TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

viernes, 24 de julio de 2009

El Heredero de la Luz (conclusión)

Aquí os dejo la conclusión de "El Heredero de la Luz". Espero vuestras impresiones.
Por mi parte, a pocos días de las (deseadísimas) vacaciones de verano, me encuentro igualmente cerca de concluir la primera corrección a fondo de mi novela "La Tercera Generación". Pronto colgaré por aquí algún capítulo para que me ayudéis con vuestras opiniones.
Un saludo y felices vacaciones a quienes ya estéis disfrutándolas. No os olvidéis de leer mucho.

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Henchido de furia, Elphien atravesó los Valles Venenosos y cruzó el pantano de Ogardh. Marchando siempre hacia el norte, llegó a Ulmorian, donde el Rey Cillarnar, Señor de los Trolls Rugientes, gobernaba desde el Salón de las Angustias, en la Montaña de la Soledad. Era aquel un lugar maldito por donde ni siquiera los Itari podían caminar sin peligro. Pero Elphien, como ya se ha dicho, no temía a enemigo alguno, y con el poder de La Luz en su mano, el joven dios no conocía rival. Pocos fueron los enemigos que osaron enfrentarse al poder combinado del Hijo de Inaer y Solussan.
Sin embargo, cuando Elphien llegó a las puertas del palacio dorado donde moraba Cillarnar, allá en lo alto de la montaña, encontró quienes se le opusieron. Los tres hijos del maléfico rey, Kogar, Rogar, y Vogar —feos, malolientes y terriblemente malvados—, trataron de cerrarle el paso. Eran gigantes de pieles sarnosas, verrugosas y correosas, y por ello impenetrables como férreas corazas de batalla. Sus brazos y piernas eran tal que gruesos troncos de árboles, y poseían la fuerza de mil hombres. Incluso los más valerosos guerreros Itari tenían en consideración el poder de aquellos monstruos.
—Una vez ya nos burlaste, insignificante diosecillo —gritó Vogar—. Pero esta vez tus tretas te serán en balde. No escaparás de nuestras garrochas.
—Una y mil veces lograría escapar de bestias tan estúpidas como vosotros —replicó Elphien—. Pero hoy no tengo tiempo para juegos de niños. Hoy os enfrentaré y venceré.
Los dos gigantes se abalanzaron sobre el joven. Elphien se mantuvo firme en posición y propósito. Como respuesta al ataque de los Trolls, blandió La Luz en alto y descargó todo su poder en un grandioso estallido. El fogonazo fue tal que los monstruos quedaron de repente, y ya para siempre, ciegos a toda visión del mundo. Lentos y torpes, y gimoteando cual niños, trastabillaron entre ellos y cayeron al suelo, donde quedaron postrados, llorando ante su desgracia.
—¿Cómo atraparemos ahora nuestras presas, si no nos es dado el poder usar los ojos? —sollozó Rogar.
—¡Moriremos de inanición! —se lamentó Kogar— ¡Qué aciago destino el nuestro!
—¡Merecido es vuestro castigo, viles! ¡Desgracia es cuanto recibiréis todos aquellos que sirváis al mal! —clamó Elphien, y allí dejó a los dos gigantes, hundiéndose en su propia miseria.
Llegó el joven al fin al Salón de las Angustias, tras derrotar a toda la guardia real de Cillarnar. Al contemplar el poder de La Luz en la decidida mano del Hijo de Inaer, el innoble rey se postró a sus pies, aterrorizado, y se rindió.
—¡Mi Señor Elphien, al que ahora reconozco, dejadme que os explique!— gimió— ¡Quizás fueran mis hombres quienes raptaran a vuestra preciada Amarah, pero tal idea nació de la oscura alma de Sireya, la Diosa Árbol de la Decadencia! ¡Me prometió ser igual en virtud a los Itari!
—¡Vulgar ladrón sin corazón, que traficas con la vida de otros para conseguir lo que no te pertenece! —Elphien tuvo que contener su ira, porque de buena gana hubiese castigado allí mismo al cobarde— ¡Dime dónde puedo encontrar a Sireya o pronto serás pasto de los gusanos!
—¿Dónde sino en Kor, el Reino de los Decrépitos? Me dijo que estabas invitado a acudir y luchar por el alma de Amarah.
Y fue entonces cuando Elphien recordó el vaticinio de los Grajos del Destino. Porque era bien sabido que a los dominios de Sireya sólo pueden acceder aquellos cuya vida ha expirado. Allí, son tentados por la Diosa, y sólo quienes resisten logran abandonar el lugar y continuar en el Viaje Sin Final.
—Así pues, la profecía se cumple. Debo morir para salvar a Amarah y ser digno de La Luz, ahora lo entiendo. Qué néctar tan amargo el que tendré que saborear, mas no retrocederé cuando es la vida de aquella a quien tanto amo la que debo salvar.
Decidido, y ya sin dudas, Elphien tomó su daga de caza y, sin siquiera parpadear, la hundió en su pecho.
***
Así fue como murió Elphien, y fue un sacrificio por amor. Y cuando abrió de nuevo los ojos, no estaba en la bella y fructífera Solossëan, sino en la desolada Kor, un desierto donde se respiraba la podredumbre y se sentía el frío tiritar del miedo. Las almas de los condenados, mortales e incluso dioses, todos ellos aprisionados por su debilidad, vagaban sin rumbo, perdidos en la no existencia. Eran como viento, frágiles, aunque jamás desaparecían, jamás dejaban de sentir frío y miedo.
Pero el espíritu de Elphien era fuerte, y aunque con el tiempo tal vez hubiese sucumbido, portaba con él a La Luz que, bendita por la fuerza de Inaer, lo protegía.



