que imagináis.
Salimos del monasterio, y paseamos sosegadamente por los alrededores, entre el trino de los pájaros y el suave ulular de los árboles.
—No sé si sabio, pero en verdad conozco mucho más que cualquier hombre que haya nacido en este país, y tal vez en ningún otro —adujo Tuan—. Ierne ha sido mi morada durante más tiempo de lo que podáis llegar a concebir, padre. Sí, he vivido innumerables años, y no siempre con el conocimiento de cual era mi origen o cual mi destino en este mundo. Lo descubrí, con el tiempo, pero no ha sido hasta ahora, gracias a vuestro… —rectificó a tiempo— Nuestro Dios, que atisbo el final de tan largo camino.
Aquellas palabras crearon profundo desconcierto en mí. ¿Quién era aquel hombre en realidad?
—No siempre fue mi nombre Tuan Mac Cairrill. En otro tiempo fui conocido como Tuan, hijo de Starn, hijo de Sera, hermano de Partolón de Grecia.
Me detuve entonces, aún más confuso. Había escuchado tales leyendas, vagas referencias de los paganos a sus orígenes. Nunca les atribuí demasiada importancia, pero ahora aquel hombre aseguraba que había llegado al mundo en tiempos apenas posteriores al Diluvio Universal. Sin embargo, lejos de escandalizarme, no pude más que contener el aliento ante la seguridad en los ojos de Tuan. No vi locura en ellos, y por supuesto no vi mentira.
—Si, padre, sé que es difícil de creer, pero he hollado estas tierras durante más de mil quinientos años.
Sin casi advertirlo habíamos llegado a un pequeño claro del bosquecillo cercano al monasterio. Tuan se acercó a uno de los árboles y se sentó en su base, recostando la espalda en el tronco e invitándome a tomar asiento junto a él.
—Dígame, padre McFinnen… ¿le apetece escuchar mi historia? Porque del mismo modo, es la historia de nuestra maravillosa Ierne.
Como única respuesta me senté junto a él.


[1] En irlandés, hijo de Carell.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Retirada de uno de mis relatos del blog: YO SIENTO

Así es, he tenido que retirar uno de mis relatos. Se trata de YO SIENTO. Pero descuidad, es por un feliz motivo. De momento, no daré más detalles por eso de no llamar a la mala suerte, pero los escritores que leáis esto ya imaginaréis por donde van los tiros.
Pronto daré más noticias, espero que alegres.

sábado, 20 de diciembre de 2008

GRANDES ESCRITORES POR DESCUBRIR - DAVID GÓMEZ HIDALGO - BAJO EL EUCALIPTO


En mi reseña de hoy hablaré del último libro que he leído. Se trata de BAJO EL EUCALIPTO, de mi buen compañero de la "Generación TusRelatos" David Gómez Hidalgo, más conocido como Bolzano. Antes que nada, agradeceré al autor que me hiciera llegar un ejemplar firmado.

BAJO EL EUCALIPTO es una obra autopublicada, pero a diferencia de otras, no se trata de la obra primeriza de un escritor atolondrado con ganas de ver su novela publicada. David Gómez Hidalgo es un apasionado escritor, se demuestra con sólo leer esta obra.
En primer lugar cabe destacar que la novela es, en realidad, dos historias distintas aunque paralelas. O mejor dicho, en clara contraposición: un hombre que de repente se encuentra en el camino hacia la obsesión y la locura debido al encuentro con una desconocida en un viaje aparentemente de negocios; por otra parte, una mujer, desde lo más hondo de un pozo de desesperación, ni más ni menos que en un centro psiquiátrico donde se halla recluída, encontrará una ilusión para seguir adelante.
Ambas historias fluyen al unísono hasta que al final de la novela encuentran un punto de coincidencia, dos caminos que se cruzan fugazmente. Bajo mi opinión, aunque ambas historias son argumentalmente atractivas, los pasajes de Alba me han agradado especialmente. En ambas tiene un papel fundamental el amor, que cada uno de los personajes principales abordará de un modo hasta llegar a la magnífica conclusión.
En cuanto a la narración, es en sí fluida, nada pretenciosa, en su justa medida. Quizás al autor le convendría pulir ciertos detalles, como varias repeticiones, quizás el único punto flaco de la narración. Hay párrafos donde se suceden las mismas palabras en muy poco espacio de tiempo, y algun fallo de maquetación. Pero nada de ello empaña la calidad de la novela y su narrativa, agradable para todo tipo de lector bajo mi opinión.
Un gran trabajo y un libro del que he disfrutado sobremanera. Si queréis adquirirlo (muy recomendable), sólo tenéis que pinchar en la imagen del libro que hay en la barra de la derecha de este mismo blog.

