TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

miércoles, 29 de abril de 2009

La Sombra de la Luna, finalista del I Premio Bubok de Creación Literaria


He dudado a la hora de colgar este post, porque tampoco es que sea una noticia para echar cohetes. Pero un finalista es un finalista, aunque hayamos sido 20 los "agraciados".
Como sabréis, mi novela corta La Sombra de la Luna ha participado en el I Premio Bubok de Creación Literaria. Mis esperanzas de ganar no eran muy altas, y al final se materializó lo previsible y no vencí (sin embargo, enhorabuena al vencedor, Juán Julián Merelo, con su obra "Lujoyglamour.net").
Pero cual ha sido mi sorpresa (relativa) al visitar hoy mi cuenta Bubok y encontrarme un mensaje de mi fiel visitante Martika, diciéndome que estaba entre los 20 finalistas de la última criba del jurado). Bueno, no es mucho, pero es curioso y me da un pequeño soplo de ánimos, que nunca viene mal. Algo bueno debió ver el jurado para tenerlo entre los veinte primeros.
Os dejo el enlace para que lo comprobéis:

http://www.bubok.com/blog/2009/04/20/los-20-finalistas-del-premio-bubok-de-creacion-literaria-2009/

Desde aquí, quiero compartir esta pequeñísima mención con todos los que habéis adquirido el libro, ya sea pagándolo o descargándolo gratuitamente. Y también a cuantos me animáis con vuestros comentarios y visitas. El camino de La Sombra de la Luna no acaba aquí, o al menos eso espero. Hay algo por ahí que tal vez pueda materializarse en un futuro no muy lejano. Ojo, sólo tal vez.

Un saludo a todos, caminantes.

sábado, 25 de abril de 2009

Crítica - La Espada de la Verdad

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Saludos, caminantes. Esta semana toca pausa en los Cuentos de Erian. Llenaré este intervalo con la crítica del último libro que me he leído, y que recomiendo encarecidamente a todos aquellos que os gusta el género de la literatura fantástica (y a quienes no, es un momento para comenzar). Hacía tiempo (desde que leí Estirpe Salvaje) que una saga fantástica no me enganchaba tanto.



Resulta curioso cuántas buenas sagas fantásticas pululan por el mundo literario sin que lo advirtamos. La Espada de la Verdad era un nombre al que nunca había prestado mucha atención (eclipsado por sagas como Canción de Hielo y Fuego, La Rueda del Tiempo, u otras), y tuvo que llegar una serie de televisión basada en los libros para que despertara mi curiosidad (la serie en cuestión se llama La Leyenda del Buscador, aunque es muy diferente a los libros). Lo uno llevó a lo otro y así cayó en mis manos el primer volumen (El Libro de las Sombras Contadas) de la primera parte de la saga (en su versión original en EEUU se llamaría The Wizard's First Rule, que en España sería dividido en dos volúmenes).

Adicción, ese es el adjetivo que más se adecua a lo me transmitió la lectura del susodicho El Libro de las Sombras Contadas. Una vez iniciada su lectura, lo devoré en la friolera de ¡menos de una semana! (tened en cuenta que trabajo a jornada completa). Luego cogí la segunda parte, Las Cajas del Destino, que me tuvo enganchado otra semana.

La historia comienza con su protagonista absoluto, Richard Cypher,cuya vida cambiará por completo cuando conozca a una enigmática mujer, Kahlan Amnell, quien es mucho más de lo que parece. Los destinos de ambos quedarán irremediablemente unidos cuando un anciano amigo de Richard, Zedd (que de nuevo es mucho más de lo que parece), desvele que el joven es, ni más ni menos, que el Buscador de la Verdad, figura legendaria con un increíble destino por delante: librar al mundo del tirano Rahl el Oscuro, que desea apoderarse de Las Cajas del Destino para conseguir el poder absoluto.

A partir de aquí, la historia entra en una dinámica de aventuras sin pausa, a un ritmo tremendamente ligero y adictivo: acción, aventuras, magia, y en especial un subargumento romántico tremendamente sólido (con alguna escena que se adentra en el erotismo, incluso). Ojo, no se trata de una historia para adolescentes como últimamente se han puesto de moda gracias a libros como Crepúsculo, sino que estoy hablando de un libro realista, sólido, y en ocasiones terriblemente crudo (hay escenas, en especial en el segundo volumen, Las Cajas del Destino, que os harán temblar).

A la solidez del mundo creado por el autor, Terry Goodkind, contribuyen muchos factores tremendamente originales, pero uno de ellos sobresale por encima de los otros. Me refiero a la creación de un tipo de personajes extraordinario: las Confesoras, mujeres con un poder colosal basado en el amor que tienen que soportar una gran carga emocional (y no cuento más, hay que leerlo, os aseguro que no tiene desperdicio), personajes totalmente diferentes a nada de lo que yo haya leído. Asímismo, la magia en La Espada de la Verdad sigue unos patrones característicos, pues se divide en dos tipos: Magia de Suma (aporta efectos, crea) y Magia de Resta (elimina). Y no puedo dejar de nombrar a unos personajes que no dejan indiferentes: las mord-sith. Magistrales, me daréis la razón.