—Cuanto tiempo he esperado tu llegada, bello Hijo de Inaer.
La voz era sibilante, suave pero cautivadora como la de una serpiente. Elphien vio ante él a una mujer que yacía en un pedestal, quieta, dormida. Su luz, aun en aquel intervalo en que no permanecía ni viva ni muerta, era blanca, apaciguaba los corazones y daba calor en un reino en el que sólo existía la falta de éste. Elphien palideció al ver a la hermosa Amarah tan quieta, pues siempre la había visto danzando y riendo. El alma le lloró mares, pues la recordaba en aquellos días en que ambos jugaban de niños, en los Bosques de Allorea, donde siempre era primavera y jamás invierno. Desde entonces ambos se amaron, y allí, bajo las protectoras ramas de los antiguos sauces, se prometieron desposarse llegada la hora.
Pero he aquí que tras el cuerpo petrificado de Amarah había otra criatura. Parecía un árbol gris aunque lustroso, pero tenía formas de mujer. Había algo similar a la belleza en el rostro esculpido en la madera. No obstante, era una lindeza oscura y fría, como una terrible noche invernal repleta de pesadillas, una promesa siempre incumplida de calor.
—Devuélvela a la vida, Sireya, o sufre mi ira —amenazó Elphien.
—¡Ah, qué valor el tuyo! ¡El ardor de tu corazón es mi deseo, Hijo Preferido!
—¿Por qué has osado arrebatar una vida que no te correspondía tomar? —exigió saber el joven inmortal.
—Ciertamente por el mismo motivo que tú has llegado tan lejos. Por amor. Sí, mi señor Elphien, bien escuchas —dijo Sireya, ante el asombro del joven—. Yo la Diosa Árbol, amo y deseo al Hijo Preferido de Inaer. Y como todo cuanto quiero, te conseguiré. Ésta y no otra es mi oferta. Permanece conmigo como mi consorte, transfórmate en Dios Árbol, y ella quedará libre.
Grande era el precio, y poco le agradaba dicho trato al joven. Pero Elphien no dudó, pues estaba dispuesto a pagar cualquier precio por la salvación de su amada. Se arrodilló frente a Sireya, se postró cual vasallo, tragándose sus prejuicios. No podía existir mayor sacrificio para un Itari inmortal que renunciar a su orgullo.
—Seré tu consorte, Sireya, si con ello salvo la vida de Amarah. Pero no pidas la posesión de mi corazón, ya que éste será siempre de aquella a la que en verdad amo.
Sireya sonrió, pues su vil estratagema había surtido efecto. Pero he aquí que en contra de lo que había creído, aquel acuerdo no le satisfizo. Deseaba ser desposada por Elphin, pero no ansiaba un esclavo, sino un amante marido. ¿Qué sentido tenía para Ella un alma esclavizada más, con tantas como poseía?
—Maldito seas, Dios Protector, pues aun sin pretenderlo has conseguido derrotarme. No puedo tomarte como esposo a la fuerza, pues ello no significaría nada para mí. Te deseo en espíritu, quiero que tu entrega tenga un significado. Nada más será de mi agrado —rugió Sireya—. ¡Rápido, vete de este Reino! ¡Llévate a tu amada contigo! Hoy me has inflingido una herida que no creí posible recibir.
Elphien tomó en sus poderosos brazos el agraciado cuerpo de Amarah, y marchó de aquel lugar de frío y horrores. Gracias a La Luz, que había servido de enlace entre el cuerpo y el alma, el Hijo de Inaer volvió a ser uno, carne y espíritu. Y cuando despertó, junto a él yacía la bella Amarah, a quien ya irremediablemente estaba unido en espíritu.
—¡Oh, mi señor Elphien! ¡Tanto como has afrontado por salvarme…!
—Ningún riesgo, mi hermosa dama, es demasiado grande si se trata de luchar por la diosa a la que amo, la más bella, La De Los Cabellos Dorados.
Aquel fue un día feliz en Solossëa. Pues cuando Elphien volvió a los palacios de Inaer, acompañado de Amarah, hubo alborozo y alegría. Allí mismo, el Padre de Todos Los Hijos ofició la entrega de Solussan a su dueño legítimo, Elphien, Protector de Methlath, Portador de la Lanza.
—No podías ser digno de La Luz sin antes haber aprendido la lección más importante, la del sacrificio absoluto por el amor —le dijo el padre al hijo—. Ahora ya eres un digno ejemplo para los mortales, por quienes lucharás hasta el día de la Última Venida.
—Me inclino ante tu sabiduría, Padre.
Y allí mismo se anunció el compromiso del recién agasajado y la Diosa del Esplendor, la siempre reluciente Amarah. Elphien alzó La Luz, y rugieron los cielos con el retumbar de mil truenos, y una vigorosa pero agradable lluvia bañó Solossëan y Methlath, y hubo esplendor en los cielos y en la tierra.
Así termina la historia de cómo Elphien se convirtió en merecedor de La Luz, y campeón de los Hombres de Methlath. Su valor y su fuerza fue un faro, y de Él aprendieron los mortales a luchar, a nunca retroceder.
A nunca rendirse.


©2008 Javier Pellicer Moscardó
Imagen: fotomontaje del autor

NOTA DEL AUTOR: Recordad que también podéis leer este relato en el blog de Cristina Puig, El Puente de la Fantasía

viernes, 17 de julio de 2009

El Heredero de la Luz + noticias

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Antes de comentar el motivo de la entrada semanal, os quería comentar una noticia. Desde este blog he apoyado desde hace semanas a la página web Horror Hispano, dedicada a la literatura de terror. Reciéntemente se realizaron las votaciones para elegir los relatos que participarían en el primer número de la revista oficial de la página (en la que participo con uno de los relatos, "Trofeos", y una crítica acerca de la serie de televisión "Hay alguien ahí"). Pues bien, hoy os comunico que la revista está ya en imprenta, en menos de dos semanas estará a la venta. De momento, podéis reservar un ejemplar en la siguiente dirección:

pedidos_fanzinehh@ymail.com

El fanzine cuenta con 34 páginas repletas de terror del bueno, especial para leer en plena noche. Su precio es de 3,50 más gastos de envío (vosotros elegís el tipo de envío) También se puede descargar la versión en pdf en Bubok, al precio simbólico de 0,75 euros:

http://www.bubok.es/libro/detalles/12649/HHorror

Os recomiendo la revista, en cualquiera de sus formatos. Además, con su compra estaréis ayudando a que Horror Hispano pueda poner en marcha su primer certamen literario, cuya dotación económica para el ganador vendrá de los beneficios de las ventas de la revista.

Una vez dicho esto, sigo con el tema principal de esta entrada. Hoy os ofreceré la primera parte de mi relato El Heredero de la Luz, texto que inauguró el maravilloso blog El Puente de la Fantasía, de mi buena amiga Cristina Puig, otra gran escritora. Os invito en su nombre a que lo visitéis si os gusta la fantasía, allí encontraréis un poco de todo: relatos (de gente aficionada y otros escritores consagrados), ilustraciones... cualquier cosa relacionada con la fantasía.
El Heredero de la Luz está escrito en un estilo "a lo Tolkien". Quería un toque a añejo, a épico. Tiene ya algún tiempo, pero lo recuperé cuando Cristina me pidió algún relato para su blog. Paralelamente, construí varias imágenes para acompañarlo (montajes en Photoshop), y hoy os presento la primera. Podéis pinchar en ella para verla en grande.
Espero que os guste, la semana que viene concluiré el relato.

Un saludo, caminantes.

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EL HEREDERO DE LA LUZ
Javier Pellicer





Inaer era el Padre de Todos Los Hijos y Señor de Solossëa, Hogar de los Itari, a quienes los hombres de los tiempos tempranos conocieron como los Inmortales Sin Mácula. Quién o Qué había antes o por encima de Inaer, nadie lo sabía, ni siquiera el propio Inaer.
Su nombre era reverenciado por el mortal y el dios, por el guerrero y el sabio, por el niño y el anciano. También Él amaba a su Reino y aquél que estaba apenas por debajo: Methlath, el mundo de los mortales. Muchas cosas bellas había en esas tierras, y tanto era así que El Padre De Todos Los Hijos lo tomó en su regazo vivificador; lo rodeó con un anillo formado por la bruma de la Fuente Eterna, una mágica cascada que nacía en el centro de la creación, y cuyas aguas bañaban toda existencia mientras recorría las arenosas orillas del tiempo.


Pero he aquí que en Solossëa vivían malignas criaturas con poderes apenas inferiores a Inaer. De ellos, muchos conspiraban contra el nuevo mundo, pues lo ambicionaban. Inaer hubiese podido aniquilarlos, pero el Padre de Todos Los Hijos poseía el Don de la Sabiduría, adquirido al ser sumergido tras su nacimiento en las aguas de la Fuente Eterna. Sabía, por tanto, que existía un equilibrio en la creación que no debía romperse. Su omnipotencia no podía ni debía ser utilizada a la ligera, pues tanto poder desatado podía desencadenar una terrible catástrofe que arrasaría a Dioses y hombres.