domingo, 7 de diciembre de 2008

41

Vamos con un nuevo relato. Debo apuntar que si la publicación de mis relatos ha decaído un poco es principalmente porque tengo varios participando en concursos que demandan no haber sido colgados siquiera en internet, de ahí no poder mostrarlos (por ahora). También, mi creación de relatos ha sufrido un parón debido a que llevo entre manos otros proyectos, en especial alguna novela. Siendo así, saboreadlos bien, porque habrá pocos relatos de momento en el blog.
En este caso, os ofrezco "41", un relato inspirado por una famosa canción de Bruce Springsteen, que a su vez se basó en una historia real y terrible, una historia que demuestra la sinrazón que, a veces, mostramos los seres humanos. No es mi mejor trabajo, y necesita retoques, pero es un texto muy sentido.
Como siempre, espero que la disfrutéis.

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41

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Basado en el caso de Amadou Diallo
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Ahora, tan cerca del final, todo vuelve a comenzar.
Amadou ha vuelto atrás en el tiempo, es de nuevo aquel día, hace ya tres años, en Conakry, cuando marchó. Kaidu, su madre, trata de ser fuerte, de no llorar, pero sus ojos aparecen rodeados de los más que evidentes estragos de toda una noche de llanto. “No llames la atención, hijo”, le ha repetido una y otra vez en los últimos días. “No le des motivos a esa gente para que te devore”. “Recuerda siempre quién eres y de dónde vienes”, le dice Saikou, el padre. Allí, junto al herrumbroso barco que iba a llevarse a su hijo lejos de ella, Kaidu no puede contenerse más. Madre, padre e hijo se abrazan.
Todos lloran.
Amadou sube al barco, tan sucio, oxidado y ajado que casi está convencido de que en cuanto dejen atrás la tierra, y todo sea agua, y el mar demuestre su poder, aquel cascarón, enorme pero viejo, no soportará el ímpetu de las olas. Se dice que el mísero pasaje, en un camarote donde se apiñan docenas de compatriotas, no merece que su familia haya sacrificado los exiguos ahorros de toda una vida. No es consciente de que en el lugar a donde se dirige no importan las esperanzas depositadas en aquel billete de papel, ni el dolor al separarse de aquellos a quienes se ama.
“No os preocupéis, todo irá bien. Encontraré trabajo, ganaré dinero y os lo enviaré siempre que pueda. Y algún día, cuando haya prosperado, os vendréis a vivir conmigo y volveremos a estar juntos”, les había dicho a sus padres cuando meses antes les comentó la posibilidad de viajar a los Estados Unidos. Sin embargo, Amadou está muy lejos de sentirse tan seguro como siempre trata de aparentar. Y ni siquiera es consciente de todo cuanto le espera.
Luego de incontables días de travesía por mar, malviviendo, la estampa de la tan gloriosa Estatua de la Libertad, que a tantos inmigrantes ha otorgado su bienvenida, le hace creer que en cuanto baje de aquel cacharro todo irá bien. Sí, sus sueños se cumplirían, no podía ser de otro modo en un lugar al que tantos antes que él habían marchado en busca de una nueva vida. No podía ser que todos ellos estuviesen equivocados.
Pero aquella dama y su antorcha resultarían ser sólo espejismos para Amadou, simples placebos. La brutal realidad, la única realidad, es que ha cambiado un territorio hostil por otro. Lo advierte en cuanto pone un pie en Manhattan. Los albergues para indigentes se suceden una noche tras otra, en donde, como un indigente más, se ve obligado ha convivir con todo tipo de individuo descarriado. Muchos no son agradables.
Algunos son peligrosos.
Al fin le sorprende lo que podría llamarse un soplo de relativa buena suerte. Gracias a un compañero inmigrante, alguien que conoce a alguien, consigue un trabajo. Comienza por vender baratijas en las calles de la ciudad: tijeras, dedales, ropa y artículos de imitación, fotos de los lugares emblemáticos para los turistas… un trabajo miserable, mal pagado, y que le hace correr más de una vez para huir de la policía.