Narrativamente la historia no es lo mejor que se ha escrito, pero es solvente, y la trama erradica cualquier defecto porque sencillamente te absorbe, en especial el modo en que el autor trata a los personajes y sus relaciones. También contiene algunas perlas, digamos, filosóficas, por parte del autor, como las Reglas de Mago, de nuevo algo original dentro de lo que se había escrito hasta entonces.

¿Los mejores personajes del libro? Eso es lo mejor. ¡Todos! Os estremeceréis con la maldad de Rahl el Oscuro, la pequeña Rachel os enternecerá, Zedd os cautivará con sus manías de mago, odiaréis a Deena a la vez que os enamoráis de ella, sufriréis con Richard, y os angustiará la terrible carga que aflige a Kahlan, que es temida y repudiada por todos por lo que es.

Resumiendo, en La Espada de la Verdad (al menos sus dos primeros libros, que son los que he leído, porque la saga son más de diez, independientes entre ellos cada dos volúmenes) podéis encontrar una historia sólida, originalidad, unos personajes de los que se quedan marcados en la memoria, y acción, mucha acción.
No la dejéis pasar, especialmente si os gusta la literatura fantástica.

Aquí os dejo una lista con los libros que conforman la saga (editados por Timun Mas aquí en España, tengo entendido que este mes que viene sacarán un coleccionable con toda la saga), aunque mi crítica se basa en los dos primeros:

-La Primera Norma de un Mago (Wizard's First Rule): Conformado por los libros El Libro De Las Sombras Contadas y Las Cajas Del Destino
-La Piedra de las lágrimas (Stone of Tears): Conformado por los libros La Piedra De Las Lágrimas y La Amenaza Del Custodio
-La Sangre De La Virtud (Blood of the Fold): Conformado por los libros La Sangre De la Virtud y El Caminante de los Sueños
-El templo de los vientos (Temple of Winds): Conformado por los libros La Profecía De La Luna Roja y El Templo De Los Vientos
-El Espíritu del Fuego (Soul of the Fire): Conformado por los libros El Espíritu del Fuego y El Gemelo De La Montaña
-La Fe de los Caídos (Faith of the Fallen): Conformado por los libros La Señora De La Muerte y La Fe De Los Caídos
-Los Pilares De La Creación (The pillars of creation): Conformado por los libros La Estirpe De Rahl el Oscuro y Los Pilares De La Creación
-El imperio desnudo (Naked empire): Pendiente de publicarse en español.
-Cadena de Fuego (Chainfire): Pendiente de publicarse en español.
-Fantasma (Phantom): Pendiente de publicarse en español.
-Confesor(a) (Confessor): Pendiente de publicarse en español.

Y en cuanto a la serie de TV, he leído muy malas críticas por parte de los más frikis seguidores de los libros, pero yo, que no me siento inclinado al fanatismo, la estoy siguiendo y me parece muy entretenida (domingos, 16 horas, Tele 5). Se diferencia muchísimo de los libros, han cambiado muchas cosas, pero creo que la esencia permanece. En ese aspecto, soy bastante comprensivo, entiendo que una serie de tv para todos los públicos no puede contener ciertas cosas del libro, por ser demasiado duras, y que el ritmo en televisión no tiene nada que ver con la literatura. Como pasatiempo, también la recomiendo.

Eso es todo por hoy, la semana que viene, concluiré la serie Cuentos de Erian. Hasta entonces, un saludo a todos, caminantes.

sábado, 18 de abril de 2009

Cuentos de Erian - Valcalia (Parte 3 de 3)

Después de tres semanas, llegamos a la conclusión del relato Valcalia. Espero que os haya gustado, pero no os cortéis en dejarme vuestras impresiones.
La semana que viene haré un lapso y hablaré de esa novela fantática que me ha encandilado, y luego concluiré la primera etapa de Cuentos de Erian con el último de los relatos que tengo acabado. He dejado lo mejor para el final.