Y sin embargo, Methlath precisaba de un defensor, alguien que luchara por los mortales y les insuflara valor con su ejemplo.
Inaer eligió en primer lugar el arma que portaría el campeón. Fue forjada por el mismo Inaer. Utilizó el fuego del corazón de Methlath para calentar el místico vellminhe, un metal que sólo existía en Solossëa, de modo tal que el arma tendría un vínculo esencial entre ambos reinos. Luego, moldeó el candente acero durante toda una era de largos años, pues el tiempo poco significaba para los Inmortales Sin Mácula. Con cada golpe, las chispas que escaparon del metal se transformaron en los brillantes luceros que a partir de aquel día cubrieron el firmamento de Methlath. Así nacieron las estrellas, y así fue creada la Lanza, cuyo nombre sería Solussan, La Luz.

Era lanza pero a su vez era espada. Su punta alargada se convertía en hoja, y era resplandeciente como el eterno titilar de las estrellas. Virtud para el bondadoso y castigo para el malvado, nada podía resistir el embate de su filo o el acierto de su punta. Cuando era lanzada con poder, La Luz siempre, como un amante fiel, regresaba a la mano de su señor. Tal era su virtud y su poder.
Pero he aquí que ante la fuerza imbuida en el arma —una parte de la propia esencia de Inaer—, y no al no desear que ésta cayera en manos maléficas, el Padre de Todos los Hijos imbuyó un certero hechizo en Solussan.



—Sólo y nadie más que aquel que demuestre dignidad, arrojo y amor por los desvalidos podrá empuñar La Luz.
Y siendo así, el Portador de Solussan tuvo que forjarse del mismo modo que lo hiciera el arma.
El elegido se llamaba Elphien.
El hijo más querido de Inaer.


Fue así como el niño Elphien fue educado para ser el Portador de La Luz, Protector de Methlath. Tal tarea debía, necesariamente, ir acompañada de grandes hazañas que demostraran su valor y nobleza, pues no de otro modo podría ser digno de alzar Solussan.
Durante muchos años, Inaer puso a prueba a su amado hijo con múltiples y terribles pruebas, en las que recorrió los Seis Reinos Místicos de Solossëa. El muchacho, de temperamento rudo pero a la vez noble, luchó con los Trolls Rugientes que habitaban en la Montaña del Trueno por el rescate del Espejo de Oro de la Diosa Inneas; se vio enfrentado merced a la perfidia de su primo Niergoth, Maestro de la Brujería, a la terrible diablesa Tellenya y su inseparable Dragón de Huesos; defendió a cien infantes de los terribles Demonios de Sombra del Abismo Insondable; medió entre la guerra que habían provocado Llichan y Llessthat, los Hermanos Condenados, licántropo uno y vampiro el otro, y que amenazaba con arrasar la región de Thrack’onnea… Éstas y muchas otras fueron sus aventuras cuando no era más que un adolescente, y en todas salió victorioso.

Y sin embargo, Inaer seguía sin considerarlo preparado. Y aunque reverenciaba a su padre en profundidad, y lo tenía por el más sabio entre los sabios, el joven y siempre impetuoso Elphien comenzó a cuestionarse si en verdad algún día sería merecedor de la dicha de portar La Luz.
Tanto fue así que un día buscó el consejo y el vaticinio de las únicas criaturas que, más allá de Inaer, podían aclarar sus dudas. En las orillas del Río de Plata, por donde corrían las aguas de la Fuente Eterna, los encontró.
Se los llamaba Grajos del Destino, porque eran custodios de los acontecimientos que, desde los hombros de la Estatua de las Eras, contemplaban en las aguas del Río. Se decía que nada les era vedado, que todo cuanto ocurría en el Cosmos estaba a su alcance. Dru, Agama, Ginneanna y Mollvena eran sus nombres, pero nadie, ni siquiera los Dioses, les llamaban de tal modo. En las aguas del Río de Plata se narraba la antiquísima historia de la creación. Cuando más cercano a la Fuente Eterna, más atrás en el tiempo se retrocedía. Y en tanto se contemplaba más allá, hacia la desembocadura del Río, los Grajos podían adivinar el devenir futuro, quizás incluso el desenlace de todo lo existente.

No era el pasado lo que había ido a buscar el joven Elphien, sino el futuro, una esperanza para continuar luchando por La Luz. Y dicho conocimiento sólo era poseído por Inaer y los Grajos del Destino. Y era bien sabido que Éstos, en ocasiones, y según sus propios intereses, otorgaban vaticinios sobre lo que estaba por acontecer.


—Para ganar el derecho a La Luz, antes debes conocer la Oscuridad de la Muerte —le hablaron las tres criaturas al joven inmortal, aun cuando Elphien no había formulado aún pregunta alguna.
—Habláis poco y decís menos, Señores del Río —respondió el joven.
—No podemos revelar más. La historia debe crearse paso a paso, el camino recorrerse sin ser conocido de antemano.
—¿Debo morir para ser digno de Solussan? ¡Bien, así será si es mi destino! ¡Lo afrontaré con el valor de un Hijo de Inaer!

Marchó Elphien de regreso a las Salas Sin Fin del Señor de los Itari. Allí, contemplando la anhelada Solussan, tan hermosa en su pedestal de bronce, se preguntó si llegado el momento tendría el valor de morir por su derecho al arma. Si bien no profesaba miedo a ningún enemigo en aquel reino ni en otros, sí sentía el pavor a la indignidad de la derrota en combate. Pues para que un dios de Solossëa muriese, se necesitaba la herida de espada o lanza, ya que ni ancianidad ni enfermedad podían cebarse con la carne inmortal.
Sus cavilaciones fueron rotas por un cuerno de alarma. Tambaleándose, entró en la Sala el bravo Othalo, uno de los guerreros más veteranos y valientes de todo el reino. Y lo vio Elphien cubierto de las heridas de una batalla.

—Mi amado Elphien… he sido emboscado por los Trolls Rugientes… esos mal hallados rufianes han secuestrado a mi hija Amarah antes de que pudiera vencerlos… muchos cayeron ante mi espada, pero no antes de que se la llevaran… —y entonces el anciano murió en sus brazos.
El corazón de Elphien lloró con la muerte del bravo guerrero. Pero la pena quedó relegada en pos de la alarma y el enojo. La gentil Amarah, La De Los Cabellos Dorados, la más hermosa de las Diosas; Amarah, la Muchacha del Esplendor, tan bella que por donde caminaba crecía el bienestar y la alegría verdadera; aquella que realzaba los sentimientos más nobles de las criaturas, fueran dioses, mortales o bestias; Amarah, que era tanto el oro de la sonrisa de un niño como el consuelo a la madre afligida; Amarah, a la que Elphien amaba con todo su corazón inmortal.
Jamás Elphien sintió tanta furia y decisión. Su pecho ardió, sus dudas desaparecieron como el humo arrastrado por el viento. Y tal era su renovada voluntad, tanta su resolución por salvar a su amada, que sin siquiera atender a cuanto hacía tomó La Luz entre sus fuertes manos. La alzó por encima de su cabeza, mientras bramaba y juraba por la salvación de la Diosa secuestrada.
—¡Jamás permitiré tamaña felonía! ¡No mientras mis piernas me sostengan y mi corazón siga latiendo! ¡Preparaos, viles Trolls! ¡Elphien marcha en busca de su amada!
Su grito de guerra resonó allende los rincones Solossëan, y toda criatura maligna sintió el terror en carne propia, y temblaron, pues pensaron que la muerte se avecinaba sobre cada uno de ellos.
Así marchó el Hijo de Inaer, pleno de rabia y decisión. Y sólo, pues no aceptó la ayuda de nadie. A una orden del Padre de Todos Los Hijos, nadie insistió.
—Ésta, y no otra, es su Hazaña Final —dictaminó el Dios de Dioses—. Suya será la victoria, o la derrota. ¡Así ha hablado Inaer!
Y todos respondieron al unísono.
—¡Y la Palabra de Inaer es ley!