Pero pasan las semanas, los meses, un año se va, y luego otro. Mal que bien, Amadou ha prosperado poco a poco, hasta que un día advierte que ha ahorrado lo suficiente para pagar el alquiler de un destartalado apartamento en el Bronx. No es más que un cuchitril, una habitación sin baño propio, con una dura cama y repleto de enormes cucarachas y goteras.
Y sin embargo a Amadou le parece el paraíso, aun cuando se vea obligado a compartirlo con otros tres compañeros de infortunio para poder pagar el alquiler. Sabe lo que es pasar las noches a la intemperie, soportando el frío intenso de las noches invernales de Manhattan, temblando de pies a cabeza mientras se busca el mísero calor de los cartones y con el recuerdo de aquellos a quienes ama en la distancia. La sucia y deteriorada habitación representa para él la certidumbre de que las cosas marchan hacia adelante, aunque sea a regañadientes. Se dice que resistirá en aquel lugar, con la ilusión de que, quizás en no demasiado tiempo, podrá al fin enviar los tan ansiados billetes de barco a sus padres.
Y sin embargo todo está presto a truncarse con la facilidad con que se rompe un jarrón.
Es pasada la medianoche, Amadou sale de su apartamento con la llana y única intención de dar una vuelta por el barrio antes de acostarse. Baja las crujientes y deterioradas escaleras con cuidado, pues las bombillas llevan fundidas desde hace semanas. El casero, como siempre, se ha desentendido de la avería; alega que por 500 dólares al mes de alquiler- una cantidad extraordinariamente baja en Manhattan, incluso para tratarse de viviendas en tan mal estado- no va a mover un dedo aunque se caiga el edificio a pedazos.
El vestíbulo, en cambio, tiene bastante luz, al menos la suficiente para que Amadou distinga al instante las cuatro figuras que se acercan a él con aire serio y decidido. El joven no tiene motivo alguno para temer, sus papeles están en regla, no ha sido detenido anteriormente ni tiene cuentas pendientes con ninguna banda mafiosa. Ha seguido al pie de la letra el consejo de su madre. Nunca había llamado la atención.
Y sin embargo aquellos cuatro hombres se dirigen, claramente, a su encuentro. Por puro instinto, Amadou reacciona del único modo que no debe hacerlo. Se detiene, da varios pasos hacia atrás, azotado por un repentino e inexplicable miedo. En cuanto el joven recula, los ojos de los desconocidos se agrandan, chispean, y en un movimiento fugaz y sincronizado, los cuatro desenfundan. Ahora cuatro revólveres apuntan a su rostro.
“¡Policía!”. “No, por Dios, no disparen”. ”¡Cállate!”. “No te muevas, negro. No hagas tonterías”. “N-no, por favor… tengo los papeles en regla…” “¡No hagas tonterías!” Una mano se desliza a un bolsillo. Saca algo oscuro. Los nervios se tensan. Las miradas chispean. Las manos se crispan y las pistolas se impacientan. El tiempo se detiene. Algo oscuro en su mano, mirada fiera de los desconocidos. Amadou comprende entonces su error. Demasiado tarde.
Los dedos se mueven por puro instinto. Se desata la tormenta. El acre olor a pólvora y el estruendo se adueña del vestíbulo. Cuatro truenos, a los que siguen otros cuatro, y luego otros cuatro, y otros cuatro…
Amadou no sabe lo que le golpea. Su mente ya no está en el vestíbulo para cuando su cuerpo toca el suelo. Tan cerca del final, ha vuelto atrás en el tiempo. Es de nuevo aquel día, hace ya tres años, en Conakry, el día en que marchó. Allí están sus padres.
Esta vez, sin embargo, no sube al barco.
***
¿Cuántas balas se necesitan para matar a un hombre?
41.
Ni una menos.
41 balas para acabar con una vida.

***
Amadou Diallo murió el 4 de febrero de 1999, en el vestíbulo del edificio donde vivía, a manos de la Policía de Nueva York. Según los cuatro agentes el joven guineano de 22 años no obedeció la orden de alto y sacó algo oscuro de un bolsillo. 41 disparos lo mataron en el acto. Cuando los agentes advirtieron cual era el objeto que Amadou había sacado del bolsillo, ya era demasiado tarde. Una cartera.
Amadou sólo pretendía identificarse.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"