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VALCALIA (Parte 3 de 3)



La furia de Lath ante la huída de Marvian fue grande. Quizás sospechara desde el inicio de Valcadar, pero se abstuvo de acusarle. El motivo era evidente, al menos para el capitán: sin duda, los Caballeros del Fénix y las tropas de Antala no pasarían por alto la afrenta y cuan lejos había llegado el Duque; pronto llegaría un ejército, y necesitaba todas las manos para resistir el asedio al que iba a ser sometido.
Porque en ningún momento Lath mostró arrepentimiento ni buscó el perdón por sus actos, aunque sólo fuera para salvar su cabeza. No, en la adversidad se mostró aún más cruel. Gracias a los hombres que, a base de sobornos y promesas, había logrado reunir a su alrededor, formó un grupo leal, tanto como el oro podía permitir. Y con ellos obligó mediante amenazas a todo hombre de la aldea a tomar las armas para defender a su señor, a pesar de cuánto lo odiaban. A los que se resistieron, el grupo de mercenarios les dio una razón de peso para obedecer: apresaron a sus esposas e hijos, y los confinaron en las mazmorras de la Torre para obligarlos a obedecer.
Valcadar no tenía a nadie que perder, pues su esposa había fallecido años atrás. Su único hijo, Tiamar, vivía lejos, en Calian, la gran ciudad portuaria del sur del reino. Y sin embargo, el capitán decidió permanecer en la atalaya. ¿Por qué? El propio Valcadar no podía asegurarlo. Nunca había sido un hombre que se moviera por buenas intenciones como Marvian, pero de algún modo se sentía involucrado en todo aquel asunto. Debía hacer algo al respecto, así que comenzó a cavilar un plan.
El tiempo estaba a su favor. Cuando en el horizonte se otearon las banderas con la corona y el sol luminoso de Antala, las dudas arreciaron entre los defensores de la Torre. En ese momento, las bolsas repletas de monedas de los que habían aceptado la autoridad del Duque se antojaron demasiado livianas. La tensión aumentaba, y en ella vio Valcadar su oportunidad.
No le costó mucho convencer a la gente adecuada para que miraran a otro lado una noche. Por algún motivo convencido de que él debía protagonizar la solución a los desvaríos de los últimos tiempos —tal vez en una absurda sensación de responsabilidad hacia lo que había representado el anterior Duque—, Valcadar se escabulló cuando la mayoría dormían, recorrió los pasillos y las escaleras, y llegó hasta las estancias superiores donde moraba en exclusiva el que, a pesar de todo, era su señor.
En su cinto, Valcadar portaba una daga.
Le ocasionó un gran placer encontrarse con Lango, antes de llegar a la alcoba del Duque. Sin miramiento alguno lo sorprendió por detrás y, mientras le cerraba la boca con la mano diestra, con la zurda lo apuñaló no una, sino hasta cuatro veces. Sólo cuando el verdugo dejó de contorsionarse lo soltó.
Abrió la puerta de la habitación donde descansaba su objetivo. No debería estar abierta pero lo estaba. El ujier había cumplido su promesa. Con el sigilo de un gato, Valcadar se adentró en la penumbra. Estaba muy oscuro, pero él conocía la estancia de memoria, pues había asistido a Unar Shetepp en muchas ocasiones. Se deslizó entre las sombras hasta llegar a la cama entechada en la que dormía el Duque. Levantó el puñal…
Algo lo golpeó por detrás, entonces. El capitán se sintió volar por encima de la cama para luego estamparse contra el muro contrario. Sin resuello, trató de incorporarse para encarar a su atacante, y fue al hacerlo cuando comprendió que había sido engañado. El bulto en la cama era sólo un grupo de mantas convenientemente colocado para simular al huésped habitual del lecho. Porque éste se hallaba en pié. Lath Shetepp lo miraba con ojos teñidos de un odio casi irracional.
—¿De verdad creías que no esperaría algo así? ¡Estúpido capitán de tres al cuarto!
Valcadar quiso asir su daga para defenderse, pero advirtió que la había perdido. Lanzó un reniego. Desarmado no era en absoluto rival para Lath, que lo doblaba en tamaño y masa muscular. Era como enfrentarse a un oso enfurecido con las manos desnudas.
—¡Ahhh, Valcadar! ¡Voy a disfrutar destripándote, aunque seas el último!
Lath embistió al capitán como un toro. Durante un tiempo que a Valcadar se le antojó interminable, lo manejó como un títere, lanzándolo por el aire, golpeándolo con los puños, propinándole patadas… pronto el capitán quedó descompuesto, sin fuerzas para siquiera erguir la cabeza.
—¿No te gustaría saber de donde viene mi afición por el destripamiento? —comenzó a despotricar el Duque.
Luego golpeó a Valcadar con un puñetazo en la sien. El capitán besó una vez más el suelo, su propia sangre.
—Bueno, digamos que es una costumbre muy arraigada entre los habitantes del sur del continente. A los phomhor les encanta, aprendí mucho de ellos.
La fuerza de Lath era portentosa. Aferró de nuevo a Valcadar, y como si no pesara nada, lo alzó por encima de su cabeza. Luego lo lanzó de nuevo sin miramientos, estrellándolo contra la mesilla en la que reposaba la jofaina de porcelana que el Duque utilizaba cada mañana para su aseo. El capitán gimió de dolor al sentir cómo una astilla se le clavaba en el costado.
Pero también percibió algo más. Su mano se encontró sin pretenderlo con uno de los pedazos de la destrozada jarra con la que vertía agua en la palangana. A pesar de que sus miembros casi no le obedecían, logró aferrar el añico antes de que Lath lo volviera a tomar, esta vez por el cuello.
Su mano era una tenaza de la que no se podía escapar. Valcadar se vio alzado del suelo; todo el peso de su cuerpo repercutía ahora en el mismo punto en el que el Duque lo tenía aferrado, la garganta; no podía respirar, ni siquiera lanzar un gemido; sintió cómo Lath le estrujaba más y más el cuello. Pronto le rompería la tráquea.
Valcadar supo que iba a morir. Incluso aunque en ese mismo instante Lath lo soltara, su cuerpo estaba tan destrozado por la paliza que no se recuperaría; la herida en su costado era grave y perdía mucha sangre. No había milagro que pudiera salvarlo.
Y, sin embargo, en ese infinitesimal lapso de tiempo en el que un hombre plantea su vida antes de que la muerte le llegue, algo se le inflamó en el pecho. Moriría, sí, pero no sin cumplir lo que había ido a hacer.
Su mano se movió fugaz, tanto que Lath ni siquiera sintió nada. Pero eso fue en ese mismo instante, porque apenas un suspiro después, el Duque comenzó a percibir algo cálido que resbalaba por su propia garganta. «¿Qué demonios?», trató de decir, pero de sus labios sólo surgió un gorgojeo. Y entonces lo supo. Soltó a su presa de inmediato, y posó sus manos sobre la herida que el fragmento de barro cocido había abierto en su garganta. Fue un vano intento por contener la hemorragia, porque ésta ya brotaba como un geiser, ahogando de paso al gigante.
Por primera vez en su vida, Lath supo lo que era el pánico. Con los ojos idos, se tambaleó como un borracho hasta caer sobre la cama. La mirada se le abrió entonces al infinito, como si de repente pudiera ver algo que estaba vedado. Y luego quedo quieto, para siempre.
A pocos pasos del cuerpo sin vida, un moribundo Valcadar se arrastró hasta una el ventanal. Con gran esfuerzo y dolor fue capaz de asomarse, y al hacerlo la herida se le abrió más. No importaba, el capitán sabía que ahora sólo quedaba un asunto para concluir todo aquello. Aunando cada retazo de aliento que le quedaba antes de que éste se le acabara para siempre, Valcadar lanzó un grito que resonó en todo el valle.
—¡El monstruo ha muerto!
Luego, sencillamente se derrumbó.