(concluirá en la próxima entrada)

Imagen: montaje del autor.

viernes, 10 de julio de 2009

Crítica EL LEGADO, LA HIJA DE HITLER, de Blanca Miosi

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La entrada de esta semana está dedicada al último libro que he leído. No podía ser otro que la última novela de una gran amiga y maravillosa consejera, Blanca Miosi. El libro, del que ya he hablado en anteriores entradas, se llama El Legado, La hija de Hitler. Creo que el título lo dice todo.
Mi impresión ha sido magnífica, como comento en la reseña. Al final de la entrada, me he permitido la licencia de incluir el primer capítulo de la novela, para que comprendáis que no hablo por hablar cuando digo que se trata de una magnífica historia.
Estoy convencido de que os cautivará, si no lo ha hecho ya.
Como remate a esta introducción, darle las gracias a Blanca por regalarnos esta historia, y en especial por la ayuda que me está brindando últimamente. Gracias, querida amiga.

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Crítica de EL LEGADO, LA HIJA DE HITLER, de BLANCA MIOSI


Un mentalista de circo, que malvive realizando trucos de prestidigitación, es abordado una noche por un misterioso personaje que le hace una oferta irrechazable: aprender los secretos del poder.
Con semejante introducción, no resulta extraño que El legado, La hija de Hitler logre cautivar al lector desde el primer momento. La intensidad, sin embargo, no decae en ningún momento. Misterio, drama, ternura… Blanca Miosi nos lleva de la mano por todas estas emociones gracias a la apasionante historia de Erik Hanussen, un ocultista (que realmente existió) cuya ambición lo llevará a convertirse en consejero del mismísimo Adolf Hitler. La autora nos embarca en lo que podría haber ocurrido si la estirpe de Hanussen se hubiera cruzado con la del dictador más famoso de la historia. ¿Y si Hitler hubiera tenido descendencia? ¿Y si su progenie estuviera marcada por la maldición?
El legado, La hija de Hitler, está ambientada en las leyendas (o no) ocultistas acerca de la relación que el Tercer Reich mantuvo con las ciencias ocultas: la guerra mágica contra Gran Bretaña (en la que Hanussen, junto al famoso Aleister Crowley, participó), la obsesión de Hitler por La Lanza de Longinos, el poder cautivador del dictador… su misterioso final. Temas que a quien esto escribe siempre han atraído, y que Blanca conjuga de modo magistral. No os perdáis la magnífica descripción que la autora nos regala del ocultismo, resumidas en la máxima de que conocer los secretos de los demás, y ocultar los propios, marca la medida del verdadero poder. Sublime.
Pero la historia no se detiene con la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La saga familiar continúa hasta nuestros días, cuando las consecuencias de la búsqueda de poder de Hanussen desembocarán en un final dramático y estremecedor.

El buen hacer de Blanca se demuestra en cada una de las páginas: un argumento perfectamente bien hilvanado que consigue confundir lo que realmente sucedió con lo que surge de la imaginación de la autora. La narración es sencilla, el ritmo ágil consigue que las más de 400 páginas se nos hagan cortas. Gracias a capítulos cargados de tensión y momentos claves, el lector se sentirá atraído a seguir leyendo.
Pero entre tanta exquisitez son seguramente los personajes las mejores joyas de la obra. Son individuos con personalidades marcadas, la mayoría de las veces con varias caras. Blanca nos retrata todos los lados de cada personaje: la ambición de Hanussen en contraste con el amor por su hija y su nieta; la humanidad de Hitler enfrentada a sus ansias de poder… Porque todos tenemos varios lados.
En definitiva, El legado, La hija de Hitler, es un libro apasionante que vale hasta el último céntimo de su precio. La cuidada edición de Editorial Viceversa acompaña a la calidad de la historia. La novela se encuentra en cualquier librería (aunque en algunas ya se ha agotado), en la FNAC, El Corte Inglés y Casa del Libro. Del mismo modo, se puede comprar desde la web de la Editorial Viceversa. Y podéis saber más desde el blog oficial del libro.




Ficha técnica:
Género: Novela
ISBN: 978-84-937109-4-1
EAN: 9788493710941
Páginas: 416
Fecha: 09/06/2009
Formato: 15 x 23 cm
PVP: 17.50 €


Capítulo 1

Praga, 1919



Hermann Steinschneider no podía saber de qué forma cambiaría su vida a partir de aquella noche. Sentado en un pequeño barril trataba de concentrarse mientras esperaba su turno, pero el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día seguía allí, a su lado, murmurándole al oído con voz casi tangible que partir de esa noche todo en su vida sería diferente. Aspiró hondo y se dio ánimos, se había preparado suficientemente y estaba listo para dar la sorpresa.


La música indicó que el número que le antecedía había finalizado. Se abrieron las cortinas y Hércules el Forzudo entró y pasó frente a él. Tres ayudantes arrastraban a duras penas unos juegos de discos, las pesas, y una barra, adminículos que Hércules tomó con una sola mano; lo miró, hizo un guiño, y se perdió tras la tramoya. Hermann sonrió al verlo, le parecía patético. Como él mismo.


En pocos instantes saldría a la pista, se puso de pie, y con gesto maquinal alisó sus cabellos, pues había renunciado al sombrero de copa. No quería ser visto como un mago del montón, aunque sus trucos no eran nada extraordinarios. Consciente de que su encanto personal atraía al público más que cualquier malabarismo ejecutado con técnica refinada, lo desplegaba como lo haría un actor de teatro. Sabía jugar con las emociones, y cada ademán suyo era ejecutado casi con la misma gracia de un bailarín de ballet. Acomodó su capa negra, un accesorio circunstancial, que le servía para cubrir sus ropas abrillantadas por el uso, y se preparó para salir.


—¡Damas y caballeros! Con ustedes: ¡Hermann... el Magnífico! —voceó Lothar.


Escuchó la aclamación, sabía que gran parte de los que aplaudían y vitoreaban habían ido a verlo a él, la estrella del circo. Esperó a que dos muchachas vestidas con brillantes mallas recogieran las cortinas para hacer su aparición con el efectismo que le gustaba. La banda tocó un redoble; dio un par de pasos y se quedó de pie mirando al público, junto a las chicas. Su agradable sonrisa contrastaba con su mirada de ave rapaz al acecho de su presa. Después de unos segundos, caminó iluminado por un haz de luz, mientras un aparejo rodante parecía avanzar solo, detrás de él. Se detuvo en el centro de la pista, se inclinó con elegancia saludando a la audiencia, y empezó su actuación.


Extendió el brazo izquierdo hacia el pequeño carro que se había situado a su lado, y una vara con un extremo encendido apareció en sus manos. Mientras recorría al público con una mirada que más parecía un reto, sus ojos tropezaron con los de un hombre sentado en primera fila que lo observaba con fijeza. Como todos. Pero resaltaba entre los demás. Fueron sólo unos segundos que a Hermann se le antojaron minutos. Regresó la sensación que le había invadido durante el día, hizo un esfuerzo y logró centrar la atención en su rutina. Era su gran noche. No podía permitir que algo saliese mal, y pese a que sabía que estaba siendo escudriñado por el extraño individuo, fingió ignorarlo.


La sustancia que utilizaba para lanzar llamas por la boca era un líquido altamente inflamable a muy bajas temperaturas, pero de manera inexplicable, se quemó los labios mientras hacía el acto de tragafuegos. Disimuló el dolor y prosiguió con su actuación como si nada hubiera pasado. Luego siguió con el de los naipes que desaparecían y aparecían como por encanto, monedas, dados, esferas brillantes y uno de los trucos que encantaba a la gradería: el de la cuerda que cortaba en varios trozos y después aparecía intacta. Manipulaba con habilidad y estilo toda suerte de objetos, y aunque eran trucos vulgares, la elegancia de sus movimientos proporcionaba la magia necesaria para hacer parecer que, en efecto, era Hermann, el Magnífico.


Justo antes de empezar la última parte de su actuación, notó con alivio que el individuo de la primera fila se había retirado. Estaba seguro de que su presencia hubiera impedido su buena ejecución en el acto final; sería la primera vez que lo haría y sabía que de ello dependería su futuro.


—Damas... caballeros... —dijo con voz grave, mientras la banda de músicos dejaba de tocar el redoble final que había iniciado. Se miraban entre ellos, confundidos, pues no habían ensayado esa parte, sin embargo, el desconcierto reinante duró pocos segundos, el hombre que manejaba las luces tomó control de la situación y proyectó un círculo luminoso donde el mago estaba de pie.
Hermann miró al público más allá del halo que lo rodeaba, como si los observase con atención uno a uno; los asistentes le devolvieron la mirada fijando la vista de manera inconsciente en el centro de sus tupidas cejas, mientras las voces se fueron apagando gradualmente.
—¿Alguno de ustedes podría decirme qué hora es? —preguntó, poniendo fin al silencio.
Un murmullo de extrañeza recorrió la gradería. Miraron sus relojes, pero nadie se atrevió a hablar.
—Usted, caballero, ¿puede decirme qué hora marca su reloj? —preguntó a un hombre gordo que tenía un reloj de cadena en la mano.
—Las siete y treinta —dijo, observando su reloj.
—¿Podría decirlo en voz alta?
—¡Las siete y treinta! —se atrevió a gritar el gordo.
—¡Sí, son las siete y treinta! —gritaron varios.
—¿Están seguros? —insistió Hermann.
—¡Claro que sí! —gritó con voz aguda una mujer desde la cuarta fila—. ¡Mi esposo no miente!
—No. Ustedes están equivocados —afirmó Hermann, inmutable. Señaló el pequeño reloj esférico que colgaba de su mano y paseó su mirada por la audiencia, que había enmudecido—. Son las ocho en punto, por lo tanto: mi función ha terminado.


Hizo una venia, dio la vuelta y se alejó del centro de la pista desapareciendo tras los bastidores, seguido por su ayudante liliputiense, que empujaba el carro con todos los artilugios. La luz volvió a iluminar el circo, la banda tocó un redoble a rabiar, para finalizar con los acordes circenses que indicaban el cierre de la actuación de esa noche, mientras varios payasos pedaleaban sus monociclos alrededor de la pista, despidiendo el espectáculo con toda suerte de piruetas y desaparecían tras las cortinas. El hombre gordo del público, miraba su reloj sin poder creer lo que veía: las ocho en punto. Igual sucedió con los demás, que se consultaban unos a otros. La estupefacción se fue transformando en asombro, y la gente, entusiasmada, ovacionó durante largo rato, pero Hermann no regresó a la pista, caminaba rumbo a su carromato reprimiendo la agitación que le recorría el cuerpo.


Abrió la puerta, y empujó el pequeño armazón con ruedas hacia el interior por una angosta rampa de madera. Su ayudante enano retiró la rampa y se fue. Entró y pasó la llave; una vez a solas, inspiró hondo y ya sin ningún testigo dio rienda suelta a sus emociones.


—¡Lo logré! —gritó con fuerza, apretando un puño triunfal.


Un ligero ardor en los labios le recordó al individuo de la primera fila, al tiempo que trajo con malhumor a su memoria el único detalle que había empañado la noche. Quemarse era imposible y, supersticioso como era, lo consideró una señal. Tal vez era el comienzo de una nueva etapa, tal vez ya no necesitase ser más un tragafuegos, ni ejercer de prestidigitador… Se quitó la ropa de trabajo y después de doblarla cuidadosamente para la función del día siguiente, vistió una camiseta y el viejo pantalón que acostumbraba. Se sentó en su camastro y encendió la lámpara de queroseno situada sobre un cajón de madera dispuesto a modo de mesilla. La llama iluminó varios libros manoseados hasta la saciedad: tratados de ocultismo, adivinación, astrología, y su lectura preferida: hipnotismo. Pasaba horas estudiando la manera de convertirse en el mago más importante de Europa, deseaba con fervor llegar a poseer dones especiales que algún día lo sacasen de aquel tugurio y ahora estaba seguro de haberlo logrado. Sólo tenía que perfeccionar su técnica y dar variedad al espectáculo; esa noche sólo había sido el principio, después dejaría el circo y trabajaría por su cuenta. Lo que había hecho le rebasaba, iba mucho más allá de su comprensión; fue en esos instantes, al tratar de tomar un libro de encima del cajón, cuando notó que sus manos temblaban. El sonido seco de tres golpes en la puerta interrumpió su abstracción.
Esperaba que no fuese Lothar. No tenía ánimos para discusiones, la última vez se había negado a pagarle aduciendo que no hubo suficiente taquilla. Tampoco tenía deseos de darle explicaciones sobre su actuación. Deseaba estar a solas y regodearse recordando los intensos momentos vividos en la pista.