El cadáver de Lath Shetepp fue entregado aquel mismo día a los capitanes que comandaban las tropas llegadas de Antala. No hubo lucha, pues, la voluntad de un hombre lo evitó.
Marvian fue el encargado de encender la pira donde se honró a su viejo amigo. Era un Caballero del Fénix, y por tanto no lloró, no era digno de alguien de su posición hacerlo en público. Pero, antes de prender la llama, Marvian susurró unas palabras al oído del cuerpo sin vida de Valcadar.
—Qué engañado me tuviste todos estos años. Siempre fingiste ser alguien despreocupado, pero en el fondo eras todo un Caballero del Fénix.

Gretan Garlaen, Rey de Antala, dispuso hallar un gobernante justo para el Valle de Valcalia de entre los nobles de la corte. Marvian se hizo cargo del gobierno de la Torre del Halcón mientras tanto, pero no fue por mucho tiempo. Porque los horrores que se habían vivido en la zona habían sido demasiados, y por lo visto sus habitantes no estaban dispuestos a seguir morando en unas tierras que, según decían, estaban manchadas de sangre.
Así, apenas en el intervalo de seis semanas, el poblado quedó abandonado, y también los caseríos cercanos. El lugar fue casi olvidado, pues sólo permaneció en los cuentos de viejas o de algunos viajeros con el nombre de El Valle de los Descuartizados. Y se tornó inhóspito, y pocos se atrevieron a caminar por sus senderos. Los pocos que se vieron obligados a hacerlo decían que a veces se veían formas difusas, siluetas en los rincones. Y, por la noche, hubo quien escuchó los gritos de sufrimiento de quienes habían sido torturados por el terrible Lath El Descuartizador, que gritaban el nombre de su atormentador.
Pero claro, todas estas historias sólo son fábulas.
¿O no?

domingo, 12 de abril de 2009

Cuentos de Erian - Valcalia (Parte 2 de 3)

Y aprovechando la publicación de esta segunda parte del relato Valcalia (recordad, englobado en el mundo de Erian), os felicito a todos la Semana Santa, aunque quizás leais esto cuando ya haya pasado.Espero qúe sean días de tranquilidad y provecho.

¡Ah! Próximamente,en cuanto concluya este relato, os hablaré de una saga fantástica que me ha cautivado como sólo lo habían conseguido mis dos libros de fantasía preferidos, El Señor de los Anillos, y Añoranzas y Pesares.

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VALCALIA (Parte 2 de 3)

El poblado del Valle de Valcalia dejó de ser lo que era. Aunque a viva voz la gente alababa la iniciativa del duque, argumentando que aquella medida serviría para disuadir a los criminales, más allá de la palabrería el miedo se aposentó en la zona. Los niños dejaron de corretear por el pueblo, incluso los adultos se afanaban a llegar a sus hogares antes de la caída del sol. La visión de los cuerpos desgajados frente a la Torre era una visión tan desagradable que nadie quería enfrentarse a ella. Pero nadie decía nada, nadie alzaba la voz, como si el instinto les dijera que no era conveniente.
Valcadar vivió aquellos días sumido en el desasosiego. Todo se desmoronaba, lo podía advertir en cada pequeño detalle. El ambiente en la Torre era insoportable, no había ilusión, alegría o sensación que se pareciera. Todos parecían embotados bajo el yugo de lo que no podía negarse, aunque sólo fuera admitido entre susurros: se hallaban sumidos en una tiranía basada en el horror. El duque se había desentendido totalmente del gobierno de sus tierras. Sólo le importaba tumbarse en su salón para saciar todos sus apetitos. Para colmo, habían pasado dos semanas desde el primer desmembramiento —al que habían seguido otros dos, de unos supuestos ladronzuelos en el mercado— y el capitán no sabía nada de Marvian. Dos sospechas cruzaban por su mente: que el Caballero del Fénix hubiera marchado en sigilo hacia Calanas, para denunciar los abusos de Lath, o… no, ni siquiera se atrevía a considerar la otra opción.
Cuando parecía que las cosas no podían torcerse más, comenzaron las extrañas desapariciones de gente común, la mayoría granjeros o ganaderos… desaparecían cuando realizaban sus tareas, y aunque la gente deseaba creer que no se trataba más que de accidentes, todos miraban a la Torre y recordaban los alaridos que, de tanto en tanto, los despertaban por la noche.
Poco a poco, un grupo de valientes pero tal vez insensatos habitantes movieron los primeros hilos de una rebelión contra el duque. Pero aquello era un pueblo pequeño, los rumores pronto pasaban de boca en boca, y a no mucho tardar alguien del alcázar supo del asunto. Cuando una mañana volvieron a colgar los maderos, y los habitantes vieron las cabezas decapitadas de algunos de sus vecinos, clavadas en lo alto de las estacas, ya no pensaron en más rebeliones.
El éxodo no se hizo esperar. Más compungido que nunca en su vida, Valcadar contempló desde la Torre cómo, una tras otra, día tras día, familias enteras dejaban el valle. El duque trató de frenar la huída, y lo logró con mano dura. Instauró una edicto por el que, quien abandonara el pueblo, sería pasado por la hoja por deslealtad.
Valcadar no podía soportarlo más. Su hogar se había convertido en un despropósito horrible y emponzoñado por el mal. Debía hacer algo, ¿pero qué? Lo ataba la promesa de servir al Ducado de Valcalia, sea quien fuere su señor. Y aunque no era un paladín, el capitán daba mucho valor a su propia palabra. Además… ¿qué podía hacer un solo hombre contra un loco como aquel y todo su séquito de arteros oportunistas?
Pero todo tenía un límite, y Valcadar lo encontró un día. Bajó a las mazmorras en busca de Lango, que ahora se había convertido en el favorito del Duque. Éste se hallaba en plena cacería, en los cotos al oeste, y durante su ausencia, probablemente de unos cinco o seis días, el antiguo verdugo tenía las responsabilidades de la Torre. Pero en lugar de al odioso Lango halló una fina luz en la pared, una línea que le hizo recelar. Al acercarse con un candil en la mano advirtió que en aquel rincón de los calabozos había una puerta secreta de la que no había tenido jamás noticias, lo cual no era extraño pues su superficie se camuflaba a las mil maravillas con el empedrado gris. Pero la habían dejado descuidadamente abierta, y la curiosidad del capitán pudo más que su prudencia. La abrió un poco más, y un hedor insoportable lo golpeó hasta dejarlo exhausto. Vomitó, pero luego alzó la cabeza y allí, encadenado en un sucio habitáculo lleno de orín y excrementos, vio un cuerpo desmadejado en el suelo que, a pesar de su delgadez, reconoció al instante.
—Por los Dioses Moldeadores… ¡Marvian! —gimió.
Y se abalanzó hacia su amigo. Comprobó con alivio que el prisionero aún vivía, si bien su aspecto había cambiado mucho. De un hombre ancho, buen aficionado a la bebida y la comida, ahora sólo quedaba un saco de piel, músculo y hueso. Y podía dar gracias a la grasa de la que tanto había renegado en tiempos pasados, porque de otra forma habría fallecido hacía tiempo.
—V-Valcadar… —murmuró el paladín— ¿D-de verdad eres tú? ¿O es otro de mis delirios?
—¡Soy yo, amigo!
Marvian lloró amargamente. Durante días en apariencia sin fin su fuerza de voluntad lo había mantenido indemne a las torturas que había sufrido, pero ahora, al contemplar a su amigo, no pudo más que estallar en lágrimas. Valcadar apenas pudo imaginar lo que el buen hombre había padecido. Le habían vaciado un ojo y amputado la zurda; muchos cortes cruzaban su rostro y entre los harapos que lo cubrían el capitán vislumbró terribles moratones y heridas.
Sin pensar en las consecuencias de sus actos, Valcadar soltó los grilletes de su amigo. Apenas sin fuerza, Marvian tuvo que contar con el apoyo del capitán para lograr sostenerse. Con mucho esfuerzo, y logrando esquivar a guardias y sirvientes, Valcadar logró llevar al paladín a su propia alcoba. Allí lo cuidó durante todo el tiempo que pudo. Por suerte las heridas de Marvian no eran graves, quizás el buen Valdar lo había protegido de la infección, porque con varias comidas abundantes y un par de baños el hombre se sintió casi recuperado. Valcadar suspiró, pues se les agotaba el tiempo. Suponía que Lango había ya descubierto la desaparición de Marvian, y si no había dicho nada era porque en teoría el apresamiento del paladín era un tema que sólo debían conocían él y Lath. Era un tema muy grave aprisionar a un Caballero del Fénix, y por tanto lógicas las prudencias de ambos miserables. Pero Valcadar no dudaba de que a su regreso Lath removería cielo y tierra para hallar, o en su defecto descubrir, qué había pasado con Marvian.
Aquella misma noche el capitán organizó la huida de su amigo. Éste quiso oponerse, pues entre los paladines no estaba bien considerado escapar de un rival. Pero Valcadar lo convenció con facilidad.
—Debes llegar a Calanas y advertir al Rey Garlaen. Es el único modo en que podrás salvarnos a todos los que seguimos aquí encerrados por ese monstruo. Mucha gente depende de ti ahora.
Aquella frase fue definitiva. Por encima incluso de su propio honor, al menos en teoría, un Caballero del Fénix siempre debía considerar el bienestar de cualquier necesitado.
Antes de montar en el alazán que Valcadar había logrado sustraer del establo, Marvian posó su mano en el hombro del amigo.
—Eres digno de pertenecer a la Orden del Fénix. Aquí y ahora, yo te prometo que volveré con una legión de soldados para acabar con ese malnacido. Os liberaré a todos.
—Y yo te esperaré, amigo.