—¿Quién es? —preguntó con sequedad. No hubo respuesta. Se alzó de hombros; no abriría.
Los tres toques se volvieron a repetir. Parecían dados con algún objeto, tal vez un bastón. Si fuese Lothar usaría los puños. Fue a la puerta y la abrió con brusquedad.
—¿Quién demonios...? —dejó la pregunta en el aire al ver al hombre frente a él.
—Buenas noches, Hermann —dijo con una ligera sonrisa el mismo individuo de la primera fila—. ¿Me permites? —agregó, mientras subía al carromato como si se tratase de su casa. Sus ropajes lucían insólitos en el modesto ambiente. Vestía un impecable abrigo negro, largo y cerrado; en el cuello de su camisa de seda que resaltaba por su blancura, refulgía un broche que a primera vista parecía una perla negra rodeada de brillantes. No parecía prestar importancia a la sencillez del carromato, que rayaba en la miseria, aparentaba sentirse tan cómodo como si estuviese en un aposento regio. Hermann de pie, aún junto a la puerta abierta, lo miraba estupefacto.
—Caballero, ¿lo conozco?
—Soy el señor de Welldone.
—¿A qué debo el honor de su visita?
Dejó la puerta abierta y se acercó al hombre.
—Tienes razón al decir que mi visita es un honor para ti. Son muy pocos a los que he visitado.
Movido por la curiosidad, le siguió el juego.
—Perdón, señor, por mi falta de cortesía, sírvase tomar asiento —le invitó, mientras indicaba el único taburete que había en el cuartucho.
Welldone se sentó, cruzó las piernas y apoyó con actitud mundana una mano en su pulido bastón, en cuyo mango había incrustado un enorme cabujón de rubí. Hermann hizo lo propio en su camastro y esperó a que el insólito visitante siguiera hablando. Se sentía incómodo; al mismo tiempo, intrigado.
—¿Qué es lo que más deseas en la vida? —preguntó Welldone.
—¿Yo?
—¿Acaso hay alguien más aquí? Sí, me refiero a ti, por supuesto.
—¿Y qué sentido tiene que le confíe qué es lo que más anhelo? —indagó Hermann con impaciencia.
—Tienes la oportunidad de hacer realidad tus más íntimos deseos, ¿y sólo se te ocurre preguntar eso?
—Dinero —dijo, sin dudarlo. Nunca se sabía cuándo podría surgir un buen negocio.
—Dinero..., ¿es todo?
—¿Existe acaso algo mejor que el dinero? Con él se puede comprar todo. —Fue hacia la puerta y la cerró. Volvió a sentarse en la cama.
—¿No te interesaría conocer el futuro, por ejemplo? O lees esos libros como pasatiempo.
Welldone transformó su sonrisa en una mueca imperceptible señalando con el bastón los volúmenes que estaban junto a la lámpara.
—¿Estos? Son un medio para obtener dinero. Algún día seré famoso y cobraré mucho por mis conocimientos —comentó Hermann acariciando la tapa de uno de ellos.
—Me temo que los conocimientos que obtendrás de esas patrañas no te ayudarán —alegó Welldone, lanzando a los libros una mirada de desprecio—. Sólo existe una manera de aprender la verdadera magia.
—¿Cuál?
A Hermann la conversación le empezaba a resultar atractiva.
—Deseándolo. Si lo deseas podré ayudarte. Obtendrás poderes que te servirán más que el dinero.
—¿Por qué un caballero como usted querría enseñar a alguien como yo a obtener poderes?
—Tienes cualidades. Te he observado, con un poquito más de concentración... tal vez evites prender fuego a la carpa —comentó Welldone con ironía.
—¡Vaya! Ya veo... —dijo Hermann, sintiéndose incómodo—. Nunca había ocurrido. Lástima que no presenciase mi último número.
—Lo hice —dijo Welldone— y dudo mucho que lo hubieras llevado a cabo con éxito de no estar yo presente.
Era demasiado para Hermann. Guardó silencio y examinó a Welldone con seriedad. Su noble cabellera de visos plateados que le llegaba casi a los hombros le daba un aire majestuoso. Su rostro había dejado de mostrarse amable.
—No. No le creo —arguyó Hermann, sin dejarse intimidar— estuve estudiando mucho tiempo, pasé largas horas con estos libros —golpeó con la palma el lomo de uno de ellos— y lo logré, finalmente lo logré. No será usted quien me robe mi primera noche de triunfo.
—Y la última —dijo Welldone.
Su indignación se transformó en inseguridad. Hermann volvió a sentir el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día, y que él había atribuido a lo que haría aquella noche. Miró con atención al hombre y vio que sus ojos parecían dos rayos que podrían traspasarlo. Welldone paseó su vista por el cuarto y se fijó en dos cajas de cartón montadas una sobre otra en una esquina. Señaló con su bastón la de abajo.
—¿Son esos todos tus ahorros? Son una miseria. No vale la pena tenerlos tan escondidos.
Hermann lo miró con desconfianza.
—Puedo decirte la cantidad exacta que guardas en el bolso de tela verde. —Y se la dijo.
—¡Oh, por Dios, me ha espiado!
—¿Te parece que necesito hacerlo?
Hermann contuvo los deseos de abalanzarse sobre la caja para ver si aún estaba su bolso con el dinero.
—¿Qué clase de truco es ese? —preguntó, recuperando la compostura.
—Yo hago magia, no hago trucos de prestidigitación, ni ilusionismo —acentuó Welldone con desdén— puedo enseñarte mucho, hacer que tu actuación de hoy se repita siempre, enseñarte los secretos para obtener poder, ¿te han dicho esos libros qué es el ocultismo? Yo sí puedo hacerlo. Puedo leer tu mente. Estás empezando a creer que lo que digo es cierto, pero tienes miedo, pues sabes que todo tiene un precio. También te estás preguntando qué interés puedo tener en ello.
—Es cierto, pero son preguntas lógicas. No se necesita leer la mente para imaginarlas.
—Tienes razón, pero era lo que pensabas. El sentido común tiene mucho que ver con lo fantástico, aunque parezca paradójico.
—Usted desea enseñarme a obtener poderes que me harán rico, ¿puedo preguntar por qué a mí?
—Muy simple. Tienes madera, necesitas aprender y eres ambicioso. Además, está en tu destino —dijo Welldone, enigmático.
Hermann guardó silencio y bajó la mirada. Pensó que estaba delirando. Últimamente había tenido sueños muy raros. Levantó la vista y el hombre seguía allí. No era un sueño, ni una visión.
—¿Podría decirme exactamente quién es usted y qué pretende de mí?
—Yo provengo del tiempo, he sido testigo de la historia. Di poder a Napoleón para una noble causa y no se le ocurrió otra cosa que coronarse emperador.
—Eso sucedió hace mucho, además, ¿qué tiene que ver conmigo?
—Grígori Yefímovich fue el último al que otorgué poderes, y no supo utilizarlos. Y no fue hace mucho —prosiguió Welldone, inalterable.
—¿Usted otorgó poderes a Rasputín? —preguntó Hermann estupefacto.
—Y desencadenó una serie de desaciertos, fue el responsable del descontento que terminó provocando el estallido de la Revolución Rusa y que desembocó en el fin de la dinastía Romanov.
—¿Y para qué querría usted que un ser como aquel obtuviese poderes?
—Era necesario. Sólo tenía que haber aconsejado a Nicolás II y Rusia se hubiera salvado de los bolcheviques. ¡Era una tarea tan sencilla!
—Parece conocer mucho del futuro, pero no comprendo de qué sirve, si sabe que el destino es inalterable. ¿Por qué es tan importante para usted modificarlo?
—Eres un hombre inteligente, Hermann. Sé que el destino podría cambiar, ¡ah, claro que sí! Sólo tengo que encontrar al hombre que esté dispuesto a hacerlo —contestó Welldone, evasivo.
Hermann empezó a mirarlo con desconfianza. El hombre le inspiraba temor.
—Señor... creo que se ha equivocado de persona. No soy el que busca —se dirigió resueltamente a la puerta haciendo ademán de abrirla.
—¿No eres tú Hermann Steinschneider, el que desenterraba cadáveres de soldados para entregarlos a sus parientes alemanes? ¿Tu mujer no se llama Ida Popper?
Hermann detuvo su mano antes de alcanzar el cerrojo y se volvió hacia él.
—Sí... así es, pero no entiendo... usted acaba de mencionar a personajes famosos que forman parte de la historia, no comprendo qué tendría que decirme a mí.
—¡Ah! Eso... discúlpame, vivo en el pasado tanto como en el presente, pero no es el tema que nos convoca —dijo Welldone, y prosiguió sin dar explicaciones—, tienes mucho que aprender, Hermann, todos formamos parte de la historia, de una forma o de otra. Te propongo ser el mejor mago del mundo. Pondré en tus manos el verdadero conocimiento, el que te hará rico y poderoso. ¿Acaso no es lo que deseas?
—¿A cambio de qué? —preguntó Hermann a bocajarro.
—No te preocupes por ello. Llegado el momento lo sabrás, pero te adelanto que es algo que podrás cumplir.
El germen de la ambición empezaba a hacer estragos en Hermann. Su determinación de alejar al personaje se suavizó. Si era algo que podría cumplir, a cambio de ser rico y poderoso, la propuesta empezaba a parecerle bastante más que conveniente, pero sabía que lo que se obtenía de manera fácil, no siempre era lo más apropiado. Su temor se transformó en intriga.
—No sé... todo me parece tan extraño —arguyó Hermann, sin mucha convicción.
—En fin, como dicen los irlandeses, ¿qué es el mundo para un hombre cuando su esposa es viuda? Has de tomar una decisión —exclamó Welldone, poniendo las dos manos sobre el bastón.
Hermann sintió que la habitación estaba gélida. El rostro de Welldone se volvió sombrío, parecía haber envejecido aunque no se le notaban los signos de la edad. Su sonrisa había desaparecido. Se puso de pie y se le acercó. Tocó ligeramente la frente de Hermann con un dedo.
—Deliberando saepe perit occasio... ¿Ves qué hermoso es tu palacio? —preguntó. Hermann miró en derredor y contempló con asombro que estaba en medio de un lujoso salón, rodeado de candelabros, cuadros que adornaban las paredes y muebles tapizados en materiales nunca vistos por él—. Así es como podrás vivir si vienes conmigo. —Welldone hizo un ligero gesto con la mano y todo desapareció, luego volvió a tomar asiento con tranquilidad.
—¿Cómo pudo? —Atinó a preguntar Hermann, con voz apenas audible.
—Siempre puedo. Hice que sucediera esta noche. Tu noche. ¿Comprendes? —enfatizó—. Espero que tomes una decisión.
Riqueza y poder a cambio de algo que podría cumplir y que, según él, no parecía ser tan difícil, pensó Hermann.
—Sólo quiero saber qué es lo que pide a cambio.
—Querido Hermann, es algo muy sencillo, pero no puedo darte detalles. Llegado el momento tendrás que decidir, esa es la condición.
—Debe ser muy importante para usted —comentó Hermann con suspicacia.
Welldone sonrió. A Hermann le pareció ver una sombra de tristeza en su mirada.
—No te imaginas cuánto, querido amigo —dijo Welldone con un tono de voz diferente al que había estado usando, bajó la mirada y pareció concentrarse en el rubí de su bastón.
Su actitud conmovió a Hermann. No parecía ser un mal hombre, y pensó que no tenía nada que perder.
—Acepto —dijo por toda respuesta. Dejó caer sus barreras: su ambición había vencido.
—Déjalo todo y ven conmigo. —Invitó Welldone poniéndose de pie, sabía que había dado en el blanco. Le obsequió con una inclinación de su hermosa cabeza, e hizo un ademán indicando el camino.
—Espere un segundo —alegó Hermann. Fue directamente a la caja del rincón y bajo la mirada comprensiva de Welldone, sacó la bolsa verde donde guardaba sus ahorros y apagó la lámpara de keroseno. Dio una última ojeada a sus libros, su traje negro, sus utensilios de magia y cerró la puerta, dejándolos en la oscuridad. Se volvió hacia Welldone—. Ya podemos irnos —dijo.