sábado, 4 de abril de 2009

Cuentos de Erian - Valcalia (parte I)

Esta semana os traigo la primera parte de un nuevo relato fantástico ambientado en mi mundo imaginario Erian. En este caso se trata de la historia de una leyenda que aparece en una de las novelas, en concreto "La Oradora de Valdar". Hace referencia a un lugar del que, muchos años después de este relato,se narrarían los típicos cuentos de viejas de miedo. He aquí la historia original.
Espero que la disfrutéis.

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Valcalia

Norte del Reino de Antala. Praderas del Interior.
Alrededor del 4300 de la Segunda Era.

Sólo era una mísera migraña cuando se levantó de buena mañana, pero pronto la molestia se tornó más intensa, y al mediodía Unar Shetepp, Duque de Valcalia, ya debía luchar contra las arcadas y una pesadez en la cabeza que rayaba lo insufrible. Caído ya el manto nocturno, el vértigo le impidió siquiera erguirse de la cama, y no mejoró con el descanso, pues éste fue inexistente. Los delirios hicieron presa en él durante toda la noche, sus desgarradores gritos se propagaron por el ventanal abierto de la Torre del Halcón, la fortaleza en la que moraba, hasta llegar a la aldea que se extendía a los pies del alcázar, justo en el centro del valle que daba nombre al pueblo y al ducado de Shetepp. Los rumores se extendieron entonces, y a la mañana siguiente no había quien no supiera del sufrimiento de su señor.
Al atardecer del día siguiente, las fiebres se llevaron irremediablemente al duque. Ni los Oradores de la Vida y el Alma residentes en el pequeño templo del poblado, ni los sanadores herbolarios, pudieron evitar que la vida del noble se apagara. A duras penas lograron atenuar su padecimiento.

Valcadar supo de la muerte de Shetepp antes incluso de que ésta aconteciera. A pesar de que la salud del duque siempre había sido la de un toro recio —comparación adecuada, pues el sólido y crudo rostro del noble, su nariz aplastada y sus ojos diminutos, le daban un gran parecido con el bravo animal—, el veterano capitán de la guardia ducal intuyó con sólo una mirada a la piel grisácea de su señor que aquello no iba a tener un final agradable. Valcadar era un hombre tremendamente observador, prestaba atención a los detalles que otros desecharían, y por ello había llegado a ser la mano derecha del duque durante más de veinte años. Más aún, seguramente había sido su único amigo, si es que un noble podía permitirse el lujo de la amistad. Quizás eso explicara la pena que se había instalado en su pecho.
Pero no podía deshacerse lo inevitable. Su señor había muerto, y mientras no llegara el sucesor, el propio Valcadar se convirtió en senescal del ducado.
Y ese sucesor no sería el hijo de Shetepp, pues éste no había tenido descendencia, siquiera había tomado esposa. Era aquello algo que preocupaba sobremanera a Valcadar, pues conocía quien, por ley, debía sustituir a su anterior señor: Lath Shetepp, hermano del fallecido. No lo conocía tan bien como desearía, en realidad. A simple vista no podía negarse que Lath era hermano de Unar, pues en lo físico eran muy parecidos: un hombre rudo, enorme, de cabeza achatada y cuello grueso, hombros tan recios que bien podían cargar troncos sin dificultades, brazos como toneles y pecho musculoso; además, Lath lucía barba, rubia y corta como su cabello, el cual dejaba ver una ancha frente que coronaba una faz dura, permanentemente ceñuda, de mandíbula grande; no hubiera desentonado de haber vivido entre los bárbaros del oeste —algunos decían que realmente portaba sangre syr en sus venas, merced a un desliz de su madre—. En las breves ocasiones en que lo había tenido a su lado, Valcadar siempre se sintió acomplejado, pues donde el hermano de su anterior señor era un gigante fornido, él era pequeño y delgado, de estilizadas formas, más ágil que fuerte.
El carácter de Lath distaba mucho, sin embargo, del de su hermano recién fallecido. Donde el otro solía esgrimir buenas maneras para con sus consejeros y súbditos, Lath era hombre de acción y pocas consideraciones, rara era la vez que solía aceptar un consejo. Nunca lo demandaba.
La tarea como senescal de Valcadar duró más de lo que era común en estos casos. Dos semanas después del entierro de Unar Shetepp, su hermano aún no había aparecido. Varios mensajeros habían sido enviados en su encuentro, pues Lath era un empedernido viajero. Se decía que había recorrido todo Erian, que incluso había llegado a las oscuras Tierras Calcinadas, donde nada bueno había. Sea como fuere, el nuevo duque no llegó hasta pasado un mes del fallecimiento de su hermano.
Cuando tomó posesión de su cargo, ni siquiera tuvo unas míseras palabras de recuerdo para quien había sido de su sangre.

Y ahora habían pasado varios meses del nuevo cambio de señor, y Valcadar no dudaba ya que las cosas iban de mal en peor. Tal vez Lath iba vestido como un noble, con elegantes capas y armaduras, pero su corazón era de todo menos justo. No es que el propio Valcadar fuera un hombre de integridad contrastada, pues solía decir que la mano dura no hacía daño a nadie, pero comprendía que existían límites que no debían ser traspasados. El instinto le decía que Lath era propenso a rebasarlos.
Como había imaginado, el nuevo duque aceptaba pocas consignas de sus consejeros, y así el capitán de la guardia se vio convertido en un simple maniquí cuyas tareas se reducían a organizar a los centinelas de la torre. Otros más jóvenes y sobre todo más hipócritas, que no dudaban en agasajar a todas horas al nuevo señor, recibieron tareas que no les debían corresponder, por ineptitud. Cuando Valcadar trató de solventar esa situación, no logró más que ganarse la enemistad de todos aquellos necios. El Vejestorio, lo llamaban los jovencitos, aun cuando Valcadar aún no había llegado a la cincuentena, aun cuando, a pesar de su físico en apariencia poco musculoso, bien podía darles a todos una buena zurra.
Una noche de invierno sus temores más ocultos comenzaron a tomar forma. Valcadar se hallaba en el comedor de la Torre, picoteando con desgana del estofado de pollo que tenía frente a sí. Apenas probó la comida, sin embargo bien que vació dos jarras de cerveza, mientras recordaba los días luminosos en que comía en la misma mesa de su señor, su anterior señor… su verdadero señor.
En esas cavilaciones andaba cuando entró Marvian, el Caballero del Fénix de Plata enviado desde Calanas, la capital del reino, para supervisar la seguridad del valle. Con sólo ver el grana en sus mejillas y la expresión torva, Valcadar supo que algo grave ocurría.
—¡Al fin te encuentro, capitán! —vociferó— ¡Necesito tu ayuda para hacer entrar en razón al duque!
—Cálmate y cuéntame lo que ocurre…
—¡No puedo calmarme! —le interrumpió el hombre de cabello casi rasurado y barba limitada a los alrededores de su boca y mentón— ¡Es intolerable lo que pretende Shetepp!
—Te aconsejo que midas tus palabras, viejo amigo. Estás en su casa.
Marvian pareció sosegarse, aunque sólo un poco.
—Verás, hoy la guardia local ha atrapado a varios ladronzuelos de una banda de bandidos que operaba por los alrededores.
—Eso es una buena noticia —comentó Valcadar.
—¡Debería serlo! Pero Shetepp ha decidido que de repente él está por encima de los dictados del Reino. No consiente que se someta a esos hombres a un juicio. Acaba de dictar su ingreso en las mazmorras de la Torre, y pretende ajusticiarlos a muerte esta misma noche. ¡Debes evitarlo!
La noticia, en realidad, no sorprendió mucho a Valcadar. Él mismo había sido siempre poco transigente con los que transgredían la ley, y sabía que Lath lo era mucho menos. Y, al menos en ese aspecto, estaba cerca de simpatizar con su forma de actuar. Sin embargo, no cabía negar que una ejecución sin previo juicio podría traer problemas al ducado si llegaba a oídos del Rey de Antala. Aunque pudiera parecer que Calanas estuviera lejos, ese tipo de noticias siempre llegaba a su destino.
—Sinceramente, Marvian, no veo qué puedo hacer yo al respecto. Shetepp no es como su hermano, hace tiempo que me he acostumbrado a que mis consejos no sean tenidos en cuenta.
—¡Pero tú fuiste el consejero más querido de Unar! ¡Alguna influencia debes tener, después de todo! ¡Incluso los más odiosos tienen derecho a un juicio!
Valcadar suspiró. No le apetecía nada interceder por esos criminales, y mucho menos enfrentarse al duque. Últimamente siempre andaba buscando una excusa para no coincidir con él. Sin embargo, no tuvo coraje para negarse ante su amigo.
—No te prometo nada.