jueves, 2 de julio de 2009

De la oscuridad nacerá la luz - Ganador del I Certamen de relato fantástico El arte de escribir

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Supongo que en estas circunstancias sólo puede decirse una cosa: "Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe". Como todos recordaréis, he tenido unas últimas semanas podría decirse que intensas en el tema de los concursos literarios. A los varios finalistas reciéntemente comentados deben unirse dos relatos más: "Cuando ya no queda nada", finalista en el I Certamen de relato de terror El arte de escribir, y "De la oscuridad nacerá la luz", que ha sido el ganador en la sección relato fantástico de ese mismo certamen. O sea, dos finalistas de tres enviados, y un ganador de tres enviados. No está nada mal (el otro texto, "La casa" que participaba en la sección de relato general, no fue elegido como finalista). Se trata de un certamen muy humilde, cuyo premio consiste en la publicación del relato en la página web El arte de escribir durante 6 meses (hasta el siguiente concurso).
Una vez más, os agradezco a todos el haberme apoyado.

Aún me quedan tres relatos pendientes de resolución en otros tantos concursos, a ver si hay suerte y cae algo más. A todo eso, hay que unir la magnífica noticia de que otro de mis relatos, "Trofeos", ha sido elegido para ser publicado en el primer fanzine en papel de la página Horror Hispano, lo cual me hace especial ilusión ya que compartiré páginas con buenos compañeros de letras: Víctor Morata, Marta Abelló... Gracias también a los que me habéis votado.

Sin más, os dejo con el relato protagonista de la noticia principal de la entrada que, según las palabras textuales de los miembros del jurado "ha ganado por su originalidad. Logras llevar un tema real a lo fantástico y esa combinación nos ha encantado".
Antes, sin embargo, un apunte: La pretensión de este relato jamás ha sido frivolizar sobre un tema tan serio como el que trata. El tema en cuestión me llega muy adentro, así que nunca se me ocurriría utilizarlo como mero vehículo pretencioso. Mi idea siempre ha sido abordar desde una perspectiva novedosa algo tan terrible, y abrir una luz de esperanza, además de, por supuesto, denunciar una realidad que muchas veces no llegamos a entender cuan profunda es. Sea como sea, si alguien se siente molesto, pido disculpas de antemano.

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DE LA OSCURIDAD NACERÁ LA LUZ
Javier Pellicer Moscardó