El capitán de la guardia pidió una audiencia con su señor apenas una hora más tarde. De nuevo añoró el pasado, cuando no precisaba de formalismos para presentarse ante su superior, porque éste era también su amigo. El ujier personal de Lath, un menguado hombrecillo de dientes podridos y mirada bizca, le anunció que el duque lo esperaba… en las mazmorras.
No le gustaban los calabozos, pues todo era dejadez allá abajo. Ya sólo mientras bajaba por las escaleras en espiral envió a más de media docena de ratas por el vacío mediante otras tantas patadas. Y en el sótano las cosas no eran mejor. El ambiente, oscuro, húmedo y recargado, era sofocante.
Se encontró con que Lath no estaba sólo. Con él vio a Lango, el verdugo, un hombre que en otros tiempos había tenido tan poco trabajo que tuvo que subsistir también como carnicero, por sus más que evidentes habilidades con el cuchillo. A Valcadar no le caía nada bien, era un hombre cruel que disfrutaba con su trabajo.
—Capitán Valcadar, se os saluda —dijo Lath.
El soldado miró a su señor con todo el disimulo del que fue capaz, apenas conteniendo el gesto de asco que de repente le asaltó. El duque iba ataviado con un delantal. Por lo visto, no quería mancharse sus caras ropas.
—Mi señor, me han llegado la noticias del arresto de los bandidos, y de tus intenciones para con ellos. En mi desvelo por vuestra persona, he creído oportuno alertaros de los peligros que podría entrañar.
—¿Peligros? —y Lath rió—. Tranquilo, mi buen capitán, aunque esos cuatro ladrones me atacaran en conjunto dudo que pudieran siquiera estorbarme.
—No me refiero a los bandidos, sino a las leyes. Éstas dictan que todo presunto criminal tiene derecho a un juicio.
—Ah, ya veo que Marvian ha hablado contigo. No deberías tener en cuenta sus pataleos de paladín. Aquí, en mis tierras, yo soy la ley.
—Mi señor, si todo esto llegara a oídos del Rey…
—Pero no llegará, ¿verdad? —y la mirada penetrante del noble le dijo a Valcadar cuál era la respuesta correcta en aquella ocasión.
—No por mi parte, pero…
—No te preocupes, pues. Y ahora, déjanos solos —dijo, justo cuando Lango ya traía consigo a uno de los bandidos—. Tenemos mucho trabajo.
Valcadar subió las escaleras mientras a su espalda se alzaban terribles gritos, aullidos que no le permitieron dormir durante toda la noche, y no sólo a él, pues los alaridos eran de tal magnitud que llegaron más allá de los muros de la Torre del Halcón. Cuando a la mañana siguiente el capitán se asomó al alfeizar de su ventanal, y vio los cuatro maderos en donde ahora colgaban los brazos, piernas, testículos, vísceras y cabeza de los respectivos bandidos ajusticiados, vomitó con el estómago vacío.
No fue el único, porque aquel espectáculo macabro fue visto por todo el poblado. No hubo ninguno de ellos que no supiera que las cosas habían cambiado para siempre en Valcalia.
A partir de aquel día, a Lath Shetepp se le comenzó a llamar con un apodo que perduraría en el tiempo.
El Descuartizador.


CONTINUARÁ...

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"