Killy sólo tiene veinte años, pero está acostumbrada a la terrible ruina que se respira en las calles de aquel barrio. Sus pasos no son suyos, sino del encarnizado deseo que la controla. Ya ni siquiera opone resistencia.
Se detiene junto al desvencijado portal de una casa sin ventanas, un edificio ruinoso escondido en un rincón de la calle. Hay mucha gente esperando, personas que se han rendido al ansia como la joven. Son espectros consumidos en carne y espíritu que caminan entre la vida y la muerte, entre los sueños y las pesadillas. Para atenuar la espera, sus manos trabajan en un remedio a todas luces insuficiente para la adicción que los domina. Killy se detiene junto a ellos, y como si se encontrara en un banco, toma su sitio en la cola de espera. La puerta se abre de tanto en tanto, alguien sale, con rostro feliz, y alguien entra, con la esperanza de encontrar la felicidad del olvido, la felicidad de la saciedad.
Alguien le pasa a Killy un pitillo que huele especialmente bien. La joven le da una calada. No calma el deseo, si acaso lo acrecienta, pero al menos amodorra su conciencia durante unos instantes.
Pasan un par de horas, y llega al fin su turno. La puerta se abre, y dos hombres de rostro duro la acompañan por un sucio pasillo. Durante lo que dura un latido, Killy alberga dudas, un ápice de sensatez le recuerda que aquel túnel sólo la hará descender un peldaño más en su vergonzosa caída. Sin embargo, no queda fuerza en su alma, en su mente o en su cuerpo, para oponerse al ansia.
—Vigila donde pones los pies, cariño —le dice uno de los hombres.
Killy ni siquiera atiende a sus palabras, ni a los escombros apiñados en el pasillo, en su mayoría viejos cascarones de vidrio, en su día portadores de felicidad y ruina, desechados una vez cumplida su misión.
Llegan a una habitación, la segunda puerta a la derecha, tan sucia como el resto. Hay varios colchones como único mobiliario, y sobre ellos, tirados como despojos, varios individuos; deshechos de su propia debilidad, de su falta de voluntad, y de una sociedad que margina en lugar de tender la mano. Algunos levantan la cabeza y miran a la recién llegada, pero la mayoría ni siquiera se molesta. En realidad, no están ahí, sino lejos, muy lejos. Sus mentes existen en un mundo de felicidad engañosa, una realidad delicada a la que sin embargo le dan la bienvenida, agradecidos por la posibilidad de escapar de un mundo en el que son despreciados, y al que ellos mismos desprecian. Algunos, como la propia Killy, son poco más que niños. Deberían estar en el instituto, en la universidad… Pero el fatídico transcurrir de sus días los ha condenado a la autodestrucción.
En el salón, sentado en un sofá, hay un hombre, enjuto, de nariz aguileña y mirada impasible.
—Saca la pasta —le dice a Killy.
La muchacha rebusca entre los bolsillos de su pantalón, con manos frenéticas. Extrae un par de billetes, todo cuanto tiene, y se lo tiende al camello. Aquella noche, una más de otras muchas, se quedará sin cenar.
—Con esto sólo puedo darte media dosis —le dice él.
—¡No! —se queja Killy— ¡Hace dos días me diste una entera!
—Lo siento, cielo, las cosas cambian. Los maderos han intervenido varios alijos, me ha costado encontrar esta mercancía. Lo tomas o lo dejas.
No hay posibilidad de elección, y el camello lo sabe muy bien, basta con apreciar los sudores y escalofríos de la chiquilla.
—¡Dame! —grita ella.
Con su tesoro en la mano, con su alimento y veneno, Killy busca un rincón y se acomoda. Comienza así el ritual: en el fondo de una lata de refresco abierta por la mitad, sus manos trémulas mezclan con un poco de agua el polvo; luego deja caer un algodoncillo, que absorbe el líquido y lo filtra de impurezas. Calienta el cóctel con un pequeño encendedor y, ya cocinado, llena la jeringa. Se diría que Killy no ha hecho jamás otra cosa, la maestría de sus manos contrasta con el temblor de sus dedos. El ansia es terrible, como el de un hombre hambriento ante un jugoso filete; se arremanga, y con una goma elástica rodea su descarnado y marcado brazo; las venas palpitan entonces, los caminos por donde la felicidad llegará a todo su ser. Suave se adentra la aguja, cálidamente el líquido placer. Una cicatriz más, una de tantas.
Al fin, el viaje se reanuda. Pasa el dolor, llega el placer y Killy deja atrás, por el momento, toda crueldad. Es feliz, aunque sea cautiva. Desea serlo, desea abandonarse, luchar es fatigoso. Que lo hagan otros, ella no tiene motivos. Así actúa la adicción: más que la satisfacción, importa la evasión del dolor.
Llegan los delirios. Hay un hombre extraño en la sala del picadero, Killy no había reparado antes en él. Se yergue en el centro, con porte intimidante; es alto, lleva un desfasado sombrero de los ochenta, y se cubre con una especie de capa, como un conde o algo parecido; sus ropajes son negros, parece un pozo que fuera a absorber todo a su alrededor. La muchacha ríe, es la alucinación más extraña que jamás ha tenido.
Pero… ¿se trata en realidad de un producto de su alterada conciencia? Killy advierte que no es la única que puede atisbar al personaje. Los otros yonquis, los que aún están despiertos, también reparan en su presencia, y también los tres camellos. Gritos de desconcierto, navajas silbando… y entonces, la pesadilla. El individuo estalla en un manto de oscuridad grandioso, una nube de negrura humeante brotando del mismo ser; una sombra voraz, que sin remedio engulle a los camellos.
A pesar del letargo de la droga, el instinto inherente a todo ser humano espolea a Killy a escapar. No se pregunta quién o qué es la sombra, pero busca, aun arrastrándose, un modo de huir. El ser se dirige hacia ella.
—¡No, déjame! —aúlla.
Y entonces, una voz, que llega de todas partes, que viene de ningún lugar.
—ERES MISERIA Y RUINA, PERO NO SIEMPRE FUISTE ASÍ, CAROLINA.
Killy parpadea. Hace años que nadie la llama por ese nombre.
—TE HAS ABANDONADO A LA AUTODESTRUCCIÓN, Y SIN EMBARGO AÚN ERES IMPORTANTE. ERES ALGUIEN.
—¡Déjame! ¡No soy nada, no soy nadie!
—TE EQUIVOCAS, Y YO TE LO MOSTRARÉ.
Killy grita agónicamente antes de que la tormenta oscura la rodee, la acaricie… y al fin la devore. El mundo se convierte en profunda negrura, no puede advertir nada a su alrededor. No existe más, no hay un arriba, ni un abajo, sólo un tapiz de insondables tinieblas.
Pero no, se equivoca. Existe algo, lo advierte tras un primer momento de desesperación. Existe ella, se puede ver las manos, son claras para sus ojos. ¿Cómo es posible, cuando no hay una luz que la ilumine? ¿O sí la hay? Comprende entonces, comienza a hacerlo, que ella es su propio resplandor, que hay en ella más de lo que había creído a tales alturas. Aún queda fuerza en su interior, aún queda vida.
De repente, la oscuridad retrocede. Está de nuevo en el picadero. Sin embargo, no es Killy quien ha vuelto, sino Carolina: la muchacha alegre y divertida, la que fue antes de que un amigo que no era tal le ofreciera aquel polvo blanco; la que fue antes de sentir el ansia; la que fue antes de abandonar a una madre; la que fue antes de vender su cuerpo por un pasaje al país de la ignominia y la destrucción. Mira su brazo, las cicatrices siguen ahí. Le parece bien, serán un buen recordatorio. Pero ya no habrá más. De la más reciente mana un hilillo blanco, su cuerpo vuelve a estar limpio. De sus ojos, dos lágrimas. Su alma vuelve a ser pura.
—PRECISASTE SENTIRTE ENVUELTA EN OSCURIDAD PARA COMPRENDER QUE AÚN HABÍA LUZ EN TI. AHORA TIENES UNA NUEVA OPORTUNIDAD. APROVÉCHALA, NO TODOS SON TAN AFORTUNADOS —le dice el hombre del sombrero y la capa, aún frente a ella.
Carolina lo mira, rebosante de un agradecimiento si bien temeroso. Aquel ser sigue siendo un misterio, no vislumbra sus rasgos.
—Siempre creí que los ángeles eran luminosos —dice ella.
—ES EN LA OSCURIDAD DONDE LA LUZ MUESTRA SU PODER.
Y al decir aquello, el hombre del sombrero desaparece.
Carolina se levanta. Hace años que no siente la cabeza tan clara. Una nueva oportunidad se abre ante sus ojos.
Esta vez la aprovechará.



Imagen: fotomontaje del autor

